Hasta finales del siglo XIX, los pobladores del Sahara vivían en tribus nómadas denominadas cabilas, dirigidos por un jeque y con un dialecto árabe, el hasanía, como lengua. La organización en tribus se sumaba a la pertenencia a facciones más pequeñas, lo que dibujaba un mapa territorial tremendamente fragmentado. Pese al duro entorno, los habitantes de aquellas áridas tierras habían conseguido sobrevivir durante siglos mediante el nomadeo permanente. Fue entonces cuando el imperialismo formal llegó a África y la bandera rojigualda comenzó su historia colonial en el territorio. El 26 de diciembre de 1884 España advertía a las demás potencias internacionales de su derecho sobre el Sahara Occidental. 16 años después, Francia y España definían el mapa de la zona, repartiéndose el territorio a escuadra y cartabón.
Sin embargo, los saharauis no vieron hasta finales de los años 50 cómo España colonizaba de facto aquel duro territorio, ya que durante las primeras décadas la colonia española en el Sahara se limitó a algunos puestos militares. Francisco Franco, influido por informes que aseguraban que allí había un importante yacimiento de fosfato, posibilidades petrolíferas y riqueza pesquera, decidió tomarse en serio aquel enclave que hasta entonces contaba únicamente con 1.700 españoles. Para evitar las amenazas de Marruecos, el franquismo intentó defender su presencia en el territorio anexionándolo oficialmente, convirtiendo al Sahara en una provincia más del Estado español en 1961. Sin embargo, en 1963 la Organización de las Naciones Unidas (ONU) pasó a considerar al Sahara como un territorio pendiente de descolonización. En 1973, cuando la salida de España del territorio era inevitable, se presentó un estatuto de autonomía para el Sahara que garantizaba a España la última palabra en las decisiones que se tomaran en la región africana. Dos años después, con la salud del dictador empeorando, el Estado español escribió sus últimas páginas en la historia del Sahara Occidental.
Marruecos entra en escena
Desde la independencia de Marruecos, en 1956, la idea de anexionarse el Sahara Occidental y crear el Gran Marruecos estaba muy presente en la mente de las élites marroquíes. No obstante, no fue hasta la década de 1970 cuando esta reivindicación se convirtió en un objetivo fundamental del rey Hasán II, padre del actual monarca, Mohamed VI. Por aquella época el monarca tenía una turbulenta relación con el Ejército, y sobrevivió a dos intentos de golpe de Estado entre 1971 y 1972. Esta situación le hizo querer alejar a parte de sus tropas lo máximo posible de Rabat, enviándolas a la frontera con el Sahara español y ahuyentando así el peligro de un nuevo levantamiento contra él. El rey comenzó entonces una intensa labor de excitación popular que centrara la atención en otro lugar, proclamando continuamente, tanto dentro como fuera de sus fronteras, su intención de recuperar un territorio que consideraba suyo.
Históricamente, el dominio del sultán de Marruecos terminaba en el río Sus, donde comenzaba Bled Siba, “la tierra donde no se le acata”. Así, la influencia que tenía el sultán sobre los territorios del sur se limitaba a mantener con algunas tribus locales a raya, un pacto de lealtad de carácter islámico. Este contrato evidencia, según Marruecos, sus derechos históricos sobre el Sahara, y es la base con la que Marruecos justifica su presencia en el territorio.
Una España centrada en el final del franquismo y superada por su inestabilidad interna, y a la luz de los nulos efectos que habían tenido hasta entonces sus débiles intentos de no perder influencia en el territorio, anunció la realización de un referéndum de autodeterminación para el Sahara, que se llevaría a cabo en 1975. Marruecos, que veía en el referéndum una amenaza para sus intereses, ganó tiempo reclamando al Tribunal Internacional de Justicia de La Haya que dictaminara si existían lazos históricos entre el territorio saharaui y Marruecos. Mientras esperaba el veredicto, Hasán II movilizó su maquinaria diplomática en la búsqueda de aliados extranjeros que apoyaran su causa y propuso a Mauritania repartirse el territorio, cediéndole un tercio del Sahara, renunciando así a parte de su proyecto del Gran Marruecos a cambio del apoyo mauritano. Con todo, los socios que de verdad inclinaron la balanza a favor de Marruecos fueron Francia y Estados Unidos, que, como aliados históricos de Rabat, aceptaron sus reclamos. Hasán II, con la connivencia del secretario de Estado de Estados Unidos Henry Kissinger, elaboró un plan de anexión que acabaría resultando en la “marcha verde”.
Con la estrategia ya preparada, llegó el dictamen de La Haya en el que se negaba a Marruecos su derecho histórico sobre el Sahara Occidental. Sin embargo, un fragmento algo ambiguo de la sentencia abrió la puerta a la interpretación interesada de Hasán II: “Se reconoce la existencia, en el momento de la colonización española, de lazos jurídicos de alianza entre el sultán de Marruecos y algunas tribus que vivían en el territorio del Sahara Occidental”. Esta frase fue tomada por Marruecos como un respaldo, y aunque la sentencia luego explicaba que esos lazos no establecían un vínculo de soberanía territorial ni se consideraban relaciones jurídicas, Hasán II recibió la decisión como una victoria. Unas horas después del fallo del tribunal, el monarca arengó a su población a través de la radio y la televisión a que marchara junto a él al Sahara Occidental, cuyas puertas “les habían abierto”.
El Frente Polisario y el conflicto armado
Más de 200.000 personas cruzaron el alambrado que separaba a Marruecos del Sahara Occidental el 6 de noviembre de 1975. Era la movilización multitudinaria que se conocería como la “marcha verde” y que perseguía anexionar, a través de una invasión ciudadana, el territorio saharaui. Aunque había prometido encabezar la marcha, Hasán II no se unió a los militares, ministros y ciudadanos traídos de todos los rincones del país para formar la masa humana que se adentraba lentamente en el Sahara. No obstante, el monarca prometió poner fin a la “marcha verde” si España cedía oficialmente el territorio. Ante este “chantaje”, como lo calificó el propio Hasán II años después, España tenía que escoger entre abrir un conflicto con Marruecos y Mauritania o aceptar sus peticiones. Seis días después, el 12 de noviembre, delegaciones de Marruecos y Mauritania llegaban a España para firmar lo que se conocería como el Acuerdo Tripartito de Madrid, en el que España transfirió de forma oficial el Sahara Occidental a ambos países.
Mientras las tropas españolas comenzaron a abandonar el Sahara y las fuerzas marroquíes lo ocupaban por el norte, una joven organización saharaui proindependencia entraba desde el sur: el Frente Polisario, o Frente Popular de Liberación de Saguía el Hamra y Río de Oro. Este grupo surgió en 1973 como heredero del Movimiento Nacional de Liberación Saharaui, que había sido reprimido con dureza durante la manifestación de Zemla, en 1970, en la que sería la primera manifestación de carácter independentista que terminó con muertos y heridos en el Sahara español.
Este movimiento de liberación pretendía enfrentarse al colonialismo español para crear un régimen republicano que conservara su civilización y herencia religiosa, usando para ello tanto la política como las armas. Pronto empezarían las acciones militares contra cuarteles del Ejército español, en las que atacaban, dejaban consignas y después huían al desierto o a la vecina Mauritania. Los países de la zona vieron en este joven grupo un disidente perfecto contra el colonialismo. Tanto la Libia del coronel Gadafi como la Mauritania previa al acuerdo con Marruecos y, sobre todo, Argelia ofrecían a los polisarios desde dinero y armamento hasta refugio, ropa y alimentos.
Aunque fueron muchos los actos que perpetraría el Frente Polisario contra los españoles, fue en octubre de 1974 cuando cometió su acto más efectivo: quemar parte de la cinta que trasportaba fosfato de la mina explotada por España en el Sahara. Pese a que los españoles solventaron esta situación contratando una flota de camiones que supliera la cinta transportadora, el Frente Polisario obligó a paralizar la mina definitivamente secuestrando al empresario canario Antonio Martín, un modus operandi que empezaría a usar desde ese momento.
