Un rumor recorre Cercano Oriente. Bajo el ruido de las bombas y las primeras planas plagadas de los atentados de Estado Islámico, la guerra en Siria o los últimos ataques en la frontera de Gaza, se da un drama más discreto, más lento y menos llamativo para los medios: la huida de los cristianos de Cercano Oriente. Los cristianos –el segundo grupo por orden de aparición de entre las “gentes del libro”, después de los judíos y antes que los musulmanes– son originarios precisamente de estas tierras a camino entre el Jordán y el Nilo. Han habitado la zona de manera ininterrumpida durante dos milenios, pero hoy no están pasando por su mejor momento, y los números no auguran nada bueno para la comunidad.
Masihis (de “mesías”, en árabe) o nasranis (“los de la ciudad de Nazaret”) son algunos de los nombres con los que se conoce a los cristianos en el mundo árabe. También están presentes en Irán y en Turquía, y conforman una compleja secta cuya diversidad va más allá de meros nombres, y que agrupa al menos a asirios, maronitas, armenios o coptos.
Algunos de los asirios se consideran descendientes directos de la civilización del mismo nombre, mientras que otros se identifican como arameos. Originarios de Mesopotamia, y actualmente distribuidos por los territorios de Siria, Irak, el este de Turquía e Irán, con una enorme diáspora que se extiende por el resto de los países de la región, además de Estados Unidos y Canadá, los asirios constituyen una comunidad de más de cuatro millones de personas. En un esfuerzo por diferenciarse étnicamente de los árabes, turcos y kurdos, los asirios se autodefinen como siríacos –una denominación lingüística que los señala como hablantes de una serie de dialectos derivados del antiguo arameo–. Esto es un denominador común tanto para los seguidores de la iglesia ortodoxa siríaca como de la iglesia católica siríaca, del rito caldeo –la llamada “iglesia del este”– y de otras tantas comunidades cristianas de la zona que utilizan la lengua siríaca en sus ceremonias.
También vinculada al culto siríaco está la iglesia de los maronitas, fundada por san Marón –eremita sirio del siglo IV– y aliada de Roma desde 1736. Su líder es considerado el patriarca de Antioquía y de todas las iglesias del Levante, y en el transcurso de los siglos sus antecesores consiguieron mantener su autonomía frente a los diferentes poderes que dominaron esta región del mundo, hasta convertirse en protegidos de los franceses durante el período colonial, cuando su territorio seguía siendo formalmente parte del imperio otomano. Cuando la independencia de los territorios bajo mandato de las metrópolis europeas estaba al caer, los franceses se encargaron de conformar un Estado en el que los maronitas fueran un grupo poblacional predominante, lo que dio lugar a la creación del actual Líbano.
Así, desde la independencia, los maronitas tienen garantizada una posición clave en el país. Sin tener esto en cuenta resulta imposible entender la vorágine de acontecimientos que derivó en la guerra civil libanesa (1975-1990) o el hecho de que tras el conflicto se les garantizara la presidencia del país. Al día de hoy, la comunidad al completo la integran unos tres millones de creyentes distribuidos por todo el mundo, un tercio de los cuales se encuentra en Líbano, donde constituyen algo más de 20% de la población.
Distintos de estos grupos, pero también importantes, son los armenios, seguidores en su mayoría de la iglesia ortodoxa armenia y que se extienden por toda la región. Expulsados de Anatolia durante la Primera Guerra Mundial, en el oscuro capítulo del genocidio armenio, se les concedió la nacionalidad libanesa durante el mandato francés y son, al día de hoy, una de las comunidades más importantes de la región. Cerca de 180.000 habitan en Líbano; cerca de 300.000, en Irán; 100.000, en Siria, y otros tantos en comunidades menores por toda la zona, conformando un total de cerca de 1,5 millones de personas.
Junto a todos ellos cabe nombrar numerosas comunidades de origen griego y, por supuesto, a los coptos, que se consideran a sí mismos herederos de los antiguos faraones –y, por lo tanto, los verdaderos egipcios y herederos de los primeros cristianos– y que actualmente son la comunidad cristiana más numerosa y antigua de la región, con más de diez millones de fieles.
