Por cuarta vez consecutiva en tan sólo dos años, los ciudadanos de Israel fueron convocados a elecciones parlamentarias. Por cuarta vez el Likud, liderado por el primer ministro Benjamín Netanyahu y sus aliados, los partidos religiosos judíos ortodoxos, no logró la mayoría de escaños necesaria para asegurarse otros cuatro años de investidura. Tampoco sus principales opositores están en condiciones de conformar una coalición que abarque bajo un mismo programa de gobierno a 61 diputados (la mitad más uno de los integrantes del Parlamento).
A pesar de la alta valla electoral –se necesitan como mínimo 3,25% de los votos para obtener representación parlamentaria–, la oferta de listas se acomodó acorde a las brechas nacionales, religiosas y socioculturales que atraviesan a la sociedad israelí. En otras palabras, la Knesset elegida sigue reflejando la fragmentación y la tribalización de la sociedad. Estos no son datos nuevos, sino elementos casi constitutivos de Israel. Si en el pasado la capacidad de un partido o de un dirigente tenía que ver con sobreponerse a estas divisiones y consolidar una mayoría que le permitiera gobernar, lo que viene sucediendo en estos últimos años es que la capacidad de mantenerse en el poder del primer ministro Netanyahu se basó primero en su capacidad de polarizar.
Entre 2009 y 2018 polarizó hábilmente entre derecha e izquierda y entre judíos y árabes, beneficiándose tanto del derrumbe generalizado de lo que fue la izquierda sionista desde el fracaso de las negociaciones de paz con los palestinos en el año 2000 como de la política del miedo, destinada a exacerbar los temores de la población judía y su endémico racismo antiárabe. Pero de 2018 en adelante, ya acusado de graves casos de corrupción, ante el establishment, ante el “Estado profundo”, incluyendo sectores de la derecha nacionalista, Netanyahu perdió la capacidad de presentarse como la síntesis del patriotismo nacionalista.
Basándose en la histórica base del Likud entre los israelíes oriundos de Medio Oriente, que mayoritariamente sufrieron discriminación por parte del histórico Partido Laborista y las consideradas élites culturales de origen asquenazi, y aliándose con los partidos religiosos, Netanyahu polarizó en estas últimas cuatro elecciones entre una base social judía popular, religiosa y tradicionalista a la que considera “el pueblo” y las consideradas élites culturales, identificadas con los antiguos sectores de poder y con el “Estado profundo”. Si a esto agregamos el hecho de que, como aprendizaje de las grandes protestas socioeconómicas que sacudieron Israel en 2011, Netanyahu empezó en 2015 a realizar correcciones en la política neoliberal, reactivando la intervención del Estado en la vivienda y retomando políticas sociales sectoriales, el resultado fue la conversión de Netanyahu en un líder derechista heterodoxo, con alto grado de populismo, ya no tan sólo retórico. Su notable astucia y capacidad de maniobra, motivada por la desesperación de que si afloja y se rinde no sólo pierde el poder, sino que puede terminar en la cárcel, le permitió hasta ahora seguir al frente de gobiernos provisorios y paritarios sin ganar tres elecciones parlamentarias consecutivas. Hace un año fue la pandemia la que le permitió tirar la pelota hacia adelante embaucando literalmente al general Benny Gantz, que había surgido entonces como líder del bloque opositor Azul y Blanco.
Víctima de la reticencia racista de la inmensa mayoría del sistema político israelí, que le impidió aliarse con la Lista Común que reunía a la totalidad de las corrientes políticas de la minoría árabe en Israel y que le habría otorgado la mayoría necesaria para ser primer ministro, Gantz optó por un pacto de gobierno paritario con Netanyahu. De esta manera, su partido se fracturó y Gantz quedó con la mitad de sus bancas en el Parlamento, pero con el control de ciertos ministerios estratégicos, como el de Defensa y el de Justicia, que acotaban la capacidad de maniobra de Netanyahu. El pacto incluía la rotación en el cargo de primer ministro en noviembre de 2021, rotación que los voceros pusieron en duda casi desde el momento siguiente a la firma del pacto. El aparentemente exitoso manejo de la pandemia al comienzo se transformó en el descontrol y en una debacle simultánea sanitaria y social en setiembre de 2020, con protestas masivas que afectaban incluso a sectores de la pequeña burguesía ascendente, tradicionales votantes del Likud.
Junto a la segunda cuarentena obligatoria, decretada para el Año Nuevo judío pasado, Netanyahu mejoró considerablemente los mecanismos de retribución económica a los damnificados por las restricciones. A la vez, se negó a llevar al parlamento los presupuestos de 2020 y 2021, lo que era una abierta violación del pacto de gobierno paritario. No sólo eso, sino que la política de derramar dinero sin presupuestos aprobados y sin criterios más que el acallar el malestar social produjo la renuncia de la mayoría de los altos funcionarios del gobierno representantes de la ortodoxia neoliberal.
Hay que reconocer la enorme capacidad de Netanyahu para apagar incendios. Cada vez que la pandemia ponía en evidencia carencias del sistema de salud pública, que había sufrido recortes en la década anterior, y surgían quejas y protestas del personal o los pacientes, Netanyahu fue rápido en responder derramando dinero para suplir las carencias o aliