La socióloga Saksia Sassen nació en Holanda, creció en Argentina, estudió en Francia e Italia y hoy reside en Estados Unidos, donde ejerce como docente de la Universidad de Columbia. De alguna forma, su trayectoria de vida encarna la globalidad que estudia desde hace décadas. En este 2021, se cumplen 30 años desde que acuñó por primera vez el concepto de “la ciudad global” en su libro homónimo, para referirse a grandes ciudades —como Nueva York, Londres o Tokio, las que analizó en ese momento— que operan como centros de poder económico, cultural y político, albergan profundas desigualdades socioeconómicas, tienen efecto directo en los asuntos mundiales, y que, como dice la académica, son “símbolos del capitalismo global”.
Entrevistada por la diaria, Sassen explicó cómo las desigualdades se profundizan al interior de esas ciudades, con élites que “acaparan” poder y riqueza sin interés de contribuir a un proyecto nacional, y clases medias y trabajadoras que quedan “expulsadas” de los territorios. A su entender, la clave no está en seguir expandiendo las grandes ciudades, sino en “reducirlas” y crear otras, que generen nuevas oportunidades para las y los trabajadores.
Hace ya tres décadas que acuñaste por primera vez el término “ciudad global”. ¿Cómo se transformó, desde entonces, ese concepto? ¿Qué características tiene hoy la ciudad global?
Un elemento bastante central en mi análisis es que encontré que, en esa época, surgió la importancia de las grandes ciudades a nivel internacional. Es decir, que son las grandes ciudades, más que los sistemas nacionales, las que realmente marcan un cambio. Eso sorprendió a mucha gente, porque el Estado nacional, históricamente hablando, es el gran actor y el actor con poder. Escribí un libro enorme sobre eso y a medida que escribía me surgió algo que tiene que ver con cómo el Estado nacional es el que ha ido perdiendo relevancia y me tomó por sorpresa, porque siempre pensábamos que los estados nacionales eran el actor dominante. Claro que hay elementos del Estado nacional que están en juego, que importan mucho, que son necesarios. Pero es bien interesante ver cómo es la ciudad la que empuja una nueva modalidad, un internacionalismo emergente.
¿Qué formas tiene esa globalización de las ciudades en América Latina?
Lo que tiene América Latina es mucha gente pobre, una clase media muy modesta —con excepciones— y después unas élites muy internacionalizadas y muy ricas, que son actores muy dominantes. Esa combinación de elementos no ha ayudado a la mitad de la población en esas ciudades. América Latina, para mí, viene marcada por actores muy ricos, muy poderosos y muy dominantes, que no están involucrados en un proyecto nacional para aumentar las capacidades del país y facilitar que la gente pobre sea menos pobre. Es un proyecto de ellos. Se dan, además, muchas situaciones extractivas, que van sacando minerales, flujos de agua, toda una serie de condiciones que también aumentan el poder de esas élites y de otros actores muy activos que también están en eso. América Latina tiene una de las historias más brutales. Tiene muchas cosas buenas, pero aquellos que son los actores dominantes, en general, han sido brutales. Ahora se puede ver una transformación en las hijas y los hijos de esos ricos, una especie de división, en la que algunos están muy conscientes de los abusos de ciertos actores, son críticos y les gustaría más justicia social y mejor distribución de beneficios a entidades más amplias, más pobres y modestas.
Has dicho en tus trabajos que, hoy en día, la mayor diferencia entre clases sociales ya no se da entre países, sino al interior de cada país. ¿Qué es lo que genera esas desigualdades en las ciudades?
