Sería ingenuo pensar que el engaño, la propaganda y la desinformación son fenómenos recientes. Dominar el relato, avivar pasiones y prejuicios, y denostar a los rivales ha formado parte de los objetivos de la comunicación política desde tiempos inmemoriales. El estratega chino Sun Tzu concluyó que “toda guerra está basada en el engaño” cientos de años antes de que Octavio Augusto recurriera a una campaña de propaganda para consolidarse como el primer emperador romano en el siglo I a. C.

Lo que ha marcado la diferencia desde entonces es el desarrollo tecnológico. La invención de la imprenta y, siglos más tarde, la expansión de la prensa escrita por medio de la rotativa fueron puntos de inflexión. Así lo demuestra el caso de Estados Unidos: en el siglo XIX, el abaratamiento de los periódicos dio lugar a una competencia feroz en la que determinados diarios optaron por recurrir a prácticas poco éticas para atraer al lector. Para la posteridad quedaría el gran bulo de la Luna de 1835, con el que el modesto diario neoyorquino The Sun se convirtió brevemente en líder de ventas al publicar la exclusiva del supuesto descubrimiento de una civilización extraterrestre.

Esos fueron los primeros compases del sensacionalismo, que vivió su cénit a finales del mismo siglo con el auge de la prensa amarilla también en Nueva York. La rivalidad antagónica de los dos principales periódicos, el New York World y el New York Journal, dirigidos por los magnates Joseph Pulitzer –quien, irónicamente, fue el creador del célebre premio a la excelencia periodística– y Randolph Hearst, respectivamente, llevó a ambos a protagonizar una espiral de titulares impactantes, exageraciones y noticias falsas para incrementar las ventas. Fue así como el amarillismo contribuyó al estallido de la guerra hispanoestadounidense en Cuba, en 1898, tras años de infundir el sentimiento antiespañol en la opinión pública estadounidense y difundir, sin pruebas, la noticia del ataque español al acorazado estadounidense Maine, atracado en el puerto de La Habana.

Con los años, aunque no llegó a desaparecer, la prensa amarilla decayó en influencia e intensidad. El público estadounidense se concienció de sus consecuencias negativas y, paulatinamente, el entonces conocido como periodismo objetivo –por estar basado en hechos contrastados– comenzó a liderar el mercado hasta imponerse en los principales países democráticos a lo largo del siglo XX. Esto en absoluto significó el fin de la desinformación, la subjetividad y las malas prácticas periodísticas: simplemente dejaron de ser un recurso vital para la rentabilidad económica de los medios. La segunda mitad del siglo fue una buena época para el periodismo. Sin embargo, la evolución tecnológica de las últimas décadas ha vuelto a romper las lógicas de la desinformación.

El derrumbe del periodismo tradicional

Según la Real Academia Española, la posverdad es la “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”. Una doble crisis de los medios de comunicación tradicionales ha contribuido a su normalización: en primer lugar, una pérdida del rigor periodístico, que comenzó antes de la popularización de internet; en segundo lugar, una debilidad económica propiciada por la crisis de 2008 y la eclosión de los medios digitales.

En las últimas décadas del siglo XX, la proliferación de cadenas de televisión privadas posibilitó la creación de medios partidistas nacidos con el propósito de adaptar su contenido a las preferencias ideológicas de un determinado público. Un ejemplo paradigmático es la cadena estadounidense Fox News, dirigida al público conservador, que lleva 18 años siendo el canal de noticias más visto en el país.

El auge de este modelo afectó la calidad del periodismo. Los medios tradicionales perdieron una cuota de mercado en favor de los que buscaban simplemente proveer la información que al telespectador le reconfortaba consumir. Esta podía incluir contenidos sesgados, sin contrastar, o basados sencillamente en opiniones. A pesar de ello, estos medios se definían como ideológicamente equilibrados, lo que también resultaba reconfortante para su audiencia y pretendía darle una falsa imparcialidad, que, irónicamente, convertía cualquier otro medio que no compartiera su discurso en sospechoso de tener sesgos ideológicos.

Con el tiempo, este estilo partidista también caló en los medios tradicionales y dañó aún más el rigor periodístico. La búsqueda de la objetividad perdió su sentido y los hechos se dejaron de contrastar. Ser objetivo ahora significaba ser neutral y, para conseguirlo, había que dar voz a todas las opiniones y ofrecer la misma visibilidad a diferentes posturas, como si todas merecieran la misma credibilidad. Esta lógica, que puede ser acertada en ciertos contextos de discusión pública, también se aplicó a realidades con amplio consenso científico, lo que puso en debate hechos contrastados. Algunos de los ejemplos más claros son el movimiento antivacunas, la inmigración y el cambio climático, que han pasado de ser fenómenos estudiados por la ciencia a que sus principios básicos se cuestionen en un debate ideológico.

