El PIB es un indicador económico de gran utilidad, pero en las últimas décadas ha cobrado una importancia sobredimensionada. Presenta numerosos problemas: no tiene en cuenta el bienestar, no está diseñado para reflejar las realidades económicas de los diferentes países del mundo y, si se busca aumentarlo sin ningún control, puede acarrear terribles consecuencias sociales y medioambientales. A la vista de estas limitaciones, están surgiendo indicadores alternativos para complementarlo
El Producto Interno Bruto (PIB) se ha convertido en una suerte de indicador sacrosanto en economía, tres palabras que se repiten hasta la saciedad en discursos políticos, noticieros e informes institucionales. La hazaña de este indicador agregado no es poca: permite comparar, de manera armonizada, la naturaleza y el tamaño de todas las economías del mundo.
No obstante, el carácter sagrado del que se ha revestido el PIB ha hecho que se le otorgue una importancia desproporcionada y se pasen por alto sus problemas conceptuales y metodológicos. Porque el PIB no es sólo un indicador: es también un marco cargado de valores que homogeneiza la idea de qué es la economía. Creado hace ocho décadas en un panorama económico radicalmente distinto al actual, esta herramienta, tan útil para medir una economía de mercado industrializada como la estadounidense, quizá no sea tan precisa para analizar las economías de muchos países en desarrollo, caracterizadas por las redes de apoyo y las actividades informales y de subsistencia.
¿Qué es y qué no es el PIB?
A grandes rasgos, el PIB se define como el valor monetario total de todos los bienes y servicios producidos en un territorio en un período determinado, normalmente un año. La forma más extendida de calcular el PIB suma el consumo privado, la inversión, el gasto público y la diferencia entre las exportaciones y las importaciones. Además, hay otros indicadores derivados del PIB, como el PIB per cápita y el PIB real (a precios constantes), que, aunque aportan información más concreta, siguen arrastrando los problemas del indicador en torno al que pivotan.
El origen del PIB se remonta al período de entreguerras en Estados Unidos. En 1934 Simon Kuznets, economista de la Oficina Nacional de Investigación Económica, propuso la fórmula de la renta nacional, germen del actual indicador, para calcular el coste de la crisis de 1929. No obstante, en un principio la fórmula más utilizada era la del Producto Nacional Bruto (PNB), que mide los servicios y los productos obtenidos por factores productivos residentes en el país en cuestión. El PIB, por el contrario, mide cuánto se produce en un país independientemente de dónde resida el factor de producción. Las primeras estadísticas del PNB se publicaron en 1942 en Estados Unidos para analizar la viabilidad económica del programa de guerra del presidente Franklin D Roosevelt.
En 1940, al otro lado del Atlántico, el economista británico John Maynard Keynes propuso otra fórmula para evaluar la capacidad de Reino Unido de fabricar armamento en plena Segunda Guerra Mundial. La fórmula de Keynes contrastaba con la de Kuznets en que este contabilizaba el gasto público como un coste para el sector privado, mientras que el británico lo consideraba parte de la demanda. Finalmente fue la versión de Keynes la que prevaleció y se estableció así la definición definitiva de PIB. Tras la conferencia de Bretton Woods de 1944, en la que se estableció el orden económico de posguerra, el PIB se convirtió en la medida internacional estándar para calcular la producción nacional. Con todo, Estados Unidos no pasó del PNB al PIB sino hasta 1991.
Las voces críticas que previenen acerca de los límites de este indicador también se remontan a su propia creación: el mismo Kuznets advirtió que hay que distinguir entre cantidad y calidad de crecimiento. Porque el PIB no es un indicador de bienestar ni de desarrollo, y el crecimiento económico no equivale necesariamente a ninguno de ellos. El crecimiento puede darse porque ha aumentado la población activa del país, se han descubierto nuevos recursos –como depósitos de petróleo– o ha habido un salto tecnológico que mejora la producción. En cambio, el desarrollo implica la mejora de la educación, la salud, el medioambiente, la infraestructura, la inclusión social y la productividad.