Cuando España abandonó el territorio, el Frente Polisario proclamó la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), y su objetivo pasó a ser Marruecos y Mauritania. Sin embargo, al contrario que España, Marruecos –y, en menor medida, Mauritania– sí usó todo su Ejército y arsenal para derrotar al movimiento. Mientras los blindados entraban en las ciudades saharauis y se construían muros, parte de sus habitantes se trasladaban al desierto, donde se crearon grandes campos de refugiados. Durante la guerra que se desencadenó, el Ejército marroquí castigó en varias ocasiones los ataques de guerrilleros del Frente Polisario con ataques a los campos usando napalm, fósforo blanco y bombas de fragmentación contra civiles. Mauritania fue oficialmente derrotada por el Frente Polisario y su aliada Argelia en 1979, con lo que se recuperó parte del territorio ocupado. La lucha directa contra Marruecos duró más, y recién en 1991 se firmó un alto el fuego que dura hasta hoy.
Desde el inicio del conflicto, Argelia es un actor fundamental en el conflicto en el Sahara Occidental y no un mero apoyo puntual. El historial de desencuentros entre este país y el Reino de Marruecos se remonta a la independencia de ambos estados y se mantiene hasta hoy. Pese a que Marruecos reconoció sus fronteras con Argelia entre 1969 y 1972, esperando que este país lo apoyara en sus ambiciones en el Sahara Occidental, Argelia no tardó mucho en mostrar su apoyo al Frente Polisario. Las relaciones entre Marruecos y Argelia parecieron volver a recuperarse hacia 1988, cuando conformaron la Unión del Magreb Árabe, pero las relaciones entre ambos países volverían a romperse en 1994, durante la guerra civil argelina, cuando Marruecos acusó a los servicios secretos de ese país de estar detrás de un atentado en Marrakech; esta nueva crisis condenó a la Unión del Magreb Árabe a la inactividad. Aunque las tensiones entre ambos países tienen un origen previo al conflicto saharaui, esa cuestión es la piedra angular de una posible reconciliación entre ambos países. Además, Argelia es hoy el principal garante del Frente Polisario y alberga en sus fronteras varios campos de refugiados.
Un problema que se estanca
El alto el fuego de 1991 fue auspiciado por la ONU, que creó una misión denominada Minurso (Misión de Naciones Unidas para el Referéndum en el Sahara Occidental). Esta misión tiene como objetivos principales vigilar el alto el fuego y organizar el referéndum de autodeterminación que decida el futuro del territorio. Este último objetivo, que se marcó hace 28 años, sigue sin haberse hecho realidad. Aunque la vía del plebiscito había sido rechazada en el pasado, las dificultades de Marruecos para convencer internacionalmente sobre su derecho histórico en el Sahara, sumadas al gasto que suponía la guerra, hicieron que Rabat cambiara de postura. Por su parte, un Frente Polisario incapaz de ganar la guerra confiaba en ganar claramente el referéndum. Todo parecía avanzar hacia una resolución pacífica que pasara por las urnas, pero un obstáculo se topó en el camino: ¿quiénes serían los votantes?
El censo electoral fue el principal problema para la rápida resolución del conflicto. En un principio, la ONU había aceptado el minucioso censo que realizó España en 1974 con agentes censales saharauis formados para la ocasión. En esta lista se incluyó una identificación tribal, en la que no sólo se clasificó a los integrantes de las tribus históricas del Sahara, sino también a los habitantes que residían en el territorio y provenían de Marruecos y Mauritania. Los procedentes de Marruecos eran 4,5% del censo, lo que generó rápidamente una respuesta de Rabat, que presentó ante la Minurso una nueva petición censal en la que añadía a 120.000 nuevas personas. Según el gobierno marroquí, estas personas correspondían a las familias que habían emigrado a Marruecos durante el pasado colonial del Sahara.
