Ante la publicación de una nueva serie de protocolos de interrogatorios policiales de algunos de sus ex asesores y allegados que exponían públicamente su modus operandi de corrupción de medios de prensa usando decisiones regulatorias estatales que favorecían a un gran empresario, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, reaccionó la semana pasada recurriendo inmediatamente a tres herramientas.

La primera –la judicial– le permitió, luego de tres incómodos días de publicaciones desfavorables que colocaban en el centro de la atención pública los procesos judiciales pendientes que avanzan en cámara lenta, obtener una orden judicial prohibiendo la difusión de documentos que forman parte de un proceso en marcha. Con la segunda, ante sus fieles seguidores por Twitter y Facebook, se presentó como víctima de una persecución de quienes detentan el poder mediático y muchos resortes de poder y no le quieren permitir gobernar. La tercera fue un recurso que suele utilizar cuando las cosas realmente se le ponen feas.

Un bombardeo en Beirut, la capital libanesa, destruyó un depósito en el que, de acuerdo con las declaraciones del Ejército israelí, estaban almacenados elementos tecnológicos adquiridos por Hezbolá para mejorar la puntería de sus misiles en un futuro enfrentamiento. Hezbolá prometió retribuir. Israel movilizó tropas y declaró estado de alerta en su frontera norte. Ya antes de la resolución judicial mencionada que censuró la publicación de los mencionados protocolos, las imágenes de tanques y soldados y de civiles preparando los refugios antimisiles en la frontera norte habían ocupado los titulares, desplazando a los temas de corrupción en los medios de comunicación israelíes. Al día siguiente hubo un breve ataque de Hezbolá a dos objetivos militares israelíes con daños materiales solamente y, tras ello, la situación se fue tranquilizando. Los peor pensados pueden sugerir que el bombardeo en Beirut tenía que ver con la intención de Netanyahu de imponer una agenda nacionalista y desplazar las noticias incómodas. Los voceros de Azul y Blanco, la principal alternativa electoral para las elecciones del 17 de setiembre, se atrevieron a insinuar que la manipulación no fue el bombardeo mismo (al que justifican plenamente: no podría esperarse otra cosa de un partido en cuya lista tres de los cuatro primeros candidatos son generales que fueron jefes de Estado Mayor del Ejército), sino el hecho de haber asumido públicamente su responsabilidad, obligando de esta manera a Hezbolá a retribuir violentamente y públicamente, creando el riesgo de una innecesaria escalada bélica.

Esta secuencia de hechos sirve para ilustrar algunas de las características de esta contienda electoral en Israel, la segunda en lo que va de 2019. Para entender cuáles son las fuerzas políticas y qué está en juego, convendría empezar con algunas referencias a los resultados electorales de abril y la sorprendente crisis política que impidió a Netanyahu, supuestamente victorioso en la contienda, conformar un nuevo gobierno, a pesar de que el Likud y los partidos de derecha neta, con sus diversas tendencias y grados de nacionalismo, conservadurismo y religiosidad, que supuestamente lo apoyaban, obtuvieron juntos una clara mayoría parlamentaria. Aparentemente fueron las contradicciones entre los aliados religiosos de Netanyahu y el ex ministro de Relaciones Exteriores y de Defensa Avigdor Lieberman, que encabeza un partido ultranacionalista laico basado en votantes que inmigraron en la década de 1990 desde la ex Unión Soviética, las que abortaron la formación del gobierno y forzaron una nueva ronda electoral.

Probablemente la decisión de Lieberman de arruinarle el triunfo a Netanyahu también estaba relacionada con la conformación y éxito relativo de Azul y Blanco, una confluencia de generales retirados y del centroderechista ex ministro de Economía Iair Lapid, una lista improvisada casi a último momento que logró vaciar de votantes al antiguo Partido Laborista y hasta restarle votos a la centroizquierda sionista Meretz, para convertirse en el principal rival electoral del gobernante Likud con el que empató en 35 diputados.

Azul y Blanco asumió posiciones muy poco claras, de centroderecha, con retórica militarista, y representando sobre todo a amplios sectores sociales medios y altos asqueados de la corrupción y el personalismo de Netanyahu. Su principal argumento es la necesidad de defender la legalidad y el orden establecido contra los abusos de poder y la corrupción.