Dar espacio a estas contranarrativas falsas puede tener efectos perjudiciales directos, como demuestra el debate sobre las vacunas. A pesar de ello, no incorporar estas posturas, por muy erróneas o engañosas que sean, puede implicar una acusación de parcialidad y censura para el medio en cuestión. Por si fuera poco, dar voz a estas narrativas tiene premio: llegar primero a una noticia es un incentivo económico demasiado goloso como para desaprovecharlo. En este ecosistema mediático, tan competitivo y que tanto protagonismo da a la última hora, no siempre gana el mejor, sino el más atractivo y el más rápido, por lo que no es infrecuente que medios considerados prestigiosos difundan falsedades –se retracten luego o no– en busca de audiencia. Todo ello tiene que ver con la segunda faceta de la crisis de los medios, la económica.

La crisis de 2008 coincidió con la expansión de los medios de noticias gratuitos en internet. Fue una tormenta perfecta para los medios tradicionales, en especial para la prensa escrita: las ventas cayeron en picado y, con ellas, los ingresos por publicidad. Sólo en España, 375 medios echaron el cierre y más de 12.000 periodistas perdieron su trabajo entre 2008 y 2014. Los que sobrevivieron tuvieron que adaptarse a los modelos de negocio que imperaban en la red, en la que la mayor parte del contenido era gratis y los ingresos por medio de la publicidad dependían de las visitas a la página.

Esto planteaba un nuevo dilema para el rigor periodístico: había que conciliar la calidad de la información con la capacidad de esa información para atraer la atención de los lectores. Y, como les sucedió a Pulitzer y Hearst en la Nueva York de finales del siglo XIX, en muchas ocasiones se acabó sacrificando lo primero para asegurar lo segundo, que, a fin de cuentas, era lo que daba de comer. Fue así como llegó el clickbait, un titular sensacionalista cuyo único objetivo es hacer que el lector pinche en un enlace a cosa de emitir información exagerada, enigmática o directamente falsa. El clickbait bien podría ser definido como neoamarillismo, aunque, si bien la lógica es muy similar, hay una gran diferencia: ya no hay que hacer el esfuerzo de comprar el periódico; basta con iniciar sesión en una red social, en la que cada usuario encontrará los titulares que más se ajusten a sus preferencias.

La espiral de la paparrucha

Internet ha roto las reglas del juego. Cualquier individuo u organización puede ahora convertirse en un medio de creación o propagación de contenido sin un gran coste. Además, internet ha abierto una vía de comunicación directa entre quienes creaban los mensajes y quienes los consumían, sin que sea necesaria la intervención del periodista, lo que ha erosionado aún más el papel de los medios como mediadores de información.

Asimismo, la reputación de los grandes medios ha quedado en entredicho para una parte de la sociedad, que los ve como poderosas corporaciones asociadas a la elite político-económica que tienen como objetivo hacer prevalecer la narrativa que interesa a esa elite. Este discurso crítico no es novedoso, pues hundió sus raíces en los movimientos sociales de los años 60 y se intensificó en los 90, con la expansión de los medios privados. Sin embargo, hasta los últimos años estaba vinculado principalmente a sectores de la izquierda. Actualmente también se sirven del mismo movimiento de derecha cuando encuentran dificultades para hacer llegar sus posiciones a la opinión pública. Desde esta óptica, ciertos canales alternativos han pasado a ser percibidos como fidedignos simplemente por proveer información que no circula en los medios tradicionales, supuestamente controlados por la elite. Así, la coletilla “no lo verás en los grandes medios” se ha empezado a usar como una prueba fehaciente de veracidad para estos medios alternativos.

Hasta hace unos años, la difusión de estos discursos era mucho más difícil. Sin embargo, las redes sociales han resuelto ese problema. Más de la mitad de la población española se informa por medio de las redes sociales y 80% por internet en general. Son cifras que concuerdan con las de otros países europeos. A pesar de ser herramientas de gran utilidad en muchos aspectos, las redes sociales también han permitido una sofisticación de la desinformación sin precedentes. Por un lado, porque la cantidad de información que circula en ellas es inabarcable y la línea entre la verdad y la mentira es aún más difusa. Por otro, porque en anteriores formas de desinformación las víctimas eran simplemente sus consumidores pasivos. Ahora ya no es así: los individuos son actores que participan en el proceso de desinformación, aunque ni siquiera sean conscientes de ello.

Gracias a las redes sociales, es el propio usuario quien selecciona las cuentas y los medios a los que sigue, estableciendo desde el primer momento un filtro cognitivo. Además, con sus Me gusta y Favoritos, compartiendo o comentando, proporciona una información sobre sus intereses que es procesada para que las redes vuelvan a ofrecerle un contenido similar al que le gustó antes y para que mantenga su interacción. Es la llamada “economía de la atención”, en la que el principal objetivo es mantener al usuario involucrado, independientemente de la veracidad del contenido que se difunda.

Por tanto, el contenido sensacionalista y viralizable es incluso beneficioso para las plataformas sociales. De hecho, está comprobado que las noticias falsas se difunden más rápido que las verdaderas. Así, el clickbait cobra aún más sofisticación: no sólo se pretende conseguir un clic en la noticia, sino también provocar una reacción emocional que impulse al lector a compartirla. Sentimientos como la indignación, el asombro, la alegría y el orgullo logran, así, que se viralice un contenido que no tiene por qué ser fiable.

Enredados en la posverdad

Las consecuencias de todo ello pueden resultar nefastas. Bajo esta lógica, el usuario entra en un bucle en el que reafirma una y otra vez sus prejuicios, sin ser necesariamente consciente de que está cayendo en una cámara de eco en la que escucha siempre los mismos mensajes. Este efecto es aún más gratificante con opiniones impopulares que el usuario no defendería abiertamente, porque le sirve para reivindicar su supuesto sentido crítico y su independencia frente a quienes, según él, no han conocido aún la verdad oculta o están cohibidos por la corrección pública. Además de este sesgo de confirmación, también entra en juego un sesgo de afinidad: la información resulta más creíble si llega por medio de personas a las que el usuario estima por razones de prestigio, concordancia ideológica, amistad o parentesco.

Otro de los riesgos que entraña este fenómeno es que la propia inercia del algoritmo de las redes puede ir escorando las sugerencias que se hacen al usuario de contenido cada vez más extremo. Por ejemplo, un estudio mostró que en Youtube, si los videos de vegetarianismo acaban sugiriendo videos de veganismo, los videos de contenido político acaban llevando a posturas más radicales, como discursos supremacistas o negacionistas del Holocausto.

En cualquier caso, las redes sociales no son malvadas en sí mismas: sus efectos dependen del uso que se les dé. Además, tampoco conviene magnificar los efectos de la desinformación, que apenas tiene capacidad para crear fracturas sociales por sí misma: simplemente las explota y las profundiza. La desinformación también ahonda la polarización, intensificando actitudes y favoreciendo que el individuo se aísle en su postura al reducir los espacios intermedios y fomentar que la población se posicione necesariamente a favor o en contra de determinado asunto.

Así, pues, el futuro de la desinformación es inquietante. La rentabilidad que genera ha sumido a la sociedad en una espiral de la que será difícil salir, pues ya han proliferado medios y particulares que se benefician económicamente de ella. Pero, además, los partidos políticos también están adoptando sus lógicas, por su evidente rentabilidad política. Ejemplos de ello son los efectos de los bulos de la ultraderecha europea contra refugiados e inmigrantes y la desinformación de la campaña del brexit.

Para añadir motivos de preocupación, la desinformación es un terreno propicio para las operaciones de injerencia de terceros países en la política de un país determinado, como hizo Rusia durante las elecciones estadounidenses de 2016. Y, por último, la combinación de la creatividad humana y la sofisticación tecnológica está haciendo que sea cada vez más difícil distinguir la realidad de la ficción. En los últimos años han proliferado los memes y los montajes fotográficos, muy baratos y efectivos como herramienta de desinformación; a ellos se van a unir pronto técnicas más complejas y costosas, como los deepfake, videos manipulados extremadamente realistas.

La conclusión que los desinformadores no quieren que leas

Múltiples iniciativas buscan romper el círculo vicioso de la desinformación. En primer lugar, hay cada vez más medios, incluido El Orden Mundial, que optan por depender menos de la publicidad para financiarse y recurren total o parcialmente a la suscripción de sus lectores. Esto no es un distintivo de calidad por sí solo, pero sí da a estos medios menos incentivos para optar por el sensacionalismo. La prensa estadounidense es la avanzadilla de este modelo. Significativamente, el periódico con más abonados, The New York Times, ha visto cómo se incrementa su cantidad de suscriptores tras la victoria de Donald Trump a un ritmo sin precedentes. Sin embargo, este modelo también plantea un peligro todavía hipotético: que una sociedad dispuesta a pagar por la información acabe ahondando en la polarización cuando cada usuario pague sólo por leer los medios que confirman su sesgo ideológico.

Al mismo tiempo, han surgido medios especializados en verificar la información, los fact-checkers. No obstante, por muy rigurosa que sea su labor, nunca estarán libres de la sospecha de los escépticos, que, de forma fundada o no, seguirán creyendo que estos medios se rigen por intereses ocultos o parten de sesgos ideológicos. Por otro lado, plataformas como Whatsapp, Facebook y Twitter también han tomado medidas para dificultar el tráfico de noticias falsas, aunque son todavía muy modestas; no es de extrañar, puesto que la viralización de este contenido les reporta un beneficio económico, al menos en el corto plazo. A nivel internacional, cada vez son más los países que lanzan iniciativas para aumentar la resiliencia de la sociedad ante la desinformación. Y se espera que puedan diseñarse herramientas cada vez más efectivas para detectar bulos.

Todos estos esfuerzos pueden alumbrar el camino hacia una sociedad de la información más sana y cohesionada. La responsabilidad es compartida entre todos los actores, pero el centro de atención debe situarse en la sensibilización individual. Como ocurrió con el amarillismo neoyorquino, romper la dinámica de la posverdad precisa de una concienciación social que lleve a un cambio en la cultura de consumo de la información. Es una tarea larga y ambiciosa. Pero, aun así, resulta más fiable que depender de que determinados medios, responsables políticos o perfiles en redes sociales estén dispuestos a que la verdad les estropee un buen tuit, un buen titular o un buen discurso.