La política de Israel parece aproximarse a un punto de inflexión. La tremenda pulseada que tiene atrapado al sistema político israelí parece llegar a un posible punto de inflexión una vez que fueron digeridos los resultados de las terceras elecciones parlamentarias convocadas en el curso de 11 meses. A primera vista parecería que nada sustancial ha cambiado. Las urnas reafirmaron mayormente los resultados obtenidos en abril de 2019, apenas modificados levemente en setiembre de 2019 y repetidos con pequeñas variantes en marzo de 2020. La inmensa mayoría de los votantes israelíes se dividen entre diversas opciones de derecha, con muy pocos matices entre ellos en cuestiones políticas sustanciales o de política económica, pero que representan sectores muy diferenciados desde el punto de vista étnico, cultural y religioso. Son prácticamente representantes de distintas tribus. El Likud de Benjamin Netanyahu tuvo una muy buena votación, al incrementar significativamente la participación electoral en ciudades y barrios judíos de sectores populares y con población mayoritariamente originaria de Medio Oriente, en donde está arraigado, por lo que subió de 32 votos en setiembre de 2019 a 36 en marzo de 2020, con un diputado más que los que había obtenido en abril de 2019. Netanyahu prosiguió estos meses haciendo todo tipo de concesiones sociales puntuales para asegurarse el apoyo de sectores específicos de votantes, actuando en contra de su propia ideología neoliberal. De esta manera, derogó una liberalización de las tarifas de los taxis para evitar que estos hicieran campaña en su contra. Por otro lado, peleado ya con la Policía, que recomienda juzgarlo por corrupción, el primer ministro accedió al reclamo de la protesta de jóvenes judíos de origen etíope de crear una comisión investigadora sobre casos de violencia y racismo policial (demanda que había ignorado en las vueltas electorales anteriores).
Mientras tanto, la ultraderecha religiosa perdió un diputado a favor del Likud. También Avigdor Lieberman, el líder de un partido de derecha mayoritariamente de inmigrantes rusoparlantes, perdió un diputado, no tanto por perder votos sino por el aumento importante en la cantidad de votantes de otras opciones. La izquierda sionista se sigue achicando después de haber perdido la inmensa mayoría de los miembros tradicionales de su tribu –judíos de origen europeo, laicos y de sectores sociales medios y altos– en detrimento del novel partido de centroderecha Azul y Blanco, dirigido por varios ex generales del Ejército, a pesar de haberse unido esta vez los restos del laborismo con el partido Meretz, para evitar el riesgo de que uno de los dos no superara la vara electoral de 3,25% de los votos emitidos, el mínimo exigido por las leyes electorales isralíes para acceder al Parlamento. Si por separado los partidos de centroizquierda sionista tenían 11 diputados en setiembre de 2019, juntos y con socios menores obtuvieron únicamente siete en marzo de 2020, ya que su unión artificial repelió a votantes en distintas direcciones. En cambio, la unión de partidos representantes de la minoría árabe en Israel, que abarca desde al Partido Comunista hasta nacionalistas de izquierda, liberales e islamistas moderados, aumentó su caudal electoral de 13 a 15 diputados. El crecimiento de la participación electoral de la población árabe israelí, que representa aproximadamente 20% de la población total del país, que, marginada políticamente, siempre votaba en porcentajes menores a la mayoría judía, neutralizó el crecimiento de votantes del Likud y forzó un nuevo empate, en el sentido de que ni Netanyahu ni su principal rival, el general retirado Benny Gantz, líder de Azul y Blanco, pueden conformar un gobierno con mayoría parlamentaria.
Visto así, matemáticamente la política israelí parece haber regresado al punto de partida de esta prolongada crisis. Sin embargo, el tiempo no pasa en vano, sino que marca procesos, modifica actitudes y tiene consecuencias. La primera es la sensación de hartazgo que cunde entre amplios sectores de la población y de la cual se hacen voceros los principales medios de comunicación. Una sensación de hartazgo no solamente respecto de un proceso electoral sino también de un debate político centrado en la persona de Netanyahu. Los tiempos judiciales también pasaron, y la semana que viene se iniciará el juicio por corrupción contra Netanyahu, que este pensaba evitar con una inmunidad parlamentaria que ya no obtendrá, o con el cargo de primer ministro asegurado.
