Para entender la actual configuración y los problemas de los países del sur de África es vital echar la vista atrás. Desde el siglo XIX los europeos establecieron colonias de poblamiento en estos países, en los que, desde 1870, tenían un gran interés, porque se trataba de lugares estratégicos para el comercio entre enclaves portuarios y para la explotación de minerales. Después de sufrir la presencia de los colonizadores durante décadas, en el siglo XX afloraron movimientos nacionalistas decididos a acabar con los gobiernos de la minoría blanca, movimientos que defendían la igualdad entre personas por encima de la raza y un sistema de socialismo marxista que redistribuyera la riqueza entre la población negra. La contundente respuesta de los poderes coloniales hizo que adoptaran tácticas guerrilleras para presionar a los gobiernos que acabaron cediendo. Así, los movimientos de liberación pasaron, de un día para otro, de luchar en el exilio a constituirse como partidos políticos y tomar el mando de sus países.
Sudáfrica empezó a independizarse de Reino Unido en 1934, pero los gobernadores locales impusieron un sistema de segregación racial que denigraba a la población negra hasta 1994, cuando el Congreso Nacional Africano (ANC, por sus siglas en inglés), liderado por Nelson Mandela, ganó las primeras elecciones democráticas. Cuatro años antes, el gobierno del apartheid había aceptado su fin y dejado de ocupar la vecina Namibia, que se independizó y en la que tomó el poder la Organización del Pueblo de África del Sudoeste en Namibia (SWAPO, por sus siglas en inglés). Una década antes, en 1980, la Unión Nacional Africana de Zimbabue-Frente Patriótico (ZANU-PF, por sus siglas en inglés) había conseguido acabar con el gobierno racista de Ian Smith, ya que el país había conseguido la independencia en 1965 pero seguía estando controlado por una minoría blanca.
Por su parte, las colonias portuguesas de Mozambique y Angola habían conseguido la independencia en 1975, pero no fue hasta 1992 y 2002, respectivamente, que tuvieron paz tras las guerras civiles que ganaron el Frente de Liberación de Mozambique y el Movimiento Popular de Liberación de Angola. A estos dos movimientos y a los anteriores los apoyó desde el principio el Chama Cha Mapinduzi, movimiento de liberación que llegó al poder en Tanzania tras luchar por la independencia de 1961.
Todos ellos forman hoy la organización de los Antiguos Movimientos de Liberación del Sur de África (AMLSA). Tras apoyarse los unos en los otros en la lucha armada, ahora se apoyan en la política desde sus respectivos gobiernos. 25 años después de la llegada al poder del último –la CNA de Nelson Mandela–, todos siguen en el poder. Las trayectorias de cada país son muy diferentes, pero, pase lo que pase, los AMLSA se garantizan el apoyo y el reconocimiento regional los unos a los otros. Este apoyo resulta cada vez más importante, ya que todos ellos –excepto la SWAPO– están sufriendo una profunda crisis electoral que hace peligrar su hegemonía. La incapacidad de reducir la desigualdad económica y el desempleo, distribuir la riqueza, acabar con la corrupción e incluir al cada vez más importante grupo de jóvenes en el panorama político está comiéndole terreno al legado de liberación del que aún hoy viven estos partidos.
Las guerrillas llegan al poder
En el sur de África se había establecido un sistema colonial más sofisticado que en el resto del continente. A diferencia de muchos otros territorios, donde los occidentales llegaban sólo para explotar sus recursos, los colonos europeos vieron la oportunidad de establecer allí a un grueso de su población y recrear un sistema similar al occidental, con instituciones fuertes, leyes exigentes y un sistema capitalista. Sin embargo, este sólo se aplicaba a ellos, los blancos, relegando a la mayoría de la población negra a ser ciudadanos de segunda. En países como Sudáfrica y Zimbabue, gobiernos integrados por blancos incluso lideraron la independencia de su metrópolis, perpetuando durante décadas un sistema de segregación racial desde dentro.
Los movimientos de liberación vinieron a combatir contra todo lo que esos gobiernos de minoría blanca encarnaban. Defendían un gobierno de mayoría negra, igualdad ante la ley por encima de la raza y un sistema socialista marxista que redistribuyera la riqueza entre la población. Su lucha dependía en buena medida del apoyo activo de los campesinos, y vieron en el marxismo una ideología de referencia en la lucha contra el capital, además de una manera efectiva de ganarse el apoyo de la población oprimida.
