Derecho humano y un pilar fundamental de la democracia liberal, la libertad de información también constituye una vulnerabilidad para sus sociedades abiertas, que quedan expuestas a la manipulación informativa de gobiernos extranjeros.
“A veces me asombro de lo fácil que es jugar este juego. Si no tuvieran libertad de prensa, tendríamos que inventársela”. Estas palabras se atribuyen al general soviético de la KGB Ivan Agayants, en 1965. Se refería a la facilidad con la que la Unión Soviética podía penetrar en la opinión pública occidental por medio de las llamadas “medidas activas”, operaciones de información encubiertas llevadas a cabo por la inteligencia soviética para influir políticamente en un país determinado.
Medio siglo después la frase apenas ha perdido vigencia. Si bien los esfuerzos por influenciar a sociedades foráneas nunca desaparecieron, varios factores han hecho que el libre flujo de información vuelva a estar en el punto de mira. En primer lugar, un contexto internacional cada vez más competitivo, en el que la gran potencia de las últimas décadas, Estados Unidos, se ve desafiada en múltiples ámbitos, incluido el propagandístico, por dos aspirantes autoritarios: China y Rusia. En segundo lugar, el desarrollo tecnológico ahora permite llegar a la opinión pública de otros países a gran escala de forma rápida, accesible y precisa. En tercer y último lugar, el creciente clima de polarización social, desconfianza en las instituciones y confusión informativa instalado en algunos países democráticos es un terreno fértil para la injerencia extranjera.
La libertad de información, un arma de doble filo
Con la llegada de la Guerra Fría, desde el bloque occidental se promovió la libertad de información por cualquier medio sin limitación de fronteras. De hecho, así lo recoge el artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, de 1948. Estados Unidos pensó que el hermetismo mediático de los regímenes autoritarios había contribuido al auge del totalitarismo nazi o soviético por medio de la propaganda, por lo que asegurar el libre flujo de información fortalecería la democracia y serviría como autopista para la influencia estadounidense en otros países. La manipulación informativa de Estados Unidos para influir políticamente en la órbita soviética y en todo el mundo llegó a países tan diversos como la Alemania oriental, Guatemala, Chile e Irán, según los documentos desclasificados por la CIA.
Sin embargo, la libertad de información se convirtió en un arma de doble filo para Occidente, pues sus sociedades abiertas también quedaban expuestas ante la influencia extranjera. Así lo interpretaron los servicios secretos de la Unión Soviética y sus aliados, que, se estima, llevaron a cabo alrededor de 10.000 operaciones de desinformación durante la Guerra Fría. Su objetivo era generar confusión en la opinión pública, incentivar la inestabilidad o desacreditar a los gobiernos rivales. Un ejemplo ilustrativo fue la operación Infektion. En 1983, los servicios soviéticos filtraron la noticia falsa de que el sida había sido creado en un laboratorio secreto de armas biológicas en Estados Unidos. Esta exclusiva, originalmente publicada en un periódico prosoviético de India, se expandió y fue alimentándose con otras teorías, como la de que Estados Unidos estaba haciendo campañas de inoculación del virus VIH en Zaire, la actual República Democrática del Congo.
Con el colapso de la Unión Soviética, los esfuerzos rusos por manipular la opinión pública de otros países disminuyeron, mientras que la influencia occidental avanzó implacablemente. Países del antiguo bloque del este, como las repúblicas bálticas, Polonia y Hungría, comenzaron su transición hacia la democracia para acabar alineadas con Occidente, adheridas tanto a la Unión Europea como a la OTAN. Todo ello coincidió con el desarrollo de las telecomunicaciones de escala global, los primeros pasos de internet y, como trasfondo geopolítico, la hegemonía indiscutible de Estados Unidos, que también se proyectaba en el ámbito cultural.
El optimismo occidental de los años 90 aumentó todavía más con la llegada del siglo XXI. El espíritu aperturista y liberalizador de las democracias occidentales siguió calando en sociedades autoritarias, como demostraron las revoluciones de colores de Ucrania, Kirguistán y Georgia, entre 2003 y 2005. Además, la universalización de internet complicaba todavía más, según se creía entonces, la censura gubernamental. Barack Obama, entonces presidente de Estados Unidos, resumió así la supuesta lógica emancipadora de la libertad de información durante una visita oficial a China en 2009: “Cuanto más libre fluya la información, más fuerte será la sociedad, porque así los ciudadanos de alrededor del mundo podrán empezar a pensar por sí mismos”.
Poco después, el estallido en 2011 de las revueltas árabes, en el que las redes sociales jugaron un papel determinante, pareció corroborar que internet favorecía la liberalización política. Paradójicamente, las revueltas de 2011 acabaron siendo un ejemplo de lo contrario: salvo Túnez, el resto de los países acabó volviendo a un régimen autoritario, como Egipto, o se vio envuelto en guerras civiles, como Siria y Yemen. La experiencia de 2011 es una muestra de cómo internet puede acabar siendo una herramienta opresora al servicio de regímenes autoritarios.