Azul y Blanco, al que Netanyahu insiste en tildar de “izquierdista” (un concepto que para la inmensa mayoría de los ciudadanos judíos en Israel es casi sinónimo de “elites liberales ingenuas que se deja engañar por los árabes”, en el mejor de los casos, o de “traidores a la patria”, en el peor de ellos), no tiene nada de izquierda y eso lo sabe muy bien Lieberman, quien parece estar operando para establecer una posible alianza con Azul y Blanco. ¿Por qué un ultraderechista como Lieberman busca alianzas con sectores más centristas? Políticamente Lieberman y los generales de Azul y Blanco comparten críticas a la que consideran mano insuficientemente dura de Netanyahu frente al gobierno de Hamas en la Franja de Gaza. Todos ellos participaron, como aliados políticos o como militares, junto a Netanyahu en las confrontaciones bélicas en Gaza en la última década. Y todos ellos critican que Netanyahu, el supuesto “mano dura”, prefiere no dar golpes mortales a Hamas, sino negociar, golpear, cercar y renegociar, y que no le importa que de cada enfrentamiento Hamas salga políticamente fortalecido. No se atreven a decir lo que dicen otros críticos de izquierda: mantener vivo al gobierno de Hamas en Gaza le facilita a Netanyahu no negociar y continuar acorralando políticamente al gobierno dirigido por Fatah en las ciudades autónomas palestinas en Cisjordania, perpetuando así la división palestina. No es que Lieberman y Azul y Blanco propongan demoler a Hamas para negociar con Fatah, sino que están preocupados por lo que denominan “la exhibición de debilidad” israelí frente a Gaza, que podría alentar el atrevimiento mayor de otras organizaciones islamistas hostiles. Finalmente, hay otro factor en los cálculos de Lieberman y probablemente de otros actores subterráneos que contribuyeron al reciente fracaso de formar gobierno: las investigaciones contra Netanyahu culminaron, la Procuraduría del Estado decidió convocarlo a juicio y la chicana iniciada por sus abogados está llegando a su recta final. Netanyahu intentará obtener inmunidad parlamentaria, pero pareciera que no puede confiar para ello en todos los votos necesarios dentro de su partido y entre sus aliados. Lieberman parece estar convencido de la inminente caída de Netanyahu y querer jugar un papel principal en la configuración del mapa político del día después.

Los resultados electorales de abril de 2019 dejaron un tendal de listas mal paradas a las que la nueva convocatoria a elecciones, en setiembre, les dará una oportunidad de reposicionarse. En primer lugar, el Partido Laborista, otrora la corriente política dominante, fundadora del Estado de Israel y, luego del primer acceso del Likud al gobierno, en 1977, el partido de alternancia, principal oposición de centroizquierda sionista y propulsor de los acuerdos de Oslo con la Organización para la Liberación de Palestina en 1993. Y luego, en 1999-2000, bajo el liderazgo de Ehud Barak, protagonista del estrepitoso fracaso del proceso de paz y la reanudación de las hostilidades con el estallido de la Segunda Intifada. La caída, iniciada en el año 2000, cuando el laborismo desistió del proceso de paz y se quedó sin propuesta propia, se aceleró y llegó supuestamente a fondo. El partido no perdió tan sólo a la mayoría de sus votantes, sino también su principal aparato organizativo, la maquinaria de la Histadrut, la central de trabajadores cuyo presidente, Avi Nissenkorn, se incorporó a la lista de diputados de Azul y Blanco.

Este desbarranco permitió que Amir Peretz, veterano dirigente que dirigió la Histadrut entre 1995 y 2006 y el Partido Laborista entre 2006 y 2009, ganara en las elecciones internas de este verano (boreal) y reorientar al laborismo en torno a un programa socialdemócrata moderado en lo económico y social, corriéndolo hacia la izquierda de sus anteriores posiciones. Peretz se ha aliado con el partido Gesher, que con 1,5% de los votos no había superado la valla electoral. Gesher, dirigido por Orly Levi, una ex diputada del partido de Lieberman que se había destacado por sus posiciones progresistas en cuestiones sociales, a la vez que nacionalistas, y que había roto con Lieberman la última vez que este decidió ingresar a un gobierno de Netanyahu. La victoria de Peretz en las internas laboristas y la incorporación de Levi, hija de David Levi, quien fuera dirigente del ala populista del Likud en las décadas de 1970 y 1980, significaron una verdadera revolución en el Partido Laborista. Ambos son de familias de inmigrantes judíos de origen marroquí –una de las colectividades más discriminadas al arribar al país en los años 50, precisamente por los fundadores del Estado pertenecientes al laborismo–. Esta alianza generó una estampida adicional de laboristas, reflejando el racismo persistente de algunos sectores de judíos de origen europeo hacia los originarios de Medio Oriente y el norte de África, lo que pone en evidencia la relevancia de los factores étnicos en la política israelí. Y no está claro si en los comicios del martes 17 el laborismo proseguirá en su cuesta abajo o si logrará reinventarse como un partido de centroizquierda aliado con la descendiente de uno de sus clanes políticos rivales y, quién sabe, con votos de sectores sociales postergados de quienes otrora fueron víctimas de sus discriminaciones.

