Israel se encuentra en una grave crisis sanitaria y económica.
Los datos son elocuentes: a comienzos de marzo los desocupados registrados eran menos de 100.000 y ahora, a fines de julio, ya suman 850.000, sin contabilizar a cientos de miles de trabajadores informales. Los contagios de coronavirus rozan los 2.000 diarios y el número total de fallecimientos por covid-19 superó los 450 y en la última semana ronda los diez diarios. La curva está en alza y los intentos por contener el contagio comunitario fracasaron.
La situación actual contrasta con el triunfalismo de fines de mayo, tras superarse efectivamente la primera ola con medidas muy drásticas que contuvieron el contagio y redujeron los fallecimientos. Entonces el primer ministro Benjamin Netanyahu invitó a los israelíes con una amplia sonrisa a salir a “disfrutar la vida”. Incluso tuvo una entrevista con el primer ministro griego y anunciaron que los dos países iban abrir respectivamente sus fronteras para incentivar el turismo mutuo y reactivar la economía. Y los israelíes, tras dos meses de severas restricciones y de bombardeo propagandístico extremo sobre los peligros del virus, salieron a disfrutar. La economía se reabrió de inmediato con pocas restricciones y precauciones, sin fases de desescalada, y todo se descontroló y deterioró rápidamente. Grecia hoy recibe turistas de algunos países europeos. Israel no recibe turistas y sus ciudadanos no son admitidos en Europa.
Amplios sectores de la población perdieron confianza en los mensajes del gobierno. A finales de la primera ola, en un giro político dramático, Netanyahu y el principal candidato opositor, Benny Gantz, llegaron a un acuerdo para crear un gobierno de cohabitación paritario basado en la rotación en el puesto de primer ministro.
Este giro quebró en dos al partido opositor Azul y Blanco y desmoralizó a la mitad de los votantes del país que, sistemáticamente, en tres comicios consecutivos en un año, rechazaron a Netanyahu. Con el pacto con Gantz, el actual primero ministro se aseguró un año y medio más en el cargo y el puesto de “primer ministro alterno” cuando Gantz asuma su mandato por un año y medio. El nuevo gobierno aumentó su número de ministros, viceministros y cargos de confianza política, despilfarrando recursos en medio de una recesión inédita. Más aún, desde el primer momento los mecanismos de decisión política pactados no funcionaron, y el gobierno “paritario” entró en una serie interminable de marchas y contramarchas referentes tanto al tratamiento de la pandemia como a la economía y la crisis social.
Cada semana Netanyahu anunciaba públicamente alguna medida sanitaria o económica sin haberla consensuado previamente con su coalición de gobierno ni con los funcionarios en los ministerios relevantes. Luego, esta medida era criticada en los medios y sometida a modificaciones en las comisiones parlamentarias, para finalmente ser retirada o modificada sustancialmente bajo presión pública. Algunas de las restricciones acordadas por Netanyahu y Gantz en las recientes semanas han sido repelidas por la comisión parlamentaria especializada en el tratamiento de la pandemia, en una verdadera rebelión de la diputada del Likud que la preside. Las restricciones son presentadas sin estar respaldadas por datos, por un Ministerio de Salud que no creó los mecanismos adecuados para el rastreo epidemiológico efectivo. Mientras las medidas propuestas por los expertos de salud parecen basarse en la intuición (evidenciando diferencias entre expertos), los jerarcas sólo adoptan parte de las medidas. Los criterios selectivos quedaron esta semana al desnudo en intercambios entre poderosos políticos del Likud.
El ministro de Economía, Israel Katz, acusó al coordinador de la coalición en la Knesset, Miki Zohar, de presionar para la reapertura de salones de eventos –en los que aparentemente hubo muchos contagios– debido a que su primo es propietario de uno de los mayores salones del sur del país. El diputado amenazó al ministro con su pronta destitución y dijo que iba a revelar los negocios e intereses de su esposa. Todo esto fue expuesto en una comisión parlamentaria y ante las cámaras televisivas.
No era necesario ese intercambio para que la confianza pública en las decisiones del gobierno sea casi nula. Los efectos del cierre brusco de la economía entre marzo y mayo se sienten ahora en el quiebre de negocios, en la desesperación de la gente endeudada, de quienes se quedaron sin trabajo y en las decenas de miles de personas que siguen en un raro e incierto estado de “vacaciones no pagas”.
Las medidas paliativas del gobierno son mínimas y tardías. Los dueños de restaurantes y bares –sector de la economía muy próspero hasta hace unos meses–, que tuvieron sus locales cerrados casi tres meses y reabrieron con restricciones, se rebelaron contra la decisión de cerrarlos los fines de semana. El viernes cientos de establecimientos abrieron, contrariando la prohibición, y esta fue levantada casi de inmediato, dejando de manifiesto la debilidad del gobierno.