La resistencia pacífica fue rápidamente reprimida por unos gobiernos que, conscientes de las olas independentistas en el resto del continente, querían cortar de raíz una revolución socialista que acabara con sus privilegios. En los años 60 los movimientos de liberación aceptaron que la lucha armada era la única opción, lo que marcaría su naturaleza y comportamiento futuro. Cada movimiento creó su brazo armado: guerrillas que adoptaron disciplina militar, con sistemas jerárquicos en los que la obediencia primaba por encima de la diversidad de opiniones. Fue en esta época que se establecieron los lazos entre movimientos, ofreciendo ayuda y refugio a los guerrilleros que tenían que exiliarse.
Tras derrotar a los gobiernos de mayoría blanca, los movimientos de liberación vieron las elecciones de transición como una manera de ganarse el respeto y la legitimidad internacional, aunque sentían que el verdadero derecho para gobernar se lo daba el haber ganado la independencia de su país. Aquel que no hubiera participado en el conflicto armado no debía liderar, como aseguraron miembros de ZANU-PF. Los AMLSA acabaron por jugar a la democracia, a pesar de que no conocían un sistema democrático ni lo habían establecido en sus propias organizaciones, y sólo lo aceptaron como un instrumento adecuado para perpetuarse en el poder, pero siempre mientras fueran ellos los que ganasen. Aun hoy perder el poder es inconcebible para estos partidos, porque claman no sólo representar a la población y la lucha contra la segregación racial, sino ser la encarnación del pueblo.
Así, en 2008 Robert Mugabe no aceptó la derrota en la primera ronda de las presidenciales ante el Movimiento por el Cambio Democrático de Morgan Tsvangirai, y empleó la fuerza para reprimir a los votantes de la oposición. Tsvangirai llegó a pedir a sus votantes que no fueran a las urnas si eso podía salvar sus vidas. El apoyo tácito al gobierno opresor de Zimbabue por parte de sus socios regionales muestra que la camaradería entre ex combatientes está por encima del respeto a la democracia y es un preocupante ejemplo de cómo podría responder el resto de los miembros del AMLSA en caso de perder unas elecciones. De la misma forma, en Namibia, el partido en el gobierno ha llegado a asegurar en eslóganes electorales que “SWAPO es la nación y la nación es SWAPO”, difuminando la línea entre partido y Estado, y acusando a cualquier opositor de traidor que busca restablecer un gobierno de minoría blanca. De manera similar, en Sudáfrica la CNA ha llegado a asegurar que es la única opción para prevenir una vuelta al apartheid.
Trayectorias diversas
A pesar de compartir ideales, contextos y luchas similares, cada país ha tenido trayectorias distintas. El respeto por la democracia ha prevalecido en aquellos lugares donde se labró un constitucionalismo sólido que respete la separación de poderes y basado en amplios acuerdos respaldados por la sociedad civil. Esto ocurrió en Sudáfrica y Namibia, lo que ha permitido contrarrestar el poder de la CNA y SWAPO, y convertir a ambos países en dos de las únicas siete democracias africanas catalogadas como tales por el Índice de Democracia de The Economist de 2018. Allí es también donde más se han respetado las libertades civiles: Namibia y Sudáfrica lideran el continente en libertad de prensa y ocupan los puestos 23 y 31, respectivamente, del índice mundial de Reporteros sin Fronteras 2019, que asegura que allí hay un ambiente para hacer periodismo mejor que en países occidentales como Estados Unidos, Reino Unido y Francia. Sin embargo, en los últimos años la CNA ha mostrado estar dispuesta a amordazar la libertad de prensa, pero la movilización de la estructurada y contestataria sociedad civil sudafricana lo ha impedido.
El resto de los AMLSA ha tenido problemas en su respeto a la democracia. En Tanzania el presidente John Magufuli está acabando con los avances democráticos conseguidos desde que en 1995 el país celebrara sus primeras elecciones multipartidistas. Conocido como el Buldócer, desde su llegada al poder en 2015 ha prohibido las actividades de partidos de la oposición, amedrentado a los votantes con el uso de la violencia en las elecciones, suspendido una decena de medios de comunicación e impuesto una tasa a la creación de blogs.
