La única empresa tecnológica que se hallaba entre las diez más grandes en el año 2009 era Microsoft, liderada por el entonces hombre más rico del mundo, Bill Gates. Las dos primeras eran petroleras, Exxon Mobil y Petro China, e incluso había en la lista una empresa de bienes de consumo, P&G. Solamente nueve años después, en 2018, la mitad de ellas eran tecnológicas, con Apple y Google a la cabeza, junto con otras empresas con una actividad económica principal distinta –como la venta de servicios de consumo, en el caso de Amazon y Alibaba– que deben a la innovación tecnológica su posición de mercado dominante.

El crecimiento de las grandes empresas tecnológicas no sólo se mide en términos absolutos y lleva aparejadas numerosas consecuencias directas en los mercados en los que operan. Facebook y Google, por ejemplo, controlan alrededor de 60% de la publicidad digital en el mercado estadounidense. En lugares tan dispares como Francia, Colombia y Egipto, entre otros muchos países, Apple y Google acumulan más de 90% de la cuota de mercado de los sistemas operativos. En China, más de la mitad del comercio por internet se realiza a través de Alibaba. Este exponencial crecimiento, unido a escándalos recientes sobre la recolección de datos de sus consumidores y la manera de sacar rédito de ellos, ha generado voces de alarma. Estas critican el excesivo tamaño y poder que han alcanzado dichas empresas, la influencia que ejercen en el día a día de los consumidores y los peligros que suponen para el funcionamiento de las sociedades democráticas modernas.

Así, por ejemplo, la senadora demócrata Elizabeth Warren propuso fragmentar estas grandes empresas, para garantizar la competencia en sus respectivos mercados. Mientras, la comisaria de Competencia de la Comisión Europea, Margrethe Vestager, habla de recuperar el control sobre partes del mundo digital y democratizar el poder de las grandes tecnológicas. Un siglo después de la aparición de las primeras leyes antitrust en Estados Unidos, el debate público vuelve a centrarse en la aplicación de este tipo de regulación y en la defensa de la competencia como la solución a los numerosos y diversos problemas que genera el excesivo poder.

El origen del antitrust

Las primeras leyes antitrust modernas nacieron con la segunda revolución industrial, protagonizada por Estados Unidos a finales del siglo XIX. Estas regulaciones se crearon para combatir la aparición de grandes emporios en sectores como el petróleo, los ferrocarriles y el aluminio, construidos por magnates como John D Rockefeller, JP Morgan y Andrew Carnegie, auténticos monopolios empresariales que jugaron un papel determinante en el crecimiento de la economía estadounidense tras la guerra civil (1861-1865). Este período se ha venido a conocer en la historia de Estados Unidos como la Edad de Oro o Gilded Age, una época que guarda numerosas similitudes con la actual, combinando avances tecnológicos, desigualdad económica y opciones políticas populistas.

El dominio que tenían Rockefeller, Morgan y Carnegie sobre sectores económicos que acababan de emerger como consecuencia de los avances tecnológicos les otorgaba la posibilidad de aprovecharse de las economías de escala y de una menor inversión en costes laborales; estos magnates incluso limitaban aun más la competencia estableciendo alianzas entre ellos. Así, por ejemplo, Rockefeller consiguió un monopolio casi exclusivo del transporte por ferrocarril de su petróleo al conseguir un precio reducido exclusivo por parte de Cornelius Vanderbilt, uno de los principales magnates del ferrocarril. JP Morgan provocó la aparición del término morganización, referido a la estrategia de monopolización que siguió en sectores como el del ferrocarril, el del acero y el bancario, en los que creaba conglomerados de pequeñas empresas en un mismo sector y reducía los precios hasta conseguir que sus competidores acabasen en bancarrota, momento en que los compraba y unía a su conglomerado. Asimismo, la heterogeneidad de su imperio le otorgaba sinergias privilegiadas: sus bancos le proporcionaban financiación y el acero resultaba fundamental para construir las líneas de ferrocarril, que eran a la segunda revolución industrial lo que internet a la revolución digital.

La excesiva concentración y el tamaño de estos monopolios estaban directamente relacionados con una desigualdad desorbitada: a finales de siglo, 90% de la población sólo poseía un tercio de la riqueza y, significativamente, el 0,1% más rico controlaba casi 10%. A ello se sumó el aumento de la conflictividad social, con huelgas masivas de los trabajadores que muchos estados se veían incapaces de gestionar. Un naciente movimiento populista, de origen fundamentalmente agrario, denunciaba dicha desigualdad, señalando a los monopolios como responsables y exigiendo la intervención del gobierno. Así fue aumentando la idea de que el crecimiento y el excesivo poder de estas empresas afectaban negativamente no sólo al emprendimiento y la competencia económica, sino también al funcionamiento del sistema democrático.