El PIB de Nigeria, por ejemplo, creció la nada despreciable media de 7% entre 2000 y 2014; la del país se situó así como la economía africana más grande. Sin embargo, durante esos años siguieron aumentando la pobreza extrema y el desempleo, y el Índice de Desarrollo Humano, en el que Nigeria ocupa una de las posiciones más bajas en el mundo, apenas mejoró en 0,03 puntos entre 2010 y 2015. La corrupción, los conflictos armados internos, un ambiente de negocio no favorable y la poca disciplina fiscal, entre otros problemas, han impedido que el crecimiento económico provocado por la riqueza del petróleo se traduzca en bienestar para los nigerianos.
El PIB contamina y es machista, entre otras cosas
El PIB contabiliza todo aquello que tenga un valor monetario, es decir, que se pueda comprar o vender. Por el contrario, gran parte de lo que valoramos como seres humanos no es tangible ni intercambiable: seguridad física y laboral, felicidad, confianza en las instituciones, igualdad, salud mental, etcétera. De aquí deriva la mayor parte de los problemas de este indicador, enfocado en la producción y el consumo independientemente de su coste social y medioambiental, de la calidad de lo producido y de cómo se reparte entre la población.
Así, por ejemplo, los atascos de tráfico potencian el PIB al suponer un mayor consumo de gasolina, pero es probable que a los ciudadanos de la ciudad india de Bangalore, la urbe con más embotellamientos del mundo, no opinen que esto mejora su nivel de vida. Las actividades contaminantes generan un doble crecimiento: si una fábrica contamina un río cercano, contribuyendo con su producción al PIB nacional, el gasto público destinado a limpiar el río también aumenta el PIB. La criminalidad también genera crecimiento, ya que lleva a consumir cámaras de seguridad, sistemas de alarma, protección policial e incluso armas. Incluso talar toda la Amazonía multiplicaría el PIB de varios países de la región, porque el crecimiento depende, en buena medida, de la sobreexplotación de los recursos naturales.
Por el contrario, las labores domésticas y de cuidado no remuneradas, el trabajo voluntario y las redes de apoyo vecinales, familiares o religiosas no tienen valor de mercado, por lo que no tienen cabida en el PIB. Estas actividades son pilares fundamentales del bienestar social y económico en todos los países, especialmente en aquellos en vías de desarrollo, donde suplen las carencias de los servicios públicos, pero, al no estar recogidas en indicadores macroeconómicos, son minusvaloradas e invisibilizadas en las políticas públicas.
En todo el mundo 606 millones de mujeres y 41 millones de hombres se dedican a un trabajo doméstico que, de recibir un valor monetario, supondría 9% del PIB mundial, más que sectores como el manufacturero y el del transporte. Y ese porcentaje supera 20% en países como China, Francia y Argentina. Así, el PIB induce a dos grandes sesgos: de género y de estatus económico, pues estas labores se llevan a cabo principalmente por mujeres y en países en vías de desarrollo o entre los estratos sociales más pobres.
El PIB tampoco tiene en cuenta la calidad de los productos y los servicios ni si estos aumentan el nivel de vida de sus consumidores. La calidad de las llamadas telefónicas ha mejorado considerablemente en las últimas décadas, mientras que su precio se ha desplomado hasta ser prácticamente gratuitas. Paradójicamente, esto significa que su aportación directa al PIB es menor. Más invisibilizadas todavía quedan las innovaciones digitales que han traído una miríada de bienes y servicios a coste cero para el consumidor, como los cursos por internet, las aplicaciones como Skype, la música en streaming y Wikipedia.
Pero al PIB también lo perjudica que seamos autosuficientes y generosos. Si una persona se corta el pelo a sí misma, se arregla el coche, corta su propio césped, remienda su ropa o hace altruistamente cualquiera de estas actividades para sus conocidos, supuestamente está privando a su país del crecimiento. Una broma de economistas dice que, cuando una persona se casa con su mecánico, el PIB cae.