Peor suerte han corrido las democracias en Mozambique, Angola y Zimbabue, países considerados regímenes autoritarios por el Índice de Democracia de The Economist en 2018. En el primero, el partido de oposición Resistencia Nacional Mozambiqueña (Renamo) –nacido una vez conseguida la independencia como una escisión de guerrilleros del Frente de Liberación de Mozambique descontentos con el comunismo– ha vuelto a adoptar tácticas de guerrilla en 2013 tras comprobar su incapacidad de derrotar a su rival en las urnas, lo que le funcionó para triplicar sus votos en las elecciones de 2014, pero ha vuelto a sumir al país en una situación de inestabilidad política.
Mientras, en Angola y Zimbabue los longevos presidentes José Eduardo dos Santos y Mugabe dejaron el poder en 2017, tras 38 y 37 años al frente de sus respectivos países, y, aunque sus turbulentas salidas prometían mejoras en la democracia, estos deseos no acababan de cumplirse. En Angola, Dos Santos dejó el poder motu proprio y eligió a João Lourenço como su sucesor, pero este ha desterrado a los aliados de su predecesor y acotado su poder en el Movimiento Popular de Liberación de Angola. Mientras, en Zimbabue, el sucesor Emmerson Mnangagwa ha desterrado cualquier ilusión de cambio al recurrir a la violencia para acallar las protestas.
Zimbabue es el país que peor parado ha salido en materia económica. A su llegada al poder, los nuevos gobiernos tuvieron que enfrentarse a un mundo cambiante, con la Unión Soviética en declive y el socialismo en retroceso. Los movimientos de liberación tenían que decidir entre perseguir su agenda socialista o aceptar participar en el nuevo orden mundial capitalista liberal. Con unas economías profundamente desiguales, el crecimiento económico era vital para mostrar al mundo su capacidad para gobernar un país. Ante esta tesitura, todos optaron por renunciar a las políticas de nacionalización y abrirse a la inversión extranjera, desarrollando buenas relaciones con las grandes compañías que controlaban la economía de sus países. Ello ha permitido a Angola crecer por encima de 10% del Producto Interno Bruto anual en los años posteriores a la firma de la paz en 2002, y a Namibia y Sudáfrica, tener un crecimiento económico moderado pero estable, que ha permitido desarrollar un sistema de ayudas sociales vital para sostener el sistema.
En Zimbabue los frágiles acuerdos con los conglomerados fracasaron pronto y han llevado al país a la quiebra. El escepticismo de Mugabe hacia la comunidad empresarial, la división de esta por sectores y las políticas de liberalización que dañaron a las industrias locales se suman, a partir del año 2000, a las ocupaciones de tierra en manos de blancos por parte de los 45.000 veteranos de guerra que quedaron excluidos del Ejército. El gobierno apoyó la expropiación sin compensación, pero la falta de experiencia de los nuevos propietarios ha llevado a una drástica reducción de la productividad. En 2019 todavía hay 5,3 millones de personas con inseguridad alimentaria y 62,5% de la población vive bajo el umbral de la pobreza.
Los cinco pecados capitales
Todos los AMLSA han perdido votos en sus últimas elecciones, excepto SWAPO en Namibia, donde el partido sigue gozando de gran apoyo y una oposición dividida por cuestiones regionales, étnicas y personales no ofrece una alternativa real.
Sudáfrica ha sido el último país en dar entrada al populismo ya establecido en otras partes del mundo. El presidente Ramaphosa ha conseguido retener el poder en las elecciones de 2019, pero la CNA bajó por primera vez de 60% de los votos, ante la subida del partido de extrema izquierda Luchadores por la Libertad Económica. Liderado por el antiguo líder de las juventudes de su partido, Julius Malema, este nuevo partido ha conseguido que la CNA acepte la expropiación de tierras sin compensación ante la previsión de la pérdida de votantes. A ello se suma la creciente importancia de los radicales afrikáner Frente de la Libertad, que han quitado votos al principal partido de la oposición, la liberal DA.