Fue entonces cuando se comenzó a emplear la legislación antitrust. Un trust es, en esencia, una configuración legal que permite coordinar múltiples propiedades o empresas bajo una misma dirección. Se diferencia del cártel en que en este último las empresas son controladas por distintos propietarios, pero pertenecen al mismo grupo coordinado de forma conjunta. Este tipo de mecanismos tiene el efecto potencial de abusar de una posición de mercado dominante para limitar la libre competencia entre empresas y fijar precios de forma abusiva. De esta forma, la legislación antitrust tiene como principal objetivo la protección de los consumidores frente a prácticas que restrinjan la libre competencia en el mercado.

La principal ley antitrust en Estados Unidos, la Ley Sherman, entró en vigor en 1890. En esencia, esta prohibía cualquier actividad que limitase la competencia y el intento de monopolización de un mercado por parte de grupos empresariales. Pese a no regular todas las posibilidades de limitar la competencia –por ejemplo, en cuanto a las fusiones empresariales– y de aplicarse incluso frente a sindicatos, la Ley Sherman supuso que el Tribunal Supremo ordenara en 1911 la división forzosa de Standard Oil, la petrolera de Rockefeller, en 34 empresas distintas, de las que hoy perviven Exxon Mobil y Chevron, después de diversas fusiones y adquisiciones por otras grandes petroleras.

La aplicación de leyes antitrust ha ido evolucionando desde posiciones más estrictas en sus primeros años de vida a más limitadas en los últimos tiempos. La primera tendencia coincidió con el intervencionismo estatal del New Deal de la década de 1930, que se prolongó, aunque con menor intensidad, hasta finales de los años 60. En esa década la liberal Escuela de Chicago hizo triunfar su tesis de que los mercados, a través de sus dinámicas, protegen la competitividad empresarial mejor que el Estado. Así, el antitrust se redujo a un papel más limitado y menos intervencionista, guiándose por el principio de bienestar del consumidor, que considera que se debe actuar para proteger la libre competencia únicamente cuando esta suponga un aumento de los precios de forma artificial que perjudique a los consumidores. Desde entonces, esta tesis ha sido la predominante en Estados Unidos y en gran parte del mundo, aunque hay voces que abogan por una reformulación de este principio o por la utilización de otros de cara a asegurar la correcta defensa de la competencia en los mercados actuales.

Defendiendo la competencia

Independientemente de las interpretaciones académicas y judiciales de las leyes de defensa de la competencia o antitrust, lo cierto es que constituyen un mecanismo para defender la competencia en el libre mercado, ya sea poniendo el foco de atención en proteger al consumidor o en proteger el funcionamiento del mercado y la integridad del sistema político en que se desarrolla. A pesar de que las razones, actuaciones o motivaciones políticas sean variadas, el mínimo común denominador se reduce siempre a garantizar la competencia en el mercado y evitar situaciones de abuso y de concentración de poder.

Precisamente esto último, la limitación del tamaño y poder de las empresas, constituye la base de la legislación antitrust en Estados Unidos, a la que hay que añadir la interpretación que hacen los jueces, centrada en la protección del consumidor. La tradición europea se inspira en gran medida en la estadounidense, pero también en su propia experiencia histórica, e incluye el escepticismo alemán de la posguerra hacia las grandes empresas y cárteles, cuyo excesivo poder político había favorecido la llegada y consolidación de Adolf Hitler en el poder.

La competencia entre empresas es al libre mercado lo mismo que las elecciones libres a un sistema democrático. Y la competencia, a pesar de ser propia del ámbito privado de la libertad de mercado, es un asunto eminentemente político. Es el Estado el que tiene encomendada la tarea de garantizar la competencia en los mercados. Si a esto se le añade el tamaño y las enormes implicaciones que en ocasiones juega la aplicación de normas antitrust, el debate político está servido. No en vano se habla muchas veces de “política de competencia” o “política antitrust”.

En cualquier caso, con independencia del debate político, las normas antitrust se conciben como mecanismos que aseguran la competencia en el mercado ante una gran variedad de situaciones, como los acuerdos para fijar precios o la oferta de productos, la recepción de ayudas del Estado, las grandes fusiones o adquisiciones de empresas o el abuso de una posición dominante en el mercado. Estas conductas anticompetitivas pueden ser limitadas de diversas formas, siendo las multas millonarias y las divisiones forzosas el último resorte. Antes de llegar tan lejos, las autoridades pueden realizar investigaciones y autorizar o no determinados procedimientos, como la fusión entre varias empresas que pueda poner en riesgo la competencia en ese sector.

Los mercados digitales

La digitalización de la actividad económica está teniendo profundas implicaciones no sólo en la forma en la que se estructuran los mercados y se diseñan los productos, sino también en la propia vida y en los hábitos de los consumidores. Las empresas tecnológicas y las nuevas plataformas digitales son tan innovadoras que las leyes, las regulaciones y las prácticas a las que deben atenerse las empresas resultan en gran medida obsoletas, incluidas las relativas al antitrust. La principal característica de estos mercados es que son multifacéticos, ya que en ellos se producen distintos tipos de interacciones entre varios tipos de usuarios, de las que algunas son gratuitas. Por ejemplo, en redes sociales como Facebook o Twitter, el consumidor tiene acceso a la plataforma y a su contenido de forma gratuita. Sin embargo, a ese espacio también tienen acceso anunciantes que pagan a las plataformas para que sus usuarios reciban la información que desean proyectar. La contrapartida que pagan los usuarios es, por tanto, recibir esa publicidad con la que se lucran las plataformas.

Las plataformas digitales necesitan crear grandes comunidades de usuarios y obtener información de ellos, el llamado big data, ya que su negocio depende fundamentalmente de la acumulación de datos: cuanto más grande sea su plataforma, más usuarios y mayor control sobre sus datos tendrá y mayor será el interés de los anunciantes por ella. Sólo cuando poseen una posición dominante en el mercado pueden comenzar a monetizar algunos de sus servicios, aunque no siempre lo hacen. Por ejemplo, Spotify ofrece la posibilidad de escuchar y descargar música sin publicidad en su plataforma a cambio de una suscripción mensual, mientras que el servicio premium de Linkedin permite una mayor proyección del perfil profesional de sus usuarios de cara a encontrar empleos.

Estas características especiales de los mercados digitales se traducen en importantes retos a la hora de garantizar la competencia en estos, sobre todo con un marco regulatorio no diseñado para estos modelos de negocio. Dado que el triunfo de estas empresas se mide en el tamaño que alcanzan, existe una gran concentración en los mercados digitales, así como grandes barreras de entrada para posibles competidores. El tamaño de estas empresas también importa, en la medida en que les permite desarrollar economías de escala y comercializar nuevos productos con los que, además, obtener datos adicionales de sus usuarios. Amazon, por ejemplo, tiene su propia sección de servicios digitales para empresas, mientras que Apple ha lanzado su propio sistema de pagos; ambas empresas también comercializan ya su propio servicio de streaming de contenido audiovisual.

No es sólo la economía, estúpido

En general existe cierto consenso desde hace tiempo respecto de que las reglas antitrust y de defensa de la competencia precisan de cierta actualización para hacer frente a los retos de la economía digital. No obstante, los recientes escándalos de las grandes compañías digitales han puesto en primera línea el debate acerca de su regulación y la limitación de su poder. Se habla de establecer mayores multas, de que paguen más impuestos en los países en los que operan, de que limiten la recogida y el uso de datos de sus clientes e incluso de reestructurar forzosamente algunas de estas empresas. Warren ha sostenido públicamente la necesidad de “romper el big tech”. Otros políticos estadounidenses han sugerido, por ejemplo, que Facebook venda forzosamente Whatsapp e Instagram, y el propio presidente estadounidense, Donald Trump, ha hablado de investigar tendencias monopólicas. En Europa, aunque este debate tenga menor incidencia en los medios actuales, las acciones por parte de la Comisión Europea contra las grandes compañías tecnológicas han sido de mayor relevancia que al otro lado del charco, con multas millonarias a empresas como Facebook y Google por abusar de su posición en el mercado o no proporcionar información suficiente en relación con el uso que hacen de los datos de sus usuarios.

La cuestión es, por tanto, cómo se pueden aplicar las normas antitrust para limitar el poder de estas empresas. Respecto de esto, es preciso recordar que el antitrust está pensado únicamente como mecanismo de protección de la competencia y no para hacer frente a muchos de los retos políticos y sociales que implica el poder de estas compañías, como la protección de datos, los efectos sobre la sociedad del uso de las redes sociales, la neutralidad de la red, etcétera. Por lo tanto, de cara a regular las plataformas digitales y su enorme poder, el rol de las normas de defensa de la competencia es limitado, y en todo caso únicamente se centrarán precisamente en el objetivo para el que están diseñadas: defender la competencia en los mercados. Pretender que el antitrust evite el uso de los datos que recogen estas empresas con finalidades políticas, por ejemplo, es erróneo.

Dicho esto, entonces, ¿qué puede hacer el antitrust? Lo primero es adaptarse a estos mercados digitales “gratuitos”, ya que con el foco puesto en el bienestar del consumidor medido en la afectación a los precios su ámbito de aplicación es escaso. Y lo segundo es, precisamente, garantizar una mayor competencia en un sector en que las barreras de entrada son enormes y, paradójicamente, el tamaño adquirido por unas cuantas empresas desincentiva la innovación y “canibaliza” el mercado. A pesar de que el antitrust vuelva a estar en boga como consecuencia del debate en torno a las grandes empresas tecnológicas, los retos que estas plantean para las sociedades democráticas exceden la respuesta que el antitrust puede dar. Ciertamente, garantizar la competencia en los mercados digitales es un objetivo en sí mismo que aún está lejos de cumplirse, pero que resulta insuficiente de cara al resto de implicaciones que tiene el big tech.