Alberto Fernández anunció su voluntad de acercarse a Clarín y dijo que, con él, “la guerra se terminó”. ¿Qué trato recibirá de parte del Grupo? En caso de llegar a la presidencia, ¿puede retornar la alianza estratégica que se sostuvo mientras era jefe de gabinete? En esta nota, Iván Schuliaquer repasa la historia de una confrontación que ocupó el centro de la política argentina y se pregunta quién impondrá los temas y la agenda en el mediano plazo: si los medios a la política o la política a los medios.
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Cuando terminó el “conflicto del campo”, Alberto Fernández vivía su última etapa como jefe de gabinete. Mientras Cristina Fernández y Néstor Kirchner coincidían en que el Grupo Clarín había sido un articulador clave del triunfo de las entidades rurales, Alberto Fernández repetía una tesis: el gobierno no podía pelearse con el Grupo. La razón: que el kirchnerismo era reformista, no revolucionario. Para entonces ya habían pasado el pago al Fondo Monetario Internacional, el rechazo al Área de Libre Comercio de las Américas y los cambios en la Corte Suprema. Pero pelearse con Clarín marcaba un punto de no retorno: implicaba abandonar el reformismo.
Fernández no tuvo éxito y a mediados de 2008 se fue del gobierno acusado de haberse convertido en un hombre de Clarín. Desde entonces, la confrontación entre el kirchnerismo y el Grupo estuvo en el centro de la política argentina y reconfiguró apoyos y alianzas.
Una década después, la candidatura de Alberto Fernández abre el interrogante de si puede regresar la alianza estratégica que se sostuvo mientras era jefe de gabinete. En esa época el gobierno fue bien tratado en las escenas de Clarín y el Grupo obtuvo beneficios de parte del Estado. Ese tipo de vínculo responde a la lógica que primó en la historia de los medios en América Latina, y Clarín creció al calor de esa dinámica. Los gobiernos pasaron y Clarín se quedó, cada vez más fortalecido.
Fernández ya anunció su voluntad de congraciarse. Dijo que con él la guerra se terminó y que es hora de que Clarín se entere. También advirtió que en su agenda no está ni un reimpulso de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual ni una revisión de la fusión Cablevisión-Telecom.
Por ahora no queda claro el trato que recibirá en las escenas del Grupo. Desde que Fernández fue ungido como precandidato, el editor general de Clarín lo señaló como garante de la impunidad y se publicó una nota sobre unas expensas adeudadas en el lote de un country. Sin embargo, los gestos no van en una sola dirección: también Canal 13 lo entrevistó con su perro Dylan y fue bien tratado en un programa político de TN, conducido por un viejo conocido suyo, Eduardo van der Kooy. Lo que sí queda claro es que los vínculos entre el kirchnerismo y Clarín no son los mismos que cuando era jefe de gabinete.
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Era 2002. Néstor Kirchner y Alberto Fernández pensaban la estrategia para las elecciones presidenciales del año siguiente. Kirchner era gobernador de Santa Cruz desde hacía más de una década, pero resultaba desconocido para la mayoría de la ciudadanía argentina. Ante ese panorama, creía fundamental acercarse a los medios y, sobre todo, acercarse a Clarín haciendo propia una premisa que circulaba entre los políticos: el que no salía ahí, no existía.
Néstor Kirchner llegó a la presidencia con 22% de los votos en tiempos de crisis económica, de erosión de la centralidad de los partidos políticos y sin controlar la facción peronista que lo había apoyado. En ese contexto, Alberto Fernández planteó, como dice en su libro Políticamente incorrecto, que el suyo sería un “gobierno de la opinión pública” en el que la prensa ocuparía un lugar de “punto de apoyo sólido y serio”. En aquel momento, Clarín se reponía de una crisis que lo había dejado al borde de ser absorbido por sus acreedores internacionales. La ley de preservación de bienes y patrimonios culturales, conocida como “Ley Clarín”, debía ser –y fue– refrendada por el gobierno recién arribado. Si el Grupo precisaba garantizar su subsistencia, el gobierno precisaba asegurar su gobernabilidad. A eso se agregó que, como señala Martín Sivak en sus libros sobre Clarín, Néstor Kirchner creía que sus votantes leían ese diario.
