El espectacular crecimiento de las ciudades en los países en vías de desarrollo ha ido de la mano de una concentración de habitantes hacinados en barrios marginales. Prácticamente la mitad del crecimiento urbano en los países en desarrollo deriva de la expansión de los cinturones de miseria. Según datos de ONU-Hábitat, más de 827 millones de personas de países en vías de desarrollo habitan en barrios urbanos informales, 110 millones de ellas en América Latina y el Caribe.

Además de ser la región más desigual del planeta, con alrededor de 80% de su población residiendo en ciudades, América Latina y el Caribe es también la más urbanizada. Unidas, ambas circunstancias ayudan a comprender por qué casi un cuarto de su población habita en barrios marginales. Aunque en números absolutos Brasil y México son los países con mayor número de población en cinturones de miseria, proporcionalmente los países cuya población padece en mayor medida este problema son Haití, Bolivia, Nicaragua, Belice y Jamaica.

En esta región, 23 de cada 100 individuos viven en ranchos, favelas, tugurios, villas miseria, callampadas, barracones, ciudades perdidas, campamentos, pueblos jóvenes, cantegriles, palomares, barrios y un largo etcétera que engloba la variedad de términos que hacen referencia a las versiones nacionales de los barrios marginales. Los contextos y las condiciones de habitabilidad son incluso más variopintos que los nombres, pero entre los factores comunes están la informalidad, el hacinamiento, la marginalidad, la pobreza, la violencia, la exclusión social, la falta de servicios básicos, la estigmatización y la invisibilidad política.

Sin embargo, no se debe caer en el error de simplificar el fenómeno, que es resultado de intrincadas realidades sociopolíticas. Entre otras cosas, estos barrios son objeto de promesas electorales, lugares cada vez más atractivos para la industria turística, núcleos de redes clandestinas y, sin duda alguna, un pilar identitario de sus moradores, cuya agencia y voz son a menudos silenciadas o ignoradas tanto en las políticas públicas como en los debates académicos.

Crecimiento urbano y pobreza

A pesar de que las nuevas políticas urbanísticas han empezado a incluir a los barrios marginales, la relación entre los residentes de las villas miseria y el Estado continúa siendo conflictiva. La lucha por la tierra de los campesinos se replica en la ciudad, donde los ciudadanos más pobres pelean por cada metro cuadrado de suelo urbanizado, por la regularización de la tenencia de la tierra y por el acceso a servicios básicos. Sus habitantes conviven frecuentemente con perennes amenazas de desalojo y demolición, ya sea por el funcionamiento del mercado inmobiliario, por políticas urbanísticas o por riesgos naturales. En ocasiones, los cordones sanitarios implementados para separar a la población de las chabolas y favelas se han traducido en barreras físicas, como es el caso del muro que separa una de las urbanizaciones más ricas de Lima de los pueblos jóvenes cercanos. Sin embargo, mientras que algunas de estas villas parecen estancadas en la precariedad y la violencia, otras, como la Villa 31 de Buenos Aires o la Comuna 13 de Medellín, presentan perspectivas de desarrollo.

En Argentina las villas han experimentado un crecimiento vertiginoso, pasando de 52.000 habitantes en 1991 a 250.000 en 2017. Mientras que en un comienzo constituían zonas de tránsito hasta que la movilidad social permitía mudarse a barrios populares, hoy se han convertido en zonas de residencia fija. La llegada constante de inquilinos y la saturación del terreno urbanizable disponible han provocado que los precios de la vivienda se disparen: en 2018 alquilar una sola habitación costaba una media de 4.000 pesos argentinos, un tercio del salario mínimo. Ante la falta de terreno para relocalizar a la población de las villas de emergencia, las autoridades han pasado de planes de reubicación o erradicación a planes de urbanización que buscan mejorar las condiciones habitacionales y otorgar la titularidad de la vivienda.

Un ejemplo paradigmático es la Villa 31, emblemática barriada en pleno centro de Buenos Aires, que ocupa más de 30 hectáreas y se encuentra a escasa distancia de Recoleta, uno de los barrios más ricos de la ciudad. Nació en 1930 de la mano de emigrantes europeos y ahora cuenta con más de 40.000 pobladores, cifra que crece conforme llegan inmigrantes de Bolivia, Paraguay y Perú, principalmente, que conviven con argentinos desplazados del interior del país. La una vez conocida como Villa Esperanza renació en la década de 1980, después de que la dictadura de Jorge Rafael Videla persiguiera a los movimientos populares y erradicara las villas de emergencia donde estos se concentraban. Sus habitantes se ven ahora obligados a mentir y dar una residencia falsa a la hora de buscar empleo, debido a la estigmatización social. En el imaginario colectivo los pobladores de esta villa son rápidamente vinculados a la pobreza, el narcotráfico y la violencia.

Las políticas de urbanización impulsadas por el gobierno bonaerense buscan transformar la comuna mediante la construcción de un verdadero asfalto que evite que las calles se conviertan en un lodazal tras las lluvias, la rehabilitación de viviendas o la instalación de tendido eléctrico y alcantarillado, entre otras medidas. El proyecto también busca reconocer legalmente la titularidad de la tierra y mejorar el acceso al agua y la electricidad, aunque esto también incluye cobrar por ello. La titularidad también conllevará un pago por la tierra, para lo que se facilitará el acceso al crédito blando; normalmente, el crédito está fuera del alcance de la población pobre latinoamericana, otro de los motivos por los que se ve forzada a la informalidad. Se teme que el futuro encarecimiento de la vivienda pueda generar especulación inmobiliaria en esta codiciosa zona, tan bien ubicada en el centro de la ciudad, y desplace a los residentes actuales con problemas para pagar los gastos e impuestos.

En Medellín, Colombia, las comunas que pueblan las colinas de la periferia deben su origen a los desplazados provenientes del campo por la violencia y los procesos de industrialización. El patrón intrincado y laberíntico de barrios como la famosa Comuna 13 los convirtieron en el centro de operaciones de bandas criminales y de narcotraficantes, que encontraron un buen caldo de cultivo en una población asolada por la pobreza y la falta de oportunidades. También fue el primer núcleo urbano en acoger a milicias guerrilleras como el Ejército de Liberación Nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, y en transformarse en campo de enfrentamientos entre el gobierno, los paramilitares, las guerrillas y los narcotraficantes.

En Chile, las poblaciones callampas –que reciben su nombre de una seta por su súbita aparición y extensión– y los campamentos surgieron en los años 30 del siglo pasado. En un comienzo, ocupaban zonas marginales ubicadas en los núcleos urbanos –basureros, líneas férreas, riberas de los ríos, etcétera–, pero, fruto de la extensión de las ciudades y de las políticas de erradicación y limpieza social de la dictadura de Augusto Pinochet, acabaron desplazadas a la periferia urbana. La precariedad de las callampas, nacidas como sitio de tránsito, motivó la organización vecinal y la creación de los campamentos, surgidos de las tomas de terrenos baldíos propiedad del Estado donde este no había cumplido su promesa de construir viviendas sociales. Este fenómeno fue iniciado en 1957 con la toma de La Victoria, cuyas condiciones eran “ser pobre, tener chiquillos, tres palos y una bandera”, y en la que participaron unas 1.200 familias. Posteriormente, las tomas se volvieron frecuentes en los años 60 y 70, y, aunque estos campamentos de primera generación acabaron desarrollando buenos accesos a servicios públicos y mejores condiciones habitacionales, los campamentos surgidos desde la década de 1990 son mucho más precarios y su número sigue aumentando. Actualmente en Chile existen más de 800 campamentos donde habitan más de 46.000 familias desplazadas a la marginalidad por el alto costo del arrendamiento. Miles de ellas habitan zonas de alto riesgo.

