Uno de los mayores problemas que puede tener un país es la corrupción. Desvía una enorme cantidad de recursos públicos, empeora notablemente los servicios del país y deteriora la legitimidad democrática –en el caso de que exista–. Así, el impacto de la corrupción en América Latina y el Caribe es enorme.
Según los datos que recoge el Índice de Percepciones de la Corrupción, que elabora cada año Transparencia Internacional, la situación en la región latinoamericana y del Caribe es poco optimista. Salvo un grupo reducido de países, como es el caso de Uruguay, Chile o Costa Rica, la situación en el resto no invita a pensar que sus sistemas y quienes participan en ellos lo hagan de una forma limpia y responsable.
No pensemos ni mucho menos que esto es una cuestión sencilla de resolver. La corrupción, como otros muchos asuntos que afectan a los países, es un fenómeno complejo y a menudo arraigado en el sistema en el que mucha gente participa en mayor o menor medida. Además, también abarca multitud de cuestiones: desde la distracción a gran escala de dinero o recursos públicos hasta pequeños impagos de impuestos, favoritismos en el sector público y un largo etcétera. Y a menudo converge con otras cuestiones de enorme importancia, como la delincuencia o grupos de crimen organizado, caso de las maras o los cárteles mexicanos.
Los progresos en el caso de América Latina y el Caribe son escasos en el campo de la reducción de la corrupción. Las redes clientelares y la concepción patrimonial del Estado son, en muchos casos, una barrera considerable a la hora de evitar que distintos actores políticos o económicos no intenten aprovecharse de los recursos públicos. De esta forma, desde trabajadores públicos al propio dinero acaban utilizándose para fines o intereses privados, a menudo fuera del escrutinio y el ojo público.