El PIB no mide bien la economía
El PIB necesita revisarse cada cierto tiempo para adecuarse a los cambios en la economía. Esto también lleva a situaciones estrambóticas, como que el PIB de Nigeria creciera en 509.000 millones de dólares tras una revisión en 2014, creciendo 90% en un día. El problema es que hasta entonces Nigeria había estado usando 1990 como año base para calcular su PIB, una referencia obsoleta que no contabilizaba sectores que habían surgido posteriormente, como el de las telecomunicaciones y la importante industria cinematográfica nigeriana.
Algo igual de abrupto sucedió en Europa. Un día de setiembre de 2014, el PIB de España aumentó 0,87% y el del Reino Unido, 0,7%. Esta circunstancia tan particular se debió a que estos países tuvieron que adecuarse a la normativa europea, que obliga a los estados miembros de la Unión Europea a incluir determinadas actividades ilegales en el PIB. Gracias a actividades ilícitas como la prostitución, el tráfico de drogas y el juego ilegal, España y Reino Unido se despertaron más ricos de un día para otro.
Si bien estas actividades ilícitas no se contabilizaban hasta hace poco en muchos países, la economía informal sí se recoge desde 1993. Esta hace referencia a actividades que no quedan registradas porque se llevan a cabo de forma clandestina para evitar el pago de impuestos o por tratarse de productos de autoconsumo, entre otras razones. El problema estriba en la dificultad de conocer su tamaño real, que tiende a ser subestimado. En el mundo hay más empleo informal que formal, y se calcula que este supone al menos 10% del PIB, que puede llegar a 30% en las regiones en desarrollo, como África subsahariana y América Latina y el Caribe.
También es difícil de calcular en países en desarrollo el valor real de la agricultura de subsistencia, actividad clave en el bienestar de buena parte de la población. La inexactitud de los métodos de estimación y el gran peso de la economía sumergida y de subsistencia en estos países apuntan a que sus cifras de PIB no logran reflejar una gran parte de lo que sucede en sus economías.
Las alternativas
Dados los problemas que presenta el PIB, a lo largo de las últimas décadas se han propuesto muchos indicadores alternativos para analizar la salud económica de un país. Uno de los más conocidos es el Índice de Desarrollo Humano (IDH), de Naciones Unidas. Este se centra en tres aspectos: una vida larga y sana, medida en la esperanza de vida al nacer; el conocimiento, a través de los años previsibles de escolarización de los niños y los años medios de escolarización de los adultos, y una calidad de vida decente, considerada con el PNB per cápita. Aunque el IDH tampoco tiene en cuenta factores como el medioambiente, la pobreza y la desigualdad, permite apreciar el progreso humano.
Bután fue más allá: consideró también la felicidad y la sostenibilidad en su Felicidad Nacional Bruta (FIB), un indicador que acompaña al PIB desde 1972 como medidor del progreso en este país. El índice agrega una treintena de indicadores, incluidos el bienestar psicológico, la buena gobernanza, la diversidad y la resiliencia ecológica y cultural, y la salud y la vitalidad de la comunidad. Sobre el FIB pivotan unas políticas públicas cuyo fin es mejorar el bienestar de la población y, con ello, su felicidad. Si bien Bután sentó un precedente histórico, el FIB no está exento de problemas, pues se basa en una ética marcadamente budista y establece una visión monolítica y unidireccional de qué es la felicidad.
Similar es el Índice de Bienestar Canadiense (IBC), creado 2011 y compuesto de ocho campos: vitalidad de la comunidad, uso del tiempo, medioambiente, cultura y ocio, participación democrática, educación, salud de la población y nivel de vida. A diferencia de Bután, los canadienses fueron consultados previamente para construir el indicador en base a sus consideraciones. Aunque Canadá sigue usando el PIB, docenas de organizaciones en el país han adoptado el IBC para evaluar las necesidades de su comunidad y mejorar sus programas y servicios. Nueva Zelanda, por su parte, lanzó en 2019 su Presupuesto del Bienestar, que orienta la inversión estatal hacia cuidar la salud mental, apoyar a las comunidades indígenas, asegurar el bienestar infantil, aumentar la productividad nacional, transitar hacia una economía sostenible y sostener los servicios sociales.
