La segregación racial entre afroestadounidenses y caucásicos es una realidad en Estados Unidos. Para comprender todos los aspectos que esto abarca hay que remontarse a la guerra civil de ese país, que sentó las bases de una segregación legal hasta los años 60 del siglo pasado. Sólo así se podrá entender las desigualdades actuales a las que se enfrentan los ciudadanos negros por el mero color de su piel.
Probablemente el nombre de Trayvon Martin no le resulte familiar. Sin embargo, este afroestadounidense de 17 años se convirtió, tristemente, en un símbolo nacional en Estados Unidos. La noche del 26 de febrero de 2012, mientras Martin estaba visitando a unos familiares en una comunidad de vecinos de Florida, fue abatido a tiros por George Zimmerman, un vigilante del vecindario, quien alegó que el joven tenía un aspecto sospechoso. Su absolución bajo la premisa de “defensa propia” incendió un debate nacional sobre la desigualdad racial y desencadenó el movimiento Black Lives Matter. ¿Habría sido el mismo el veredicto si el asesinado hubiera sido caucásico o el asesino afroestadounidense? Una pregunta incómoda para un país que, tras la ilegalización de la esclavitud como consecuencia del fin de la guerra civil, no ha conseguido acabar con la desigualdad derivada del color de la piel. Para entender los orígenes de esta brecha, es necesario retroceder un siglo y medio atrás, hasta 1865, cuando se aprobó la Decimotercera Enmienda a la Constitución estadounidense.
La discriminación es estructural en el sueño americano
Abraham Lincoln, político del Partido Republicano, fue elegido presidente de Estados Unidos en 1860. Pese a obtener grandes apoyos en los estados del norte, su candidatura fracasó en los estados sureños, en parte por sus premisas abolicionistas de la esclavitud. Tras imponerse al resto de los candidatos y antes de que tomara posesión de su cargo, el 4 de marzo de 1861, siete estados sureños se independizaron de la Unión y proclamaron los Estados Confederados de América. Posteriormente, otros cuatro estados se unieron a la confederación sureña, que se disolvió al finalizar la guerra civil, en 1865.
Tras la batalla fratricida, se aprobó la Decimotercera Enmienda a la Constitución, que abolió la esclavitud en el país y puso fin a una tradición instaurada desde los tiempos de los padres fundadores –Benjamin Franklin y George Washington, por ejemplo, poseían esclavos–. Sin embargo, la abolición de la esclavitud no terminó con la discriminación estructural que sufrían los afroestadounidenses, ya que durante el período de la Reconstrucción, después de la guerra, se comenzaron a adoptar las llamadas leyes Jim Crow. Estas medidas defendían una segregación de iure entre los ciudadanos blancos y las diferentes minorías étnicas bajo el sistema conocido como “separados pero iguales”. Pese a promover la discriminación en función del color de la piel, la Corte Suprema de Estados Unidos defendió la legalidad de esta práctica en el caso Plessy contra Ferguson, de 1896, siempre que las alternativas ofrecidas a dichas minorías étnicas fueran iguales a las de la mayoría blanca.
Al mismo tiempo que las leyes Jim Crow eran promulgadas, surgió la primera oleada de una fraternidad defensora del supremacismo blanco que sería conocida como Ku Klux Klan. El primer grupo conocido con dicho nombre fue formado en el estado de Tennessee en 1866 por un grupo de antiguos combatientes de la Confederación. Pese a que los actos más famosos de esta organización ocurrieron tras su renacimiento, que fue en 1914, el primer Ku Klux Klan protagonizó numerosos atentados violentos, como el linchamiento de ocho prisioneros negros en 1871.
Pese a la discriminación y la violencia, dos acontecimientos históricos marcaron un punto de no retorno para los ciudadanos afroestadounidenses: las guerras mundiales. Los militares afroestadounidenses participaron activamente en ambas contiendas, a pesar de que lo hicieran en unidades segregadas o destinadas al trabajo manual. Las divisiones 92 y 93, por ejemplo, fueron dos unidades segregadas durante ambas guerras mundiales, y el Regimiento de Infantería 369 –conocido como “luchadores del infierno de Harlem”– recibió la Croix de Guerre francesa por su participación en el campo de batalla.
La presencia afroestadounidense en ambas contiendas abriría un nuevo camino en la lucha por los derechos civiles. Tras las guerras, en 1948 el presidente Harry Truman promulgó la Orden Ejecutiva 9.981, que eliminó la discriminación racial en las Fuerzas Armadas. Varios años después, en 1954, la Corte Suprema estadounidense dispuso una nueva sentencia que supondría el principio del fin de la discriminación racial: Brown contra la Junta Nacional de Educación. La resolución terminó con la segregación en los colegios, tachándola de inconstitucional, incluso aunque los colegios segregados ofrecieran las mismas oportunidades. Esta decisión supuso el resquebrajamiento de la doctrina “separados pero iguales” y abrió la puerta a las protestas contra la segregación.
La historia estadounidense siempre se ha caracterizado por encumbrar a personas comunes a la categoría de íconos nacionales y por entender un movimiento civil a través de una única figura individual. Este es el caso de Sylvia Rivera, activista trans que participó en la marcha de Stonewall, con la que comenzó la lucha moderna por los derechos LGTBI, y de Emma González, defensora del control de armas que estuvo presente en el tiroteo de la escuela de Parkland en 2018. El movimiento por los derechos afroestadounidenses también tiene a su heroína particular: Rosa Parks. Parks se convirtió en una referente en el año 1955, al negarse a ceder su sitio a un ciudadano blanco en la parte reservada para negros de un autobús. “No creo que deba levantarme”, proclamó la mujer, que fue arrestada por su resistencia. Pese a no ser la primera en mostrar su oposición a la segregación en los autobuses, el acto de rebeldía de Parks fue utilizado para emprender un boicot por parte de los afroestadounidenses a los autobuses de Montgomery, Alabama, el lugar donde ocurrió el incidente. Un año después de los disturbios raciales, la segregación en los autobuses fue prohibida por las autoridades.
Junto con Rosa Parks, otra figura fue imprescindible en la lucha por la igualdad racial: Martin Luther King. El georgiano, cuyo famoso discurso “Tengo un sueño” se convirtió en su seña de identidad, fue imprescindible para la adopción de la Ley de Derechos Civiles de 1964, que puso fin a las leyes Jim Crow y terminó con la segregación legal de una vez por todas.
Los obstáculos a la igualdad: ilegal pero real
El fin de la discriminación por motivos étnicos pareció iniciar una nueva etapa en la historia de Estados Unidos, un proceso por la emancipación de las minorías que tendría un hito en el año 2009, con la elección de Barack Obama como primer presidente afroestadounidense de la historia. Pese a los avances legales alcanzados, el país dista mucho de haber eliminado por completo la brecha racial y la desigualdad que sufren las minorías respecto de la mayoría blanca es todavía profunda.
El terreno penal es el ejemplo más claro de esta segregación encubierta. Según la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color, los afroestadounidenses son encarcelados hasta cinco veces más que sus coetáneos caucásicos. Además, como escribe la socióloga Alice Goffman en su libro On the Run, “los ciudadanos negros constituyen el 13% de la población estadounidense, pero suponen el 35% de la población encarcelada”. Este fenómeno por el cual un segmento determinado de la población representa una cifra desproporcionada de ciudadanos presos ha sido denominado “encarcelamiento en masa” por el sociólogo David Garland.
Las causas del sistemático encarcelamiento de la población afroestadounidense son variadas, pero indudablemente la llamada “guerra contra las drogas” –la ofensiva estatal contra la drogadicción iniciada en los años 70 por el presidente Richard Nixon– ha contribuido a esta disparidad. Como lo demuestra The Hamilton Project, pese a que el porcentaje de ciudadanos afroestadounidenses que consumen algún tipo de droga es similar al de los caucásicos, estos tienen 2,7% veces más probabilidades de sufrir un arresto por delitos relacionados con este tipo de sustancias. Una vez arrestados, la probabilidad de ser enjuiciados es mayor, lo que termina conduciendo a una espiral de autodestrucción y marginalidad de la que es muy difícil escapar.
Muy relacionado con el encarcelamiento en masa se encuentra otro de los mayores obstáculos para la igualdad: la violencia policial. Tal y como denuncia el movimiento Black Lives Matter, las fuerzas de seguridad nacionales matan afroestadounidenses de forma desproporcionada. De acuerdo con Mapping Police Violence, 1.147 negros fueron asesinados por la Policía en 2017, un número que supone el 25% del total, pese a que, como se dijo antes, los afroestadounidenses sólo constituyen el 13% de la población nacional. Sin embargo, la violencia racista va acompañada de una impunidad casi total, ya que en 2015, por ejemplo, 99% de los asesinatos a manos de policías terminaron con la absolución del oficial culpable. De esta manera, el sentimiento de desprotección de los afroestadounidenses ante el racismo institucional es total, y el caso de Trayvon Martin sólo supone un eslabón más en una perpetua cadena de homicidios racistas, amparados por una regulación que otorga excesiva protección a las fuerzas de seguridad.
La brutalidad policial y la encarcelación en masa son los dos ejemplos más claros de una discriminación basada en el color de la piel, pero esta sigue marcando las relaciones interétnicas en numerosas áreas de la vida diaria. Así, la segregación de las principales ciudades estadounidenses, pese a la Ley de Vivienda Justa de 1968, genera el desarrollo de guetos, donde la situación de pobreza es endogámica. La situación de la población negra del barrio de la Sexta Calle de Filadelfia es paradigmática: una amalgama de segregación, violencia policial y pobreza impide a sus habitantes una vida digna, y los apresa como si se tratara de una cárcel al aire libre.
Estas divisiones pueden acabar por construir comunidades en torno a líneas étnicas con el objetivo de fomentar la homogeneidad. En muchos casos, estos principios racistas tienen como base un componente económico –los ciudadanos asiáticos y caucásicos tienen, en promedio, más ingresos familiares que los hispanos y los afroestadounidenses–, lo que perpetúa, además de la segregación, las desigualdades étnicas. El caso de la ciudad de Baton Rouge, en Luisiana, donde una parte de la población blanca con mayor poder económico quiere separarse de las zonas más empobrecidas, de mayoría negra, es un claro ejemplo de esta “neosegregación”.
Asimismo, existen muchas otras áreas en las que la brecha racial es todavía tangible. La situación sanitaria de los afroestadounidenses es peor que la de sus compatriotas caucásicos: 11% de los primeros no tienen seguro médico, frente a 7% de los segundos; en cuanto a la educación, la diferencia en el rendimiento es todavía visible –especialmente en estados como Minnesota–, y los afroestadounidenses tienen una tasa de paro nacional de 6,3%, la más alta del país, en comparación con el 3,2% de los caucásicos, si hablamos de empleo. La brecha racial, por lo tanto, no puede ser analizada de manera unidimensional, sino como la combinación de una serie de factores que, en conjunto, reducen la calidad de vida de los afroestadounidenses y les impiden un desarrollo igualitario en comparación con sus compatriotas.
Políticas contra la segregación: ¿una quimera?
2020 es un año electoral, en el que millones de estadounidenses se darán cita con las urnas para elegir –o reelegir– a su presidente. Los contendientes del Partido Demócrata, conscientes de la importancia que tiene movilizar el voto afroestadounidense, han anunciado diferentes propuestas para acabar con la brecha racial. Una de las medidas más populares es la adopción de “reparaciones”: compensaciones económicas dirigidas a ciudadanos con antepasados esclavos que sufren las consecuencias derivadas de una discriminación histórica.
La senadora Kamala Harris, por ejemplo, ha apoyado estas reparaciones, aunque recientemente se ha desmarcado del proceso. Por su parte, Julián Castro ha defendido que es necesario un debate sobre estas propuestas, alegando que “si bajo nuestra Constitución compensamos a gente porque tomamos su propiedad, ¿por qué no se compensaría a las personas que eran propiedad?”. Sin embargo, el texano no ha compartido ninguna iniciativa concreta al respecto. Cory Booker, el afroestadounidense con mayores posibilidades en la carrera por la nominación demócrata, introdujo recientemente un proyecto de ley en el Senado que estudiaría la posibilidad de ofrecer reparaciones a afroestadounidenses, un claro posicionamiento a favor de dicha medida.
Sin embargo, no todo el mundo considera esta iniciativa como una solución eficaz contra la brecha racial. Bernie Sanders, por ejemplo, es una de las figuras demócratas que han mostrado mayor oposición a las reparaciones. El veterano senador considera que hay mejores formas de solventar las desigualdades que “simplemente rellenando un cheque”. Su posición se ajusta a la opinión generalizada de la población, abiertamente contraria a las reparaciones –68% se opone a ellas–, aunque su negativa le puede costar el voto afroestadounidense, como ya le ocurrió en su candidatura a las presidenciales de 2016: en contra de la opinión general, 75% de los afroestadounidenses están a favor de las reparaciones.
La importancia de esta medida en el discurso político demócrata de cara a las elecciones de 2020 es incuestionable. Sin embargo, existen otras propuestas enfocadas a terminar con la desigualdad racial. La senadora Elizabeth Warren, por ejemplo, ha defendido activamente la cancelación de las deudas estudiantiles y se ha comprometido a asegurar la gratuidad de la universidad pública. Esta medida ayudaría enormemente a los estudiantes afroestadounidenses, que en promedio se endeudan más que sus compatriotas caucásicos para pagar su formación. Otra propuesta es la introducción de “cheques bebé”, que darían a recién nacidos de hogares de renta modesta una red de apoyo económico que los ayudaría a situarse al nivel de sus compatriotas más acaudalados. Algunos expertos han demostrado que los “cheques bebé” tendrían un gran impacto en la reducción de la brecha racial, lo que puede constituir una alternativa interesante a las reparaciones.
Como se puede observar, la brecha racial entre afroestadounidenses y caucásicos es una realidad de múltiples caras que, poco a poco, ha ganado relevancia en el debate político nacional, hasta colarse en la primera línea de la carrera presidencial demócrata. El racismo institucional, la desigualdad sanitaria y educativa y la violencia policial son, tristemente, lastres a los que cualquier niño afroestadounidense tendrá que enfrentarse a lo largo de su vida. Para que el sueño al que hacía referencia Martin Luther King se haga realidad no bastan discursos vacíos que perpetúen una segregación estructural, sino que son necesarias políticas orientadas a fomentar la igualdad real. “Las vidas negras importan” (Black Lives Matter) pero, tristemente, todavía no valen lo suficiente como las vidas blancas. Sólo mediante la igualdad racial un sistema político puede ser considerado verdaderamente democrático, y lo cierto es que aún queda un largo camino por recorrer para llegar a esto.