Lo que ha pasado, y es algo que empieza hace 30 o 40 años, es que hay un emerger de una nueva modalidad de extracción. En ese contexto, la ciudad emerge como una fuente donde hay muchas opciones. Recordemos que los grandes terratenientes que ha tenido América Latina, por ejemplo, tenían como principal fuente de extracción el campo, entonces en un cierto punto se agrega a eso algo que tiene que ver más con la ciudad que con el campo. O sea, no es sólo una cuestión de comprar cosas y ser ricos, sino que también es una cuestión de extraer. Entonces, muchas élites terminan extrayendo toda una serie de elementos. No es sólo que todos quieren el oro, es mucho más amplio que eso y está cargado de innovaciones, algunas muy interesantes y muy brillantes, pero que al final dan beneficios aún más poderosos a los terratenientes y a las grandes élites. En el caso de América Latina, es impresionante cuán brutales e indiferentes son las élites, y tampoco sentís que haya un efecto democrático o una voluntad de querer fortalecer al país. Cuando hablo de brutalidad, me refiero a la capacidad de las élites de acaparar y no dar mucho al resto, con una indiferencia extraordinaria. Mientras tanto, hay otros países en donde hay un sentido de responsabilidad. Por ejemplo, en Francia, hay realmente un esfuerzo por parte de los gobiernos de ayudar a los pobres, porque no les conviene tener tantos en el país, porque es una vergüenza. Eso, en las Américas, en América del Sur especialmente, no lo vemos. Se trata de acaparar y concentrar poder. Por eso creo que América Latina es uno de los continentes más brutales. También tiene cosas muy buenas: yo estoy hablando de cómo funciona el poder, no la ciudadanía, esa es una diferencia muy importante.
“América Latina viene marcada por actores muy ricos, muy poderosos y muy dominantes, que no están involucrados en un proyecto nacional para aumentar las capacidades del país y facilitar que la gente pobre sea menos pobre”.
¿Cuáles deberían ser los límites de la propiedad privada para que una mayor parte de la población pueda acceder a una vivienda?
Ese es un punto muy importante que la mayoría de los que comentan sobre las ciudades olvidaron. Después de la Segunda Guerra Mundial hubo una época en la que surge una conciencia de los sufrimientos, una generosidad, y la ciudadanía entendió que estaba protegida por actores de los gobiernos. Esa época se acabó. ¿Qué es lo que domina hoy? Dos o tres elementos remarcables. Uno es la compra de tierras y de edificios, no para habitarlos inmediatamente, sino para tener propiedad; es decir, son recursos, es un tema de concentración de riquezas. Es muy extremo: las élites agarran, agarran y agarran. En este momento, tenemos la posibilidad de marcar una diferencia, porque hay una nueva generación de jóvenes que tiene otros intereses, otras modalidades; está luchando por ciertos derechos, por la cuestión climática, etcétera. Además, la noción de que hay que tener el auto más grande del barrio, por ejemplo, ya no existe; de hecho, muchos prefieren alquilar uno o tomar un taxi. Eso ha cambiado varios elementos en las ciudades y la noción también de estar en la ciudad más grande ha perdido bastante atractivo, porque hay que viajar demasiado, entonces hay un interés de volver a ciudades de tamaño mediano. Estoy pensando especialmente en las Américas, Europa es distinta. Pero creo que esos cambios que estamos viendo ahora son bastante positivos. Lo negativo, para mí, es el hecho de que las grandes empresas tienen dos o tres grandes ciudades que son los únicos lugares donde quieren operar. Eso significa que necesitan trabajadores en esas ciudades principales. También significa que, en esas grandes ciudades, los trabajadores tienen que levantarse a las cuatro de la mañana para llegar a sus puestos de trabajo, por el tráfico, por esto o por lo otro. No son solamente las élites, son también las clases a las que les va bien, que tienen ciertos intereses que no son necesariamente generosos, que generan situaciones que no pueden ser gozadas o apreciadas por las clases trabajadoras, porque ha significado que tienen que viajar más y más. Yo he impulsado muy fuertemente la noción de que tenemos que construir más ciudades, en vez de permitir la expansión interminable de las grandes ciudades. Esa expansión, a las élites, no les interesa, porque ellos están centrados. Lo que pasa es que son los trabajadores, los más modestos, y las mujeres las que se tienen que levantar a las cuatro de la mañana. Eso para mí es un abuso enorme, no reconocido y raramente mencionado. Esa es mi batalla. En ese sentido, hago el argumento de que tenemos que dejar de expandir y expandir más nuestras grandes ciudades, al contrario: hay que reducirlas un poco y establecer nuevas ciudades. Establecer nuevas ciudades significa también que hay toda una serie de trabajos y, por ende, trabajadores, que pueden contribuir.
¿Cómo se generan los mecanismos de lo que llamás “expulsión sistémica” en los territorios?