Razones muy diferentes llevaron a Irlanda a complementar el PIB con un nuevo indicador: la Renta Nacional Bruta modificada (RNB). El PIB irlandés creció la astronómica cifra de 26,5% en 2015, una cifra imposible para una economía desarrollada y que contrastaba con el pronosticado 7,8%. La distorsión del indicador se debió a las generosas exenciones fiscales del gobierno irlandés, que atrajeron al país grandes inversiones de varias multinacionales y trastocaron la imagen de la economía irlandesa. Así, en 2017 Irlanda puso en marcha el RNB, que extrae de la ecuación los beneficios de las grandes compañías domiciliadas en el país, ofreciendo un panorama mucho más preciso sobre el tamaño real de la economía. Mientras que en 2016 el PIB fue de 275.600 millones de euros, el RNB* se quedó en 189.200 millones.
Inspirándose en el FIB de Bután, en 2011 la Asamblea General de la ONU aprobó una resolución que invitaba a los estados miembros a implementar medidores de desarrollo que incluyesen la felicidad y el bienestar. Un año más tarde, la ONU publicó el primer Informe Mundial de la Felicidad, un hito en el análisis de la felicidad subjetiva a escala global. Los países nórdicos, Países Bajos y Canadá suelen encabezar la lista, mientras que entre los menos felices se encuentran a menudo Burundi, la República Centroafricana, Siria y Yemen. Por su parte, los estados estadounidenses de Maryland, Utah y Hawái publican sus propios informes del Indicador de Progreso Genuino (IPG). Este estima el valor económico, tanto positivo como negativo, de factores sociales y medioambientales. A diferencia del PIB, el IPG contabiliza servicios sin valor monetario que aumentan el bienestar, como el trabajo voluntario y el doméstico, así como el capital natural, como los recursos marítimos y forestales, la energía, etcétera. Este índice también tiene en cuenta la desigualdad, el coste del crimen, los divorcios y la pérdida de tiempo de ocio, así como los efectos negativos del crecimiento, como la degradación medioambiental y los daños para la salud. De esta manera, los atascos, la criminalidad y la tala de la Amazonía aumentan el PIB, pero no el IPG.
Más allá del PIB
Si cada indicador pone en valor algo distinto, la posición de los países en su clasificación varía. En 2018 Uruguay ocupaba el puesto 79 en la lista de países con mayor PIB, pero se situaba en el 57 en la del IDH (2019) y en el 26 en el ranking mundial de felicidad (2016-2018). Por el contrario, Estados Unidos, líder mundial del PIB, desciende a las posiciones 15 y 18 del IDH y de la felicidad, respectivamente. Mientras que el PIB estadounidense sigue creciendo, también lo hacen la desigualdad económica y la tasa de suicidios. El nivel de estrés, preocupación y enfado de los estadounidenses ha aumentado considerablemente en la última década. Pero si los análisis se limitaran sólo al PIB, todo parecería ir bien en la tierra de las oportunidades.
Las herramientas descritas son sólo algunas de las muchas que se han propuesto en los últimos años para superar las limitaciones del PIB. Si bien todas presentan problemas, tienen algo en común: sitúan el bienestar social, económico y medioambiental en el primer plano y plantean la pregunta de para qué sirve el crecimiento económico sin bienestar. Ninguno de estos indicadores es infalible ni debería tomarse por políticos, economistas ni organismos internacionales como el único medidor. Por el contrario, lo más esclarecedor es, sin duda, tomar varios indicadores que se complementen; el PIB entre ellos, pero no sólo.