La cruz bajo la luz de la media luna
Frente a la visión orientalista tradicional, que ha descrito siempre a Oriente y al mundo islámico como un opuesto en constante conflicto y choque con el Occidente europeo y cristiano, lo cierto es que las comunidades cristianas del actual Cercano Oriente han convivido con las musulmanas y las judías durante siglos. De hecho, incluso bajo el dominio de gobernantes musulmanes gozaron generalmente de un grado mucho mayor de libertad y respeto del que gozaban en Europa las minorías no cristianas: se protegía a “las gentes del libro” con un estatus especial, y formaban parte integral del complejo mosaico de creencias y etnias de la región. Esto no significa que en determinadas épocas no soportaran ciertas obligaciones de vestimenta o limitaciones laborales, además de tener que pagar un impuesto especial.
Además de ello, los cristianos han formado parte integral de la sociedad musulmana, desempeñando funciones clave como doctores, profesores, ingenieros, administradores del Estado y traductores, y llegaron a ser reconocidos por su habilidad para los negocios. De hecho, su presencia fue fundamental para traducir la filosofía griega al árabe; a través de estas traducciones, el saber griego llegó posteriormente a Europa y motivó los debates teológicos dentro del propio islam, lo que desarrolló la doctrina de la fe de Mahoma. Ejemplos de este recíproco enriquecimiento cultural entre el mundo cristiano y el islámico los encontramos en el califato Abasí de Bagdad y también en Al Ándalus.
Varios siglos después, durante la época colonial, los cristianos también tendrían un papel fundamental. Bajo el mandato francés del Levante, donde se concentraba la mayor parte de ellos, y ante el progresivo surgimiento de movimientos nacionalistas árabes –que las metrópolis interpretaron en muchas ocasiones como extremismo islamista–, Francia prefirió elegir a cristianos y judíos, así como a las minorías drusa o alauita, para los puestos de la administración. Esto dio lugar, por ejemplo, a las estructuras de poder de la Siria independiente –donde la elite del Estado, liderada por la familia Asad, es alauita– y a la creación de un país para los maronitas en Líbano. Ello supuso, además, un cambio radical en la estrategia seguida por los gobernantes otomanos, que habían preferido dar el control a las elites sunitas locales. De la misma forma, durante la ocupación británica de Egipto, los ingleses se erigieron como protectores de la minoría copta, en un intento por convertirlos en sus aliados.
A pesar de todo, no debe pensarse que los cristianos fueran sujetos pasivos de todo este proceso. De hecho, los cristianos fueron elementos clave de los movimientos nacionalistas árabes y de la oposición al dominio de las metrópolis europeas. Uno de los fundadores del partido nacionalista Baath –y uno de los principales teóricos del socialismo árabe y del panarabismo–, Michel Aflak, era un cristiano sirio. Por otro lado, en Egipto los coptos se opusieron tan férreamente a la ocupación británica como los egipcios musulmanes, llamando al levantamiento desde las iglesias. Posteriormente, los cristianos participaron también en el desarrollo de los partidos comunistas de toda la región. En este sentido es especialmente el caso palestino: allí, los cristianos árabe-israelíes Tawfik Toubi, Émile Touma y Émile Habibi llegaron a ser líderes del Partido Comunista de Israel, y fue un cristiano, George Habash, el que fundó el Frente Popular de la Liberación de Palestina.
Sumando a todas las comunidades de Oriente, los cristianos conformaban cerca de 15 millones de personas en 2017, lo que significa que la población cristiana de la región es menos de 4% del total. Algo preocupante, considerando que eran 20% hace un siglo y que, por primera vez en la historia, hay más cristianos originarios de la región fuera de ella que dentro, y su población se encuentra en declive. Alrededor de 180.000 cristianos habitan el Estado de Israel –80% de ellos de origen árabe o palestino–, lo que supone un 2% de la población del país. A ellos se suman el 1% de cristianos de Cisjordania y Gaza, que conforman un total de 50.000 personas. A orillas del Nilo viven unos diez millones de cristianos, en su mayoría coptos, lo que supone el 10% de la población egipcia. Se calcula que hasta 35% de la población libanesa, o 1,5 millones de personas, es cristiana.
En Irak, desde la invasión estadounidense en 2003, más de 80% de 1,5 millones de cristianos dejó el país.