La segunda consecuencia es el deterioro preocupante de la cultura política. Si bien la política israelí siempre se caracterizó por su crudeza, rudeza y hasta violencia verbal, este prolongado empate y los desesperados intentos de Netanyahu por mantenerse en el poder, y la polarización en torno a su persona y su entorno, han empeorado mucho la convivencia política. La difusión de grabaciones verdaderas y falseadas, de rumores y chantajes referentes a la vida personal real o inventada de políticos, de fiscales y de policías involucrados en las investigaciones de corrupción, los ataques a instituciones y los insultos en las redes sociales han tensado y rebajado mucho el discurso político. La tercera consecuencia es la constatación de que si bien la derecha más antipalestina vence una y otra vez en las elecciones, no es capaz de aplicar plenamente su propio programa y de cumplir sus amenazas. Eso quedó muy claro después de que Netanyahu regresara eufórico de Washington tras la ceremonia en la que el presidente estadounidense, Donald Trump, anunció su “plan de paz”, y anunciara la intención de anexar unilateralmente a Israel el valle del Jordán, para sólo recibir un fuerte frenazo de Estados Unidos y de Jordania, que entendieron que una anexión tal realmente podía provocar la desestabilización de la Autoridad Nacional Palestina, con consecuencias incalculables. De la misma manera, una nueva ronda de misiles, bombardeos y tiroteos con las fuerzas islámicas dominantes en Gaza concluyó no en una respuesta violenta que amedrentaría definitivamente a Hamas, anunciada con aspavientos por el novel ministro de Defensa, Naftali Benett, dirigente religioso nacionalista, sino en una tregua en el marco de la cual Israel aflojó levemente el sitio a Gaza y evitó dar golpes excesivos al gobierno de Hamas. En otras palabras, prosigue el proceso de colonización israelí en Cisjordania y prosigue el cerco a Gaza, pero la realidad es mucho más compleja que los relatos triunfalistas de la derecha israelí, y los ninguneados palestinos logran entorpecer sus proyectos. La cuarta novedad es que la población árabe en Israel ya no está dispuesta a ser políticamente marginada, sino que vota masivamente y sus representantes están dispuestos a intervenir en el devenir político de Israel. En esta novedad se centra la actual tensión política; en el partido Azul y Blanco ya no descartan lo que habían dado como imposible anteriormente: la posibilidad de que Gantz sea elegido primer ministro con los votos de la Lista Árabe Unida, no como socios de coalición, pero sí como apoyo externo para derrocar a Netanyahu. Esa eventualidad dejaría a Netanyahu más vulnerable que nunca en su juicio. Aún no está claro si Lieberman, el socio de derecha necesario para una coalición dirigida por Gantz, estaría dispuesto a dar sus votos haciendo frente común con los diputados árabes. Lieberman nunca ha ocultado su profundo odio y desprecio hacia la población árabe. Lo que sí está claro es que Netanyahu y sus numerosos voceros, que hicieron toda una campaña negativa en torno a la acusación de que Gantz planeaba aliarse con los diputados árabes, ya han iniciado una feroz campaña poselectoral, acusando a Gantz de traición al sionismo por no descartar apoyarse en los votos de los diputados árabes para formar gobierno. En estos momentos, esa es la discusión política más sustancial que se está dando en Israel, una discusión que aparentemente tiene lugar dentro de Azul y Blanco. Las llaves para “seguir adelante” están en la capacidad de llegar a acuerdos políticos que incluyan a la minoría árabe en Israel, acuerdos que únicamente hizo por un muy breve período Itzjak Rabin entre 1993 y 1995 y que le permitieron iniciar un frustrado proceso de paz.
Todos recuerdan muy bien en qué terminó aquel intento, que incluía no solamente la opción de paz con los palestinos sino también la inclusión ciudadana y política de los marginados árabes ciudadanos de Israel. Si no fuera por la insistencia de Netanyahu en su supervivencia política, que amenaza con desestabilizar a buena parte de las instituciones del Estado, sería muy difícil imaginar a los dirigentes de Azul y Blanco, de centro o de derecha, militaristas, muy sionistas, antipalestinos y mayoritariamente con un inocultable racismo, considerar la posibilidad de traspasar el cordón sanitario en torno a los políticos representantes de la minoría árabe dentro de Israel. Si no lo hacen, habrá un cuarto round electoral, con todos sus costos, incluido el económico.
Gerardo Leibner, desde Tel Aviv.