Una de las desertoras del laborismo en crisis es quien resultó vencida en las internas, la joven y ambiciosa diputada Stav Shafir, quien se sumó como tercer elemento a la extraña alianza entre Meretz (centroizquierda sionista) y un nuevo partido formado y liderado por el ex primer ministro Ehud Barak. Barak, responsable en buena medida de haber destrozado las perspectivas de paz por las que abogó Meretz en el año 2000, es rechazado por razones personales por los generales de Azul y Blanco, a pesar de que comparten su perfil político y social. La nueva coalición de Meretz, Barak y Shafir se denomina Campo Democrático y disputa fieramente el encogido espacio de la centroizquierda al renovado laborismo, acentuando, por sobre cualquier otro mensaje, la necesidad de rescatar la democracia israelí de las manos de Netanyahu.

También los partidos políticos que representan a la inmensa mayoría de la minoría de ciudadanos árabes (20% del total de ciudadanos de Israel) sufrieron un duro revés en las elecciones de abril. En 2015 una lista única, que aglutina a islamistas moderados, comunistas, izquierda nacionalista y liberales en una alianza basada en la necesidad de proteger los derechos de esta minoría nacional frente al cada vez más agresivo nacionalismo sionista dominante en Israel, había obtenido 13 diputados, un resultado que mejoraba todos los precedentes de elecciones pasadas. Sin embargo, una larga crisis interna, que se debe más a disputas de poder que a cuestiones políticas, determinó que en abril de 2019 se presentaran dos listas separadas. La decepción pública se expresó en el crecimiento de la abstención electoral entre los árabes (la elección no es obligatoria), bajando la participación de 67% en 2015 a 51% en 2019, muy por debajo de la participación de los ciudadanos judíos, y sumando ambas listas sólo diez diputados. La lección política aparentemente ha sido aprendida, y los representantes de los cuatro partidos que representan a la población árabe y a una pequeña minoría de izquierdistas judíos no sionistas se han vuelto a unificar en una lista, con la esperanza de recuperar en setiembre la representación perdida.

Entre los partidos ultraortodoxos judíos, aliados en los últimos años de Netanyahu pero con capacidad y flexibilidad táctica para intentar nuevas alianzas futuras, no parece haber cambios significativos. Representan a bloques bastante estables de votantes, altamente organizados, que acuden masivamente a los actos electorales. Es importante aclarar: los más ortodoxos no son necesariamente los más nacionalistas o los más extremistas en relación con los palestinos. En cambio, entre los partidos que representan al nacionalismo religioso de ultraderecha sí hay constantes roces y cambios de alianzas, que tienen que ver tanto con la competencia interna de corrientes y personalidades que compiten por el liderazgo, como con el control de los recursos estatales volcados a la población de colonos en los territorios ocupados y al sistema educativo religioso nacionalista financiado por el Estado. Además, hay diferencias ideológicas respecto de la actitud hacia la representación de las mujeres en la política, el grado de tolerancia a las minorías sexuales y el grado de activismo e intransigencia en cuestiones referentes a los planes de sectores extremistas de apoderarse del Monte del Templo desplazando a las actuales mezquitas musulmanas, lo que eventualmente podría desatar una guerra religiosa de incalculables consecuencias. A la vez, tienen una relación de aliados y competidores con el Likud de Netanyahu.

En general, en estas elecciones puede dirimirse el futuro de Netanyahu y de su séquito más próximo. Unos resultados similares a las elecciones anteriores dejarían un panorama de inestabilidad que sólo el avance judicial pendiente podría tal vez empujar a un desenlace. Ninguna cuestión sustancial parece estar realmente pendiente de esta elección. Si Netanyahu logra formar coalición primará el continuismo con las políticas actuales con un nuevo intento de avance contra la autonomía del Poder Judicial. Si, por el contrario, Azul y Blanco y los partidos de oposición logran mejorar su votación de abril, se abrirá un escenario político nuevo e incierto, y se iniciará un proceso de desplazamiento de Netanyahu, pero no se esperan nuevas políticas en relación con los palestinos o en la esfera económica o social. Azul y Blanco hará lo posible por establecer un gobierno de centroderecha ofreciendo alianzas a Lieberman y a un eventual Likud renovado si este lograra liberarse de Netanyahu. Casi todos los observadores concuerdan en pronosticar un futuro inmediato de inestabilidad y altas probabilidades de nuevas elecciones en un futuro no muy lejano sin cambios sustanciales en las políticas de Estado.

Gerardo Leibner, desde Tel Aviv