Pero son los casos de Irak y Siria los que presentan unas dinámicas más preocupantes. Hasta 2,5 millones de cristianos vivían en Siria antes del estallido de la guerra civil, lo que suponía más de 10% de la población total del país. No obstante, se calcula que, a raíz del conflicto, hasta 800.000 de ellos pueden haber abandonado el país, lo que supone entre 30% y 40% del total. En Irak el drama de la guerra también se ha ensañado con la población cristiana. Desde la invasión estadounidense en 2003, cuando los cristianos iraquíes sumaban 1,5 millones de personas, más de 80% ha abandonado su tierra. Se calcula que eran unos 490.000 en 2011 y en 2017 se habían reducido ya a 250.000, algo más de 1% de la población. Sólo en la ofensiva de Estado Islámico en 2014, más de 100.000 cristianos fueron obligados a abandonar los hogares que habitaban desde hacía siglos.
En el resto de los países de la región hay unos 120.000 cristianos en Turquía; 250.000 en Jordania; hasta 350.000 en Irán; cerca de 40.000 en Libia; alrededor de 100.000 en Baréin, en su mayoría extranjeros; 800.000 en Kuwait; cerca de 200.000 en Omán; más de 200.000 en Catar; 1,8 millones en Arabia Saudita; algo más de un millón en Emiratos Árabes Unidos, y unos pocos miles en Yemen. Al contrario que en el resto de la región, en los países del Golfo Pérsico el cristianismo está incluso aumentando, un proceso motivado especialmente por la inmigración de trabajadores desde Filipinas y otros países del sudeste asiático.
Miedo y declive
Debe huirse de idealizaciones cuando se habla de convivencia religiosa en la región de Cercano Oriente. Al igual que en el Al Ándalus de las tres culturas hubo conflictos y ataques entre las tres sectas, los gobernantes en Cercano Oriente y el resto de las comunidades religiosas no han sido siempre benévolos o complacientes con los cristianos. Pueden encontrarse ejemplos de ello en el Egipto de los fatimíes, y también durante la época del imperio otomano. Pero, sin duda alguna, la entrada en el siglo XXI ha sido negativa para las comunidades cristianas de Cercano Oriente. Dos eventos han marcado un declive que no hace sino profundizarse cada día que pasa: la invasión estadounidense de Irak en 2003 y las revueltas árabes de 2011.
Con el derrocamiento de Saddam Hussein, el vacío de poder que ello generó y el caos en que derivó la invasión se crearon las condiciones perfectas para la proliferación del extremismo, y fue en las llamas de esta misma fragua que surgió Estado Islámico en 2014. Este grupo colocó a los cristianos en el punto de mira: marcó las casas de los cristianos de Mosul con una “N” en árabe, de nasranis, señalándolos para que eligieran entre la conversión o la muerte. A su vez, ello provocó que la letra “N” árabe se convirtiera en un símbolo de apoyo a los cristianos perseguidos de Cercano Oriente, y es frecuente verla con ese uso en redes sociales.
Paralelamente, en 2011, un tsunami de levantamientos populares arrolló los sistemas políticos de la región. El fracaso de la mayoría de las revueltas árabes propició el desarrollo de los radicalismos, y se exacerbaron los conflictos sectarios a lo largo y ancho de la región. Algo alimentado también por una creciente tensión entre sunitas y chiitas, a raíz de la pugna de poder entre Irán y Arabia Saudita. La guerra civil siria se sumó al caos de su vecino Irak, creándose así el ecosistema perfecto para la persecución de las minorías, entre ellas los cristianos y los yazidíes.
En Siria, se calcula que hasta 800.000 de 2,5 millones de cristianos dejaron el país a raíz del estallido de la guerra civil.
Un futuro incierto
El clima actual es de desesperación y acorralamiento para muchos cristianos árabes. El mito de que hay diferencias de natalidad entre comunidades, y el hecho de que los musulmanes consideran que esta es “su tierra” y contemplan a los cristianos como invitados, hacen creer a muchos cristianos que su comunidad va camino a desaparecer por completo, a pesar de que el miedo a las diferencias de natalidad ha sido desmentido por varios estudios: aunque la pertenencia a una secta religiosa puede tener influencia en la natalidad de determinada comunidad, son las diferencias sociodemográficas las que tienen un mayor efecto. El argumento se repite en las calles de El Cairo cuando se habla del acoso que sufrieron los cristianos tras la llegada al poder de Mohamed Morsi.