La expulsión todavía sigue pasando. La cuestión de la vivienda está muy fuerte como tema, porque demasiada gente ha perdido y va perdiendo. Hemos visto las imágenes dramáticas que salieron de mujeres que habían estado trabajando en oficinas por años y, cuando se retiran, terminan en la calle porque no pueden comprarse una vivienda. Hay un análisis que se hizo sobre California, que es un lugar donde hay mucho dinero y, por ende, los precios son altísimos, donde tenés toda una serie de trabajadores que trabajaron honestamente por años, cada mañana, que están en la calle, viviendo en carpas. Eso también es un shock: mujeres de 70 años que no hay modo de que puedan vivir en una casa. Están en la calle. Hay una parte de Norteamérica en donde eso fue muy fuerte, porque es en el oeste, que es carísimo, y veías a estas mujeres que estaban en pequeñas carpas, que después las echaron porque esa parte de la ciudad “perdía lujo”. Son pequeñas brutalidades, pequeños infiernos.
Me parece que estamos entrando en una nueva modalidad que viene con problemas, con más empobrecimiento —incluso cuando al mismo tiempo hay algunos que son más ricos de lo que jamás esperaron— y lo que va marcándose en las grandes ciudades es más sufrimiento, menos opciones y hasta menos dormir —porque tenés que viajar mucho más para llegar a tu puesto de trabajo—.
En tu trabajo también abordás el concepto sobre el “habla de las ciudades” y su silenciamiento a partir de ciertos procesos “desurbanizadores”. ¿En qué casos el poder puede silenciar el habla de las ciudades?
Eso también es parte de una imagen. Es que si vivimos en una gran ciudad, hay toda una serie de elementos en juego que no viviríamos si estuviéramos en un pueblo o en un barrio. Estar en la gran ciudad te obliga a ver. Vos ves, no podés no ver. Ese es un poco el concepto que yo estaba pensando, que la ciudad también nos muestra, nos está hablando y nos señala elementos. En ese sentido, nuestras grandes ciudades son un poco problemáticas, porque son demasiado grandes y, repito, tenemos que construir nuevas ciudades, en vez de simplemente expandir. Esas expansiones son brutales para la mayoría de los trabajadores y las clases ricas ni siquiera lo notan. No notan que el trabajador llega a las seis de la mañana porque se levantó a las cinco o a las cuatro. Me refiero a ese tipo de cosas. Una especie de brutalidad que viene marcada por la invisibilización.
El domingo 26 de setiembre, en un referéndum, la mayoría de los ciudadanos de Berlín votó a favor de expropiar viviendas a las grandes inmobiliarias para reducir los precios de los alquileres. ¿Esto va en la línea de lo que has planteado acerca de que “la ciudad es un espacio donde los sin poder pueden hacer historia”?
Sí, exacto. Creo —y tenemos bastantes datos sobre eso— que la ciudad es un espacio que ha permitido el auge de una clase trabajadora que tenía poder (que ahora, claramente, lo está perdiendo), y al mismo tiempo están las hijas y los hijos de esos trabajadores que ya tienen una visión de que pueden transformar algo. En las grandes ciudades quizás es más fácil que en una pequeña ciudad, donde hay elementos muy limitados y donde las élites pueden dominar. De todas formas, cuando hablamos de ciudades, hay diferencias; no es que sean todas iguales. Hay ciertos espacios que están marcados por innovaciones muy interesantes y hay otras ciudades en las que no hay innovación, y hay riqueza y abuso de los trabajadores. Tenemos un espectro muy amplio en las Américas. En Europa está todo mucho más organizado, registrado y observado por el gobierno nacional. Lo que pasó en Berlín es bien interesante y fue un shock para mucha gente que no se lo esperaba. Estamos en un momento en el que hay mucha lucha en Alemania, en Berlín ciertamente, para más justicia social, más acceso a la vivienda; es una transformación realmente profunda.
En este escenario actual, ¿qué lugar tiene el derecho a la ciudad?
Se ha perdido un poco la noción del derecho, el reconocerlo, el mencionarlo, argumentar por ciertos actores que tienen poder de decir algo positivo. Estamos en una época marcada quizás inevitablemente por la indiferencia. Nuestras grandes ciudades nos permiten no ver la pobreza, no pensarla y mirarla desde lejos. Pero hay límites: cuando vemos casos extremos, tenemos que reaccionar. No es posible decir “y bueno, ¿yo qué voy a hacer?”. Hay que organizarse. Es como que nos hemos acostumbrado: sí, hay muchísima gente pobre; sí, hay muchas señoras de 55 años que están viviendo en carpas. Pero creo que, en el medio, hay una capacidad de solidaridad.