Pasaron varios años hasta que el entonces secretario general de la ONU, Kofi Annan, y su representante personal en la región, James Baker, consiguieron en 1999 completar el difícil censo. La lista, que contaba con 86.000 votantes, fue rechazada nuevamente por Marruecos, que presentó 130.000 recursos de apelación. La cuestión censal frenó la resolución del conflicto de tal forma que con el paso de los años acabó pasando de ser un referéndum de independencia a uno de autonomía. En 2004 Marruecos señalaba que no aceptaría ningún referéndum que planteara la independencia. En los años siguientes, las propuestas marroquíes incluyeron referéndums pero de autonomía, no de independencia. En busca de una solución, la ONU comenzó a aceptar esta retórica, y su secretario general Ban Ki Moon en 2007 llegó a decir que había que tener “una visión realista”. Y, en ese instante, a medida que la palabra “realismo” tomaba fuerza, las posibilidades de un Sahara independiente comenzaron a mermar.
¿Cambios a la vista?
La situación actual no es especialmente halagüeña. En enero de 2017 Marruecos volvió a la Unión Africana, tras 33 años de autoexilio. Cuando en 1984 los países miembros de la Unión Africana aprobaron la incorporación de la República Árabe Saharaui Democrática a la organización Marruecos decidió protestar abandonándola, una estrategia que no ha servido de mucho. En un cambio de estrategia, Mohamed VI ha vuelto a la Unión Africana con un claro objetivo en lo referente a la RASD: expulsarla de la organización desplegando una intensa campaña diplomática con sus homólogos africanos. Según sus propias palabras, “cuando un cuerpo está enfermo es mejor curarlo en el interior que en el exterior del organismo”.
El Frente Polisario y Marruecos se volvieron a reunir en 2018, después de seis años, y esas conversaciones concluyeron con el compromiso de volver a entrevistarse. Al año siguiente, una nueva reunión terminó con el mismo resultado: el compromiso de continuar con las negociaciones, pero ningún avance. Las posturas, por tanto, siguen igual que hace 20 años: Marruecos pide autonomía, el Frente Polisario pide independencia y la ONU intenta ajustarse a una realidad que no sabe definir ni parece capaz de cambiar.
Una vez jubilado Baker declaró que “el verdadero problema es que ningún país del Consejo de Seguridad está dispuesto a implicarse políticamente en el Sahara Occidental: el perfil del asunto es muy bajo y ninguno de esos países quiere correr el riesgo de la enemistad”. Sin embargo, aunque pueda parecerlo, la comunidad internacional no es equidistante en estos asuntos. La dilatación de su resolución es en sí misma una decisión, y los negocios y pactos tienen también implicaciones políticas. Un ejemplo es el acuerdo entre la Unión Europea y Marruecos para la pesca en el Sahara Occidental. En él se especifica que no se prejuzga el resultado del proceso político, pero a su vez se asume en la propia negociación a Marruecos como representante legítimo del territorio saharaui con capacidad para negociar sobre sus recursos.
El futuro no es fácil de aventurar. Argelia vive hoy un proceso de cambio político en el que aún está por ver cómo se enmarcan las poblaciones saharauis y el Frente Polisario. España, que legalmente todavía es potencia administradora del Sahara, tiene en Marruecos un aliado fundamental en materias tan delicadas como la inmigración, por lo que no se espera ningún cambio sustancial en las relaciones entre ambos. Francia, histórico aliado marroquí, tampoco tiene alicientes para cambiar de postura. En cuanto a Estados Unidos, la impredecible política exterior de Donald Trump se ha centrado más en el conflicto palestino, en Corea del Norte y en Irán, y no parece que Washington tenga intención de poner el foco en este asunto, al menos no en el futuro cercano.
Mientras tanto, el único territorio pendiente de descolonización de África sigue inmerso en una tensa calma. En conflictos así, cuando uno de los actores involucrados tiene el poder o la influencia internacional que tiene Marruecos, el tiempo juega a su favor. Dando por hecho que este conflicto tendrá un final, lo que es seguro es que la solución no llegará en un futuro temprano. Después de casi 50 años la cuestión ya no es cuándo se resolverá, sino cuánto se perderá en el camino.