Lo que sí que es cierto es que las comunidades cristianas, las yazidíes y los miembros de otras sectas minoritarias de Cercano Oriente han sufrido persecución en los últimos años. Como consecuencia de ello, como un goteo incesante, no dejan de abandonar la región rumbo a Europa o Estados Unidos, principalmente, uniéndose a las caravanas de refugiados que, más que nunca en la historia conocida, recorren los caminos de los cinco continentes.
Las consecuencias demográficas de este miedo son bien visibles. Además de las huidas masivas de Siria e Irak, ya mencionadas, decenas de miles de cristianos egipcios han abandonado el país desde 2011. Los cristianos egipcios sufren una combinación de ataques terroristas directamente dirigidos a la comunidad, persecución, propaganda y discriminación a todos los niveles: entre otras, los cristianos están, de facto, vetados de participar en la selección nacional de fútbol egipcia. Todo ello ha generado un clima de creciente hostilidad hacia una comunidad que, acorralada, dirige su mirada hacia el exterior. Esta tendencia se repite también en Líbano.
El miedo y la desafección también han llevado a muchos cristianos a tomar posiciones a favor de los regímenes autoritarios de la zona, prefiriendo la seguridad de un régimen dictatorial frente a la posibilidad de que se instale un régimen islamista en su país. Así, los cristianos se han convertido en uno de los apoyos tácitos del presidente Abdelfatah al Sisi en Egipto y de Bashar al Asad en Siria. Estas decisiones, sin duda, han aumentado la brecha y la desconfianza entre estos y la comunidad musulmana.
Por otro lado, algunos de los cristianos de la región repiten también un patrón muy concreto: buscan advertir a Occidente sobre lo que ellos perciben como el peligro de la islamización, en la misma lógica que la profesada por los crecientes movimientos populistas de extrema derecha. Así, al igual que la líder ultraderechista francesa Marine Le Pen, muchos cristianos de Cercano Oriente consideran que los musulmanes son una amenaza para los valores de un Occidente idealizado –a pesar de que este haya mostrado su peor cara en términos humanitarios–. En la misma línea, también critican a la izquierda occidental por negarse a criticar elementos como el hiyab para evitar ser tachada de islamófoba, protegiéndolo bajo el paraguas de la multiculturalidad. Así, la crisis política e identitaria que vive el norte del Mediterráneo se entrelaza con la que experimentan sus vecinos del sur. Y no sólo eso: ultraderechistas europeos y cristianos de Cercano Oriente no sólo comparten la desafección con el mundo islámico, sino que pueden llegar a convertirse en verdaderos aliados transnacionales, tal y como intentó Marine Le Pen con su visita a Líbano en 2017, cuando se proclamó defensora de los cristianos libaneses frente al islam sunita.
A pesar de todo, las comunidades de Cercano Oriente todavía tienen capacidad de resiliencia, y existen aún voces dispuestas a apostar por la convivencia y que, frente a los fanatismos, consideran que musulmanes y cristianos son aliados indiscutibles contra el monstruo del extremismo religioso y la guerra. Así lo demostraron los propios libaneses ante las declaraciones de Le Pen, dando a entender que su viaje al país sólo perjudicaba una convivencia que pasa por un mal momento.
Al fin y al cabo, como afirma el veterano corresponsal español en Líbano Tomás Alcoverro, los cristianos siempre han sido la sal de Cercano Oriente. Son uno de los ingredientes básicos que han enriquecido la cultura de la región durante siglos, dando color a la diversidad, actuando de puente con Europa y el resto del mundo y fomentando que durante muchos años la zona fuera una de las regiones más tolerantes del globo con la diferencia de creencias y orígenes, un lugar de encuentro y no una prisión de la que huir. Sin los cristianos, Cercano Oriente se hará más vulnerable frente a las versiones más oscurantistas del islam y perderá parte de su esencia histórica.
Publicado en El Orden Mundial.