Prueba de la centralidad que tuvo el vínculo con el Grupo es que lo manejaron directamente Alberto Fernández y Kirchner. Y lo pensaron en tres niveles. Uno, el de los periodistas que cubrían los temas políticos del día a día: los que publicaban información, el qué. Dos, el de los jefes periodísticos y editorialistas, llamados por Fernández “los formadores de opinión”, con los que discutían el por qué. Tres, el de los propietarios, con los que dialogaban y negociaban como actores políticos y económicos. Eso era posible porque los distintos niveles tenían cierta autonomía entre sí: Clarín era más que “el medio de Magnetto”.
Al mismo tiempo, el gobierno contactó a un grupo de editorialistas y periodistas políticos, de Clarín y de otros medios, con los que tuvo un diálogo sostenido off the record. El jefe de gabinete era el anfitrión, aunque, a través de la puerta contigua entre los despachos, Kirchner solía aparecer y sumarse a la charla. Esos contactos en off no representaban una novedad. Lo que cambiaba en el caso de Kirchner era que, a pesar del diálogo frecuente que mantenía con esos periodistas, se mostraba como un líder que no atendía a la prensa, que no aceptaba sus preguntas y que solía cuestionarlos públicamente. Fernández y el presidente querían disputar simbólicamente quién imponía los temas y la agenda: si los medios a la política o la política a los medios.
La centralidad de los medios en la acción gubernamental se observaba también en los diálogos frecuentes con propietarios de otros medios y en los beneficios regulatorios para los actores establecidos. Entre ellos se contó la renovación automática de las licencias televisivas. Por su parte, Clarín sumó la fusión Cablevisión-Multicanal. Para eso contó con una interpretación laxa de la normativa. La empresa de cable –con la mitad de los abonados del país– y de conexión a internet –con un tercio del mercado– pasó a representar, para el fin de los gobiernos kirchneristas, más de 80% de los ingresos del Grupo.
Néstor Kirchner estuvo cómodo en ese juego de persuasión mutua entre políticos, empresarios de medios y periodistas por definir la representación de la realidad. Desde ahí, el gobierno incidió sobre los temas y los marcos en los que se debatía la política.
La reunificación personal y política de Alberto y Cristina se produce luego de diez años de disputa pública con Clarín. En ese período, el ahora candidato estuvo a cargo del armado político y de distintas campañas electorales, del peronismo no kirchnerista, como la de Sergio Massa en 2015 y la de Florencio Randazzo en 2017. Esos candidatos fueron bien tratados por el gran grupo mediático. Para ello colaboró el vínculo que Fernández había sostenido con editorialistas, jefes periodísticos y funcionarios de la empresa, aunque lo central había pasado por la coincidencia estratégica con el Grupo en tanto el kirchnerismo era un adversario común.
De 2003 a esta parte, Clarín pasó de la crisis económica a convertirse en la empresa que más dinero gana en la Argentina. Aunque su poder sobre las audiencias aparece más cuestionado, es la empresa más influyente del país. No vende acero ni limones y su lobby puede ser tras bambalinas o desde sus propias escenas. En ese sentido, una premisa compartida entre la mayoría de los espacios políticos hoy es que “contra Clarín no se puede”. Es decir, en la era de los medios digitales, aún sigue siendo racional para los políticos congraciarse con el gran grupo mediático.
Aunque la fragmentación de los públicos en internet erosiona la pretensión “atrapa-todo” que tuvo antes, Clarín retiene un poder diferencial. Como muestra un estudio de Reporteros sin Fronteras y Tiempo Argentino, Clarín reúne 25% de las audiencias de todos los medios tradicionales de la totalidad del país y posee cuatro de los seis sitios de noticias más visitados. Al mismo tiempo, la circulación de información entre sus propios medios le da una capacidad sin equivalentes para generar narrativas. A eso se agrega, como señalan Natalia Aruguete y Ernesto Calvo, que los grandes medios funcionan en las redes sociales como autoridades de sentido.