El búmeran de internet
Salvo excepciones, como la de Túnez, internet no sólo no ha contribuido a la apertura de los regímenes autoritarios, sino que, por el contrario, les ha permitido aumentar su capacidad de control social hasta una sofisticación sin precedentes. De hecho, la libertad en la red ha ido en progresivo retroceso en el mundo desde hace una década, según Freedom House. Además, como ocurrió en la Guerra Fría, determinados países autoritarios han sabido convertir una vulnerabilidad, el flujo internacional de información, en una gran oportunidad para explotar las brechas de las sociedades abiertas.
Adaptándose a las lógicas de internet y las redes sociales, algunos regímenes autoritarios han desarrollado formas muy sofisticadas de propaganda y manipulación con las que influir políticamente en otros países, erosionar la confianza de sus ciudadanos en las instituciones democráticas y ahondar en sus grietas sociales. Según un informe de la Universidad de Oxford elaborado en 2019, entre los países con mayor capacidad de influencia en las redes sociales apenas hay dos que pueden ser considerados democracias: Israel y Estados Unidos. Entre ellos también figuran regímenes autoritarios como China, Rusia, Arabia Saudí, Irán y Venezuela. Este informe afirma, además, que existe una correlación entre mayor capacidad de control interno y potencial para realizar operaciones de influencia en el interior.
Los mecanismos de manipulación son muy variados. En el campo de las redes sociales es frecuente el uso de bots, programas informáticos que se hacen pasar por usuarios reales para amplificar la difusión de los mensajes deseados. A ellos se le suman los trolls, cuentas anónimas creadas masivamente para amedrentar y hostigar a ciertos perfiles críticos, y la recopilación de datos para hacer llegar el contenido a las personas idóneas por medio de la microfocalización. Más allá de las redes sociales, se destacan los medios de comunicación digitales financiados por los gobiernos que tratan de promover una buena reputación de estos de manera lícita, pero en otras ocasiones también incurren en la desinformación y un contenido conspirativo para denostar a rivales y crear confusión.
En cualquier caso, es muy difícil calcular cuánta de la desinformación que circula por las redes puede ser atribuida a la injerencia de gobiernos extranjeros, pues no es fácil demostrar su participación. Además, las redes permiten que desinformar sea ya accesible, e incluso rentable, también para individuos u organizaciones particulares, sean nacionales o extranjeros. Un ejemplo famoso es el grupo de adolescentes que, desde un pequeño pueblo de Macedonia del Norte, hizo una fortuna al elaborar noticias falsas favorables a Trump y difundirlas en grupos de Facebook y páginas de ideología conservadora de Estados Unidos durante la campaña presidencial de 2016.
Los jóvenes macedonios pudieron aprovecharse de que el contacto entre el creador y el receptor de la información en internet puede ser directo, una diferencia fundamental respecto a las operaciones de influencia de la Guerra Fría. Los servicios soviéticos debían esmerarse al crear la noticia y ocultar tanto su fuente como su intencionalidad para que un medio de comunicación occidental no recelara y quisiera publicarlo. Eso ya no es necesario actualmente, puesto que los filtros editoriales en las redes sociales son prácticamente inexistentes.
Con todo, las operaciones de influencia desde el exterior tienen poca capacidad de crear división en la sociedad que es víctima de ellas: sencillamente se alimentan de esa división ya existente y la profundizan. Cuanto más polarizada esté una sociedad, mayor probabilidad habrá de que la desinformación y la propaganda extranjeras hagan eco en su interior y triunfen. Por otra parte, las operaciones de influencia no son un patrimonio exclusivo de los regímenes autoritarios: los países democráticos también han recurrido a ellas con mayor o menor frecuencia e intensidad.
China y Rusia, alumnos aventajados
Tanto por su capacidad de alcance como por sus aspiraciones geopolíticas, China y Rusia han sido objeto de recelo en Occidente. En la última década ambas han redoblado los esfuerzos por proyectar su influencia global, con el aspecto propagandístico como uno de sus pilares fundamentales. Ambos países consideran que la visión sesgada de Occidente sigue siendo la predominante en el mundo y que Occidente ha impulsado una guerra multidimensional, o híbrida, en ámbitos como el político, el económico y el informativo. Esa supuesta guerra híbrida, que busca expandir los valores occidentales por el mundo, estaría detrás de las revoluciones de colores en los países postsoviéticos, las revueltas árabes de 2011, la revolución del Maidán de 2014 en Ucrania y las protestas de 2019 en Hong Kong. Desde la perspectiva de China y Rusia, sus operaciones de injerencia en sociedades extranjeras son un intento de contrarrestar la influencia occidental hegemónica.
El caso de Rusia es el más célebre, después de que tratara de influir en las elecciones estadounidenses de 2016 y las francesas de 2017, entre otras. No obstante, Rusia también lleva a cabo operaciones menos conocidas en países africanos; por ejemplo, recientemente se descubrió una red de trolls rusos que operaba desde Nigeria y Ghana y difundía, entre otros, contenido crítico con la opresión racial en Estados Unidos.