En Uruguay, los asentamientos informales localizados en la periferia sumaban en 2011 cerca de una décima parte de la población de Montevideo. Mientras que los llamados cantegriles –la modalidad informal más tradicional– son resultado de la ocupación espontánea y están conformados mayoritariamente por población que llega del interior del país, en los asentamientos los pobladores provienen en gran parte de la propia capital. Los “nuevos pobres”, surgidos a partir de la década de 1980, son víctimas de la movilidad social descendente, a pesar de que tienen trabajos remunerados y han llevado a cabo una ocupación más organizada, que ha permitido la construcción de casas de mayor calidad en barrios con un trazado ordenado y hasta con espacios comunitarios. Con el tiempo, se ha producido un proceso de heterogeneización entre cantegriles y asentamientos, con los nuevos pobres y los pobres crónicos viviendo en condiciones muy similares.

Turismo y pacificación en las favelas de Brasil

A pesar de que todos los países latinoamericanos tienen su propia versión de barriadas urbanas, las más conocidas son las favelas de Brasil, en particular las de Río de Janeiro. Estas sirven como hogar de cerca de la cuarta parte de la población carioca y han sido objeto de diversos fenómenos sociales y políticas urbanísticas a lo largo de su existencia.

Un caso notable es el reciente fenómeno del “turismo de favela”, surgido en la década de 1990, pero que se ha hecho especialmente popular en los últimos años. Al día de hoy, favelas como la de Rocinha, la más grande de Río, se han convertido en objeto de interés de numerosas compañías turísticas, a cuyas visitas organizadas les hacen la competencia los walking tours (recorridos a pie) desarrollados por las propias comunidades de las favelas. Dirigidos por guías locales y promoviendo el contacto con los favelados, estos tours consiguen romper tanto con el estigma mediático que retrata las favelas como centros de narcotráfico y violencia extrema, como con ideas exóticas y desmesuradamente romantizadas. Además, aportan beneficios económicos a proyectos sociales y a los pobladores de las favelas. Estas bondades han despertado el interés del propio Estado, lo que motivó, por ejemplo, al gobierno de la ex presidenta Dilma Rousseff (2011-2016) a financiar con dinero público proyectos de esta naturaleza.

El proceso de turistificación ha ido de la mano de otro fenómeno: el de la gentrificación, también llamada expulsão branca (“expulsión blanca” en portugués). El incremento del turismo, la pacificación y el creciente atractivo de las favelas, romantizadas gracias al cine y a la música, a sus maravillosas vistas y a su conceptualización como zonas de “aventura” y “experiencias alternativas”, han alimentado el interés especulativo y la llegada de nuevos inquilinos de mayores ingresos que los habitantes tradicionales, lo que ha provocado un aumento de los precios de la vivienda de hasta 200%. El fenómeno conocido como favela chic ha hecho que estos barrios pasen de ser concebidos como zonas de criminalidad y pobreza a ser considerados barrios de moda, en los que proliferan negocios como galerías de arte, hoteles y restaurantes, dirigidos a un público más acaudalado. La gentrificación y pacificación de las favelas están alterando las dinámicas sociales y económicas locales y, aunque tienen el potencial de mejorar los ingresos de los residentes, corren el riesgo de desplazarlos y dar lugar a unas favelas sin sus favelados.

El papel del Estado en las favelas se ha dirigido principalmente a la elaboración de políticas de pacificación. Aunque surgió en 2008, el programa de pacificación vivió su punto álgido con ocasión de macroeventos como los Juegos Olímpicos de Río de 2016 o el Mundial de Fútbol de 2014. Las Unidades Policiales de Pacificación (UPP) fueron creadas en 2008, con el objetivo de recuperar el territorio ocupado por bandas criminales presentes en las favelas mediante el despliegue de unidades policiales permanentes. Desde entonces, más de 9.000 policías han sido desplegados en las barriadas chabolistas de Río, lo que provocó un increíble descenso en el número de asesinatos y violencia callejera en los primeros años.