En Tanzania el tradicional partido opositor Chadema también ha crecido en apoyos, lo que ha motivado la ola represora del nuevo presidente Magufuli, que en 2015 fue el primer candidato del Chama Cha Mapinduzi con menos de 60% de los votos. Mientras, en Zimbabue el Movimiento por el Cambio Democrático estuvo cerca de ganar las elecciones en 2018, a pesar de que sus votantes sufrieron amenazas y represión durante el período electoral. En Angola y Mozambique, al crecimiento del apoyo de los históricos partidos opositores Unión Nacional para la Independencia Total de Angola y Renamo se une la aparición de terceros partidos con creciente apoyo, que vienen a romper la dinámica bipartidista: la Convergencia Amplia para la Salvación de Angola-Coalición Electoral y el Movimiento Democrático de Mozambique, respectivamente.
La subida de los partidos de la oposición se fundamenta en el hartazgo de la población y la creciente pérdida de apoyo a los AMLSA, debido a sus actuaciones en el gobierno. Fundamentalmente, los movimientos de liberación han cometido cinco pecados capitales al llegar al gobierno. En primer lugar, las políticas de representatividad racial han provocado una ineficiencia estatal al faltar experiencia en el manejo de las instituciones y promover la selección de un personal que no encajaba con su posición. En Namibia esto causó que un cuarto de los puestos en los altos cargos y un tercio en los niveles medios se quedaran vacantes en 2008.
Segundo, las políticas de empoderamiento racial han promovido la corrupción al servir para colocar a amigos, familiares y votantes en las instituciones estatales y puestos de dirección de empresas privadas. En Sudáfrica, una auditoría realizada en 2011 reveló que 95% de las municipalidades sudafricanas estaban inmersas en políticas de clientelismo con acciones como dar contratos públicos o puestos de trabajo a familiares o empresas privadas a cambio de sobornos.
Tercero, los inmensos recursos que da el control del Estado han provocado que surjan facciones en los AMLSA que batallan por el control del partido. Esto reduce la independencia del Ejecutivo, ya que, una vez llegado al gobierno, el nuevo líder debe muchos favores a los que le han aupado hasta ese sillón. Recientemente estas luchas se han visto en Sudáfrica y Zimbabue, con dos facciones divididas entre la vieja guardia del partido, lideradas por Ramphosa y Mnangagwa, respectivamente, y otra apoyada por los presidentes salientes Zuma y Mugabe, que buscaron colocar sin éxito a su ex mujer Nkosazana Dlamini-Zuma y su mujer, Grace Mugabe, en el poder.
El cuarto motivo es la incesante desigualdad económica y el desempleo. A pesar de su relativa estabilidad macroeconómica, Sudáfrica y Namibia son hoy los dos países más desiguales del mundo según el coeficiente de Gini, Mozambique es el peor país de todos los AMLSA en desarrollo humano, en Angola 48% de la población es pobre y en Zimbabue 94% de la población no tiene un empleo formal. La desigualdad afecta todavía más a los jóvenes. En Sudáfrica y Namibia el desempleo juvenil es 13 puntos mayor a la media, con 40,7% de jóvenes que no trabajan ni estudian en el primer país y 46,1% sin empleo en el segundo.
Por último, los AMLSA han abandonado a su gente y los ideales con los que nacieron por mantener el control. Decidieron detener temporalmente el socialismo debido a las dificultades para implementarlo, pero han terminado por desterrarlo al acomodarse a un sistema contra el que lucharon, pero que los ha mantenido en el poder a costa de una mayoría que no recibe beneficios. En definitiva, han cambiado gobiernos de la minoría blanca por gobiernos de una minoría negra.
Los próximos años serán clave para ver si los AMLSA resisten o pierden poder. Para que no lo hagan deben cambiar pronto, promoviendo políticas destinadas a reducir la desigualdad económica y el empleo, y que contengan las crecientes protestas de una población que está harta. Además, también tendrán que dar paso a gente joven en el gobierno, un sector de la población con cada vez más importancia demográfica que representa el futuro del país y que es el que más sufre la desigualdad. Si no lo consiguen, se llevarán por delante a los AMLSA, cada vez más alejados de su anterior imagen como movimientos de liberación.
Este artículo fue publicado por El orden mundial.