En función de ese poder también actuó la fuerza que conduce Mauricio Macri, tanto cuando gobernaba la Ciudad de Buenos Aires como desde que llegó a la presidencia. Más allá de la centralidad de las redes sociales en la estrategia comunicacional de Cambiemos, Clarín es un pilar para su gobernabilidad. Sus acciones políticas son elocuentes. Primero, a los 20 días de haber asumido desarticuló por decreto las cláusulas anticoncentración de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Se trataba de una ley refrendada por los tres poderes del Estado, que había colocado en el centro del debate público los intereses de las empresas mediáticas. Luego, aprobó la fusión Telecom-Cablevisión, algo que el Grupo no consiguió durante el kirchnerismo y que había estado en el origen de la disputa pública que sostuvieron. La fusión le permitió al conglomerado sumar la mitad de la telefonía fija del país, un tercio de la telefonía móvil y aumentar su cuota de mercado en provisión de internet. Por lo tanto, Argentina tiene, a escala relativa, al actor comunicacional más concentrado de la región, que le lleva varios cuerpos de ventaja a Televisa en México y a Globo en Brasil.
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Los consensos característicos del primer kirchnerismo se dieron en el marco de acuerdos posteriores a la crisis de 2001. Como señala Gabriel Vommaro, ahí las élites mediáticas buscaron recomponer un juego representativo, sin el cual ellas también perdían poder. En la última década esos consensos explotaron. La disputa entre el Grupo Clarín y los gobiernos de Cristina Fernández tuvo entre sus consecuencias la creación de una escena mediática dividida en dos polos, producida en los medios informativos desde arriba hacia abajo. Algo que se retroalimentó con la masificación de las redes sociales que, como dice Ernesto Calvo, se caracterizan por la fragmentación en “barrios” separados donde todos somos mayoría.
El polo antikirchnerista se articuló en torno de los medios del Grupo Clarín, donde desde 2012 ocupó un lugar central el programa Periodismo para todos, de Jorge Lanata, que presentó al kirchnerismo como farsa y como actor ilegítimo y corrupto. El polo cercano al gobierno giró sobre la figura presidencial, los mecanismos de comunicación controlados –con la cadena nacional como ejemplo–, la oficialización de parte de los contenidos de los medios estatales y la creación de medios privados cercanos vía pauta publicitaria, donde Clarín aparecía como el principal adversario político.
Ese empate entre actores que no lograron disciplinarse entre sí se definió para uno de sus lados con la llegada de Mauricio Macri a la presidencia. Cambiemos encontró un contexto propicio para desarticular el polo kirchnerista y por esa vía beneficiar al polo del que formaba parte. Los medios públicos cambiaron su línea editorial y perdieron las audiencias masivas que habían construido. Eso fue acompañado de un recambio de los elencos periodísticos y del desfinanciamiento. A la vez, parte de los medios privados que eran financiados vía pauta se terminaron con el gobierno. El caso paradigmático es el del empresario Sergio Szpolski, el más beneficiado por la pauta oficial a lo largo del período, que abandonó sus empresas de inmediato, sin siquiera pagar indemnizaciones. Sólo algunos medios del polo más cercano al kirchnerismo continuaron. Las dificultades incluyeron, como en el caso de Horacio Verbitsky y Página/12, la salida de algunas de sus figuras periodísticas para frenar el avance del gobierno sobre esos medios o el embargo de las cuentas para pagar los sueldos de C5N, el canal de noticias de mayor audiencia.
Otro de los cambios centrales que se produjeron en la última década tiene que ver con las prácticas periodísticas en la Argentina. Como señala Martín Sivak, en medio de la pelea con el kirchnerismo, en Clarín “se abandonaron todos los matices”, aumentó la intervención directa de los propietarios en los contenidos y se hizo un “periodismo de guerra”. Lejos quedaba el medio que en los 90, inspirado por la irrupción de Página/12, había apostado por el “periodismo de calidad” y había construido una marca en la que la credibilidad aparecía como un valor central. Prueba del cambio es que en los últimos años, ante noticias que se probó que no eran ciertas, sus medios no se retractaron. Como señala un editor del diario: “Hay una máxima que es que digamos lo que digamos nos van desmentir. Y eso es cierto. El problema es que, en ese juego, vale todo”.