Sin embargo, las UPP han sido objeto de crítica y controversia por diversos motivos, ya que, en su lucha por desplazar a las bandas de criminales, el programa ha supuesto también la intensificación de la violencia policial en las favelas. Por ejemplo, la pacificación de Complexo do Alemão, en 2010, se saldó con la vida de 400 residentes, como resultado del enfrentamiento entre la Policía y la banda narcotraficante Comando Vermelho. Otras críticas han puesto el punto de mira en la vuelta a niveles de violencia previos al despliegue de las UPP –con casi 3.900 asesinatos en las favelas cariocas en 2013–, los asesinatos y violaciones de derechos a manos de policías, la inseguridad generada por los enfrentamientos entre estos y las bandas criminales o el hecho de que muchas bandas no desaparecieron, sino que meramente se desplazaron a otras zonas. Al despliegue de las UPP le han acompañado redadas puntuales y ocupaciones militares masivas para “pacificar” y “limpiar” las favelas, como las de noviembre de 2011 y las de marzo de 2014. Ante este panorama, la sociedad civil denuncia que el foco gubernamental puesto sobre la securitización de las favelas ha dejado en un segundo plano los prometidos programas sociales.

De la migración rural a la exclusión estructural

Los patrones de migración se han transformado conforme evolucionaba el panorama económico y social. Los flujos migratorios originales –del campo a la ciudad–, impulsados por las políticas de industrialización por sustitución de importación, generalizadas en América Latina a mitad del siglo XX, se han visto superados por la migración entre distintas ciudades y el desplazamiento dentro de la misma ciudad, del centro a la periferia o entre centros urbanos secundarios. Aun con eso, la inmigración rural sigue siendo significativa, especialmente debido a las nuevas tendencias en la economía internacional que tienen su repercusión en los campos del sur global. En la última década, el boom del cultivo de soja, maíz, trigo y caña de azúcar, entre otros –tanto para consumo como para producción de biocombustibles–, la expansión de la ganadería para satisfacer la creciente demanda de carne o la especulación con la tierra son algunos de los desencadenantes del rampante acaparamiento de la tierra por parte de grandes corporaciones, que continúa expulsando del campo a grandes masas de pequeños campesinos a lo largo y ancho de América Latina, campesinos que se ven forzados a emigrar a los cinturones marginales de las grandes ciudades.

La inmigración rural originada a mediados del siglo XX supuso la primera oleada de inmigración a los cinturones de miseria, por aquel entonces concebidos como una fase transitoria en el proceso de movilidad social. La segunda oleada está teniendo lugar en el marco de la economía neoliberal y del declive del Estado de bienestar, donde los “nuevos” pobres de las ciudades se han visto desplazados a núcleos de miseria debido al encarecimiento de la vivienda y las crisis económicas que han provocado altas tasas de desempleo y precarización del trabajo. En casos como los de Chile y Uruguay, tales desplazamientos se producen por medio de ocupaciones organizadas que dan lugar a campamentos en terrenos baldíos, adoptando una forma cercana a la de barrios al uso, con un marcado carácter de organización vecinal e interacción con el Estado para demandar mejoras, dada su naturaleza perenne. Es remarcable cómo el chabolismo ha pasado de ser un fenómeno transitorio a permanente, una informalidad y exclusión social estructural que afecta a un segmento importante de la población latinoamericana.

La postura adoptada por los gobiernos latinoamericanos ha mutado con el paso del tiempo. De adoptar políticas de erradicación y limpieza han pasado a enfocarse en la regularización de la tenencia de la tierra, la provisión de servicios públicos o la mejora de la calidad de las viviendas. En algunos casos, como el de las favelas de Río de Janeiro, se prioriza la securitización en detrimento del desarrollo social. Sin embargo, la verdadera inclusión pasa por mejorar la pobre calidad educativa reinante en los cinturones de miseria y mejorar el acceso de su población al trabajo formal, a los servicios de salud y a otras zonas de la ciudad. También es prioritario incluir a las propias voces de los barrios en las plataformas políticas y en el diseño de proyectos.

Este artículo fue publicado por El Orden Mundial.