A partir del viernes y por lo menos durante las próximas dos semanas, Israel estará bajo un severo confinamiento general obligatorio. La semana reciente la cantidad de muertos por coronavirus llegó a un promedio de 30 fallecimientos diarios y los contagios diarios superaron los 5.000, pero los números suben rápidamente: el jueves fallecieron más de 50 personas y los contagios registrados superaron los 7.000.
La curva fue trepando durante los dos últimos meses sin que el gobierno que encabeza el primer ministro Benjamin Netanyahu haya logrado implementar una política coherente y eficiente. Las contradicciones dentro del gobierno, incluyendo la incapacidad de aprobar un presupuesto ‒no ha sido aprobado desde 2019‒, la polarización en torno a Netanyahu, cercado por juicios por corrupción, la pérdida total de confianza pública en las medidas gubernamentales y la crisis económica han creado un verdadero caos (balagán es el término usado en hebreo).
Ante el descontrol generalizado y contra la opinión de los principales especialistas en salud, que proponían tomar medidas restrictivas pero no recomendaban aplicar el confinamiento general, Netanyahu optó por imponerlo, tratando de forzar una prohibición específica a la realización de manifestaciones. A último momento, la Knesset (Parlamento) no aprobó la prohibición de manifestaciones. Los médicos mayoritariamente no recomiendan el confinamiento general por el daño acumulado que causa a la salud pública en otras áreas, ya que no existen los mecanismos necesarios para impedir una tercera ola pocas semanas después que sea levantado, y, además, porque los hospitales no se encuentran en un estado de saturación que justifique una medida tan extrema.
Sin embargo, las consideraciones políticas y personales de Netanyahu se sobrepusieron a los especialistas, lo que puso al borde de la renuncia al profesor Roni Gamzo, el médico que hace tan sólo tres meses fue designado para dirigir el combate a la propagación del coronavirus y cuyas recomendaciones durante estos meses fueron desoídas y hasta desautorizadas en algunos casos por varios ministros y por el propio Netanyahu.
Israel está mostrando, en estos días de pandemia y crisis general, grandes paradojas. Por un lado, existe un excelente sistema hospitalario público, creado hace muchas décadas, al cual tiene acceso toda la población y que tiene un elevado nivel profesional. Esto se verifica en los bajos niveles de mortalidad en relación a los contagios. De acuerdo a los datos actuales, 80% de los pacientes graves afectados por coronavirus se recuperan, un índice relativamente alto comparado con datos de otros países. Por el otro lado, se registra en el país una increíble incapacidad organizativa para realizar los seguimientos epidemiológicos. En esta cuestión se mezclan la política y la incompetencia.
Durante meses, Netanyahu retrasó la creación de un centro de rastreo por parte de la fuerza de defensa civil debido a que esta depende de su rival político, el ministro de Defensa, Benny Gantz. Finalmente, esta unidad de rastreo comenzó a funcionar, cuando la situación se ha deteriorado tanto que las necesidades de seguimiento de los casos superan su capacidad operativa.
A la vez, los intentos por utilizar un mecanismo de rastreo usado para espionaje por los servicios de inteligencia resultó en una serie de fracasos: el rastreo, basado en seguimiento de teléfonos celulares, obligaba a confinarse a decenas y a veces cientos de personas que estuvieron en diferentes pisos de un mismo edificio con una persona infectada por coronavirus, a pesar de no haber tenido un contacto con potencial real de contagio. Eso alimentó la pérdida de confianza pública en las autoridades, lo que motivó que se dieran dos fenómenos: ciudadanos que no colaboran en el rastreo epidemiológico y otros que no cumplen con las medidas de confinamiento.
El confinamiento ahora está planeado para coincidir con las fiestas judías: hoy se celebra Iom Kippur ‒el Día del Perdón‒, día en que Israel detiene sus actividades, y la semana siguiente se celebra la festividad de Sucot, que suele ser una semana con tres o cuatro feriados y de vacaciones en el sistema educativo. O sea, el gobierno eligió para el confinamiento dos semanas de actividad económica parcial. Sin embargo, no está claro si el confinamiento general será levantado o no después de Sucot.
Las circunstancias y el virus también tendrán su protagonismo.
La gran jugada geopolítica
Todos los analistas coinciden en que las medidas tomadas esta semana, de restricciones más severas primero y confinamiento general luego, fueron postergadas al menos una o dos semanas para permitirle a Netanyahu participar en la firma de los acuerdos con Emiratos Árabes Unidos y con Bahréin en Washington.
Para Netanyahu y la prensa afín a su gobierno, así como para los propagandistas de Israel a nivel internacional, se trata de “acuerdos de paz históricos”, una prueba de la voluntad de paz israelí y de la cordura de algunos países árabes. Para el presidente estadounidense, Donald Trump –quien auspició estos acuerdos–, se trató de una única oportunidad de lucirse con algún éxito en su política exterior en plena campaña electoral.
Sin embargo, periodistas atentos a los matices con los cuales fue presentado el acuerdo en Israel, en Estados Unidos y en Emiratos Árabes Unidos, remarcaron el hecho de que más que un acuerdo de paz entre países que nunca han estado en guerra, se trató de dar publicidad a una alianza estratégica anti-iraní, la cual ya existía. Más aún, los acuerdos incluyen la disponibilidad israelí de retirar su oposición a que Estados Unidos venda aviones de guerra F-35 –probablemente los más sofisticados que existen en la actualidad– a sus aliados árabes. Trump precisamente tiene interés en destacar este aspecto en particular, porque si los contratos de venta se firman rápido implicarán la creación de nuevos puestos de trabajo en zonas de importancia electoral en las elecciones de noviembre. En otras palabras, los acuerdos firmados por Israel, Emiratos Árabes Unidos y Bahréin con el patrocinio de Estados Unidos no tienen que ver con la paz sino con una alianza estratégica que incluye una escalada en la carrera armamentística en la región.
Emiratos y Bahréin rompieron así el acuerdo de todos los países árabes que habían ofrecido a Israel establecer relaciones normales a cambio de su retirada a las fronteras anteriores a la guerra de 1967 y el establecimiento de un Estado palestino verdaderamente independiente y soberano.
Es por eso que la paz entre Israel y los palestinos no se ha aproximado con estos nuevos acuerdos con Emiratos y Bahréin, sino que, por el contrario, se ha alejado. El ex diputado árabe israelí Jamal Zahalka, izquierdista nacionalista, se preguntó en un artículo la semana pasada: “¿Cuál es el común denominador entre Israel, Emiratos Árabes Unidos y Bahréin?”. Su respuesta fue: “Los tres son regímenes que mantienen bajo su dominio a grandes poblaciones sin derechos ciudadanos”.
Una observación interesante a tomar en cuenta para descifrar mejor la geopolítica de Medio Oriente y no caer en la propaganda de quienes festejan lo que falsamente se promueve como “acuerdos de paz”.
Netanyahu tuvo su rato de gloria televisiva en Israel y en Washington, donde como “estadista”. Pero el efecto duró poco, ya que de inmediato tuvo que volver a tomar decisiones, esta vez muy impopulares, en el contexto de una pandemia desatada, con una economía en crisis, una sociedad crispada y una nueva caída en su popularidad.
Gerardo Leibner, desde Tel Aviv.