En ese marco, en la Argentina reapareció con fuerza el periodismo de denuncia, que había sido central hasta 2001. Como dice el sociólogo Sebastián Pereyra, surge del periodismo de investigación, pero lo central pasa por la producción de escándalos. Es un periodismo que no sigue la actualidad, sino que la produce y, por lo tanto, modifica el escenario político. El problema es que en muchas de las denuncias primó lo que el sociólogo Silvio Waisbord llama denuncismo: “denuncias fáciles que carecen de evidencia suficiente y que son el producto de información pasada por una o dos fuentes”.
A la vez, eso se planteó en un contexto que, a tono con la escena mediática dividida, se focalizó en el kirchnerismo. En tanto la ideología del periodismo como cuarto poder se propone controlar a los poderes públicos, resultaba lógico cuando estaba en el gobierno. Sin embargo, desde que Cristina Fernández dejó la presidencia, ese periodismo de denuncia se sigue enfocando en el kirchnerismo. Con lo cual, es un cuarto poder selectivo, destinado a una fuerza política.
Como señala el sociólogo Cyril Lemieux, el periodismo no es una profesión liberal. Por el contrario, está a mitad de camino entre un trabajo industrial y un trabajo artesanal. En ese sentido, para aumentar su autonomía es clave resguardar la distinción con la parte empresarial o industrial. La característica distintiva de la Argentina no es que los propietarios de medios sean magnates que tienen otros intereses. Basta ver la compra de The Washington Post por parte de Jeff Bezos, el dueño de Amazon. Lo distintivo es que los propietarios se inmiscuyeron en las prácticas de los periodistas y que eso no tuvo grandes consecuencias.
Mientras esto sucedía, algunos actores se apropiaron del significante “periodismo”, del que se presentan como sus representantes y sus guardianes. Vale para los empresarios de medios, vale para varias de las estrellas periodísticas más conocidas. Vale también para el Foro de Periodismo Argentino, que hace poco distinguió las repetidas informaciones falsas de la cobertura del diario Clarín sobre el caso Santiago Maldonado con el premio al mejor trabajo de periodismo de profundidad. Gran parte de los periodistas se opone a esa manera de concebir el periodismo, pero no cuentan con una voz colectiva para resguardar las prácticas profesionales, como sí tienen en el Sindicato de Prensa de Buenos Aires, una voz sindical para disputar las condiciones laborales. La situación no es fácil ante la precarización, los despidos y la constatación de que quienes hablan en nombre del “periodismo” muchas veces son sus jefes o los propietarios de sus medios.
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El politólogo Rasmus Kleis Nielsen señala que la masificación de internet dio herramientas para que más actores puedan expresarse, a la vez que desembocó en un escenario en el que “la producción de noticias es menos atractiva comercialmente, pero no disminuye su significado político y social”. Los propietarios tienen más incentivos para instrumentalizar sus medios, ya que hoy importan más como fuente de poder que como fuente comercial directa. Es decir, más que como un negocio en sí mismo, funcionan como una forma de capturar recursos estatales.
Esas nuevas condiciones son internacionales, pero se procesan a escala nacional. Tanto la historia de los medios en la Argentina como las prácticas recientes de los propietarios de los grandes medios hacen prever que tendrán más incentivos para subsumir sus coberturas políticas a sus intereses como actores y que la autonomía periodística será cada vez menor. Con todas esas reconfiguraciones se encontraría Alberto Fernández en caso de llegar a la presidencia. Y ya anticipó que entiende a la comunicación como un negocio. De lo cual se desprende que esa relación incluirá como parte central el vínculo con los empresarios.
Quizás la gran diferencia es que esa negociación que siempre se dio tras bambalinas hoy es más conocida. Así, que los propietarios del Grupo América vayan a escuchar a referentes del kirchnerismo es leído como un signo de que podrían tratarlos mejor en caso de que volvieran al gobierno. A la vez, los movimientos de los distintos candidatos apuntan a que Clarín es clave para gobernar. En ese escenario, a ninguno le conviene contradecir sus intereses empresariales. Que esas estrategias aparezcan como racionales y lógicas dentro de la realpolitik no implica que no sean un problema para la democracia.
Este artículo fue publicado en la revista Anfibia.