Si sumamos el descreimiento generalizado hacia los políticos, la desaprobación de la inmensa mayoría de los votantes de Azul y Blanco ante el pacto de Gantz con Netanyahu, y la falta de legitimidad moral de este último, envuelto en una serie de juicios por corrupción, se entiende la ola de manifestaciones que se registró días atrás en el centro de Tel Aviv y en Jerusalén. La conjunción de las protestas anti-Netanyahu con los reclamos por la crisis económica siembran pánico en filas del Likud. La crisis afecta a sectores de la nueva burguesía plebeya que prosperó en Israel en la reciente década y que es una de las bases del partido que lidera Netanyahu.
Hasta comienzos de julio, ante cada roce con Gantz, Netanyahu amagaba con romper el pacto e ir a nuevas elecciones desde una supuesta posición de ventaja. Es más, con el supuesto apoyo del presidente estadounidense, Donald Trump, pretendía anexar parte de Cisjordania, de forma de consolidar el largo proceso de colonización y liquidar las aspiraciones palestinas de tener un futuro Estado independiente. Sin embargo, la grave situación económica y el deterioro sanitario, sumados a la debilidad de Trump, le obligaron a archivar, por ahora, los planes de anexión y a dudar de sus posibilidades en unos eventuales comicios.
La insensibilidad y debilidad del gobierno quedaron muy patentes en dos conflictos laborales. Las enfermeras, desbordadas por el incremento de pacientes y exigencias en sus tareas, realizaron una huelga que duró dos días, y así obtuvieron que se atendieran los reclamos que durante tres meses habían sido oídos: más enfermeras en cada unidad hospitalaria y el pago de salario por días de cuarentena. Por otra parte, los asistentes sociales tuvieron que parar todos sus servicios estatales y municipales y realizar numerosas marchas callejeras, durante casi dos semanas, para finalmente lograr un aguinaldo compensatorio (durante todo abril habían estado en “vacaciones sin goce de sueldo”) y la promesa de incrementar en el próximo presupuesto el número de puestos en varios servicios totalmente desbordados.
Ambos conflictos fueron conducidos por sindicatos (liderados por mujeres) sin apoyo o intervención de la Histadrut, la principal central sindical, que al comienzo de la pandemia pactó con el gobierno la “paz social” a cambio de la estabilidad laboral y salarial de los trabajadores del Estado y sus principales empresas. Así, la Histadrut admitió el despido en masa y los pases a “vacaciones sin goce de sueldo” de cientos de miles de trabajadores.
Los comentaristas políticos coinciden en que Netanyahu no tiene intención de cumplir con su pacto con Gantz y que no se retirará del cargo de primer ministro a fines de 2021. El enfrentamiento en torno al presupuesto es un claro indicador. La discusión no gira en torno a prioridades económicas. Actualmente Israel no se rige por un presupuesto debidamente aprobado. Durante 2019 Israel acudió a dos elecciones parlamentarias y el gobierno provisorio no logró aprobar un presupuesto para 2020. Legalmente, si el parlamento no aprueba un nuevo presupuesto para lo que queda de 2020, en agosto la Knesset actual quedará disuelta y habrá nuevas elecciones parlamentarias en noviembre. Netanyahu propone aprobar un presupuesto para lo que resta de 2020. Pero Gantz exige un presupuesto bianual que cubriría también 2021, así como fue pactado. Netanyahu quiere dejar una instancia de aprobación presupuestal para 2021 y así tener un pretexto para disolver la Knesset y convocar a elecciones meses antes de la prevista trasmisión de mando, aunque Gantz está decidido a no permitirlo. De este enfrentamiento surgen los rumores sobre la posibilidad de nuevas elecciones adelantadas. A la vez, la reciente decisión de la jueza encargada del juicio a Netanyahu, que rechazó las dilatorias infinitas planteadas por sus abogados y estableció que las audiencias probatorias se celebren en enero de 2021 a un ritmo de tres por semana, aceleraron el enfrentamiento político.
La prolongada crisis política de Israel fue provocada por el afán de supervivencia de un Netanyahu que intenta salvarse del avance de la Justicia. Sus intentos por obtener una mayoría parlamentaria que le asegure inmunidad legal fracasaron. Lo mismo sucedió con los intentos opositores por desplazarlo. Nadie tiene mayoría y parecería que nadie la tendrá próximamente.
Balagán es el término usado en hebreo para decir “relajo” o caos. La vida pública israelí es muy intensa. Aún puede suceder cualquier cosa que cambie la agenda pública en las próximas semanas, pero, en todo caso, el caos actual será sustituido por otro balagán, mientras la crisis económica y sanitaria no parece tener solución a la vista.
Gerardo Leibner, desde Tel Aviv.