Aunque el patrón ruso es muy variado, siempre se basa en la difusión de contenido propagandístico por medio de sus satélites mediáticos. A partir de ahí, sus mensajes se adaptan al contexto nacional del país receptor, aprovechando las grietas sociales y políticas locales. De hecho, es frecuente que las cuentas y los medios afines al Kremlin amplifiquen, sin necesidad de inventarlas, narrativas minoritarias que ya están presentes en la sociedad, como la postura antinmigración en Estados Unidos y el euroescepticismo en la Unión Europea. Parte del éxito de las operaciones de influencia consiste en apoyarse en hechos que ya generan división social para favorecer los intereses políticos, económicos o reputacionales del perpetrador, independientemente de que el contenido sea falso o verdadero.
China parece haber comprendido esta lección. Hasta principios de 2020, sus esfuerzos comunicativos se centraban en construir una imagen benévola tanto de su régimen como de su posición como líder global, manteniendo un perfil más bien discreto en las redes sociales. Sin embargo, las protestas en Hong Kong hicieron reaccionar al gigante asiático, que desde mediados de 2019 ha aumentado su presencia en las redes sociales por medio de decenas de cuentas de instituciones y autoridades oficiales y cientos de miles de cuentas afines para difundir contenido.
La pandemia de coronavirus ha marcado un nuevo punto de inflexión. En las primeras semanas, China adoptó una postura defensiva que para eludir la responsabilidad de lo sucedido, al mismo tiempo que trataba de difundir su imagen como aliado fidedigno que provee ayuda a los países que lo necesitaban. Sin embargo, con la expansión mundial del brote tanto los medios chinos como las cuentas de las autoridades oficiales están incurriendo en narrativas mucho más ofensivas, destinadas a, por ejemplo, sembrar la confusión sobre el origen del virus y socavar la imagen de su principal rival geopolítico, Estados Unidos.
Además, China ha encontrado un inestimable colaborador en este empeño: el gobierno ruso, con sus cuentas y medios afines. Los mensajes de ambos países están reforzándose mutuamente, dado que, a fin de cuentas, comparten intereses: ambos rechazan la democracia liberal como sistema de gobierno, buscan erosionar a Estados Unidos y fomentar la división entre los países occidentales. Los mensajes que emiten China y Rusia también destacan la cooperación de estos países con otros regímenes autoritarios, como Venezuela, Cuba e Irán.
El dilema de la democracia liberal
Todo ello deja a los países democráticos ante un dilema de difícil resolución. Por un lado, si sus gobiernos no actúan ante las agresiones externas en el ámbito de la información, correrán el riesgo de que las divisiones sociales y el desprestigio institucional sigan acentuándose. La creciente polarización política dificulta los consensos, y la falta de consenso puede ser la antesala de una crisis de gobernabilidad. Además, el clima mediático de confusión y recelo puede propiciar que la población desconfíe de todo y crea cualquier cosa, terreno abonado para la influencia externa. Todo ello beneficiaría a los gobiernos autoritarios, que podrían justificar su modelo criticando la democracia como un sistema caótico e inestable.
Si, por el contrario, los gobiernos democráticos se defienden de la injerencia, corren el riesgo de entrar en contradicción, violando el derecho a la libertad de información “sin limitación de fronteras por cualquier medio de expresión”, como establece la Declaración Universal de Derechos Humanos. Constituciones como la española delimitan mejor este derecho especificando que se aplica a “información veraz”, pero el contenido hostil para los intereses nacionales no tiene por qué ser falso. Además, en muchos casos el contenido difamatorio, conspirativo o falaz se reviste de opinión, lo que afecta a otro pilar democrático fundamental: la libertad de expresión. Sea como fuere, incurrir en prácticas antidemocráticas para defenderse de la influencia exterior sería una victoria para sus valedores, porque supondría adoptar prácticas del modelo autoritario.
La democracia liberal está en una difícil posición para defenderse, pero puede hacerlo. A corto plazo hay formas de control que son deseables si se hacen minuciosamente y con rigurosidad, ya que afectan a información contrastable. Los medios verificadores, o fact-checkers, tratan de responder a esa necesidad verificando la fiabilidad de la información con mayor o menor acierto. Por otro lado, las redes sociales están integrando mecanismos para lidiar con la información sesgada o viral, si bien su éxito es difícil de calibrar.
No obstante, a largo plazo la respuesta a la injerencia extranjera no puede quedarse sólo en el ámbito informativo. La educación, el pensamiento crítico y la alfabetización digital son la base de una sociedad informada y resiliente, aunque todavía queda mucho camino por recorrer en este aspecto. Un buen primer paso sería aumentar la sensibilización ciudadana ante los riesgos de la desinformación, pero el ecosistema mediático de algunas democracias, como las de España y Estados Unidos, no ofrece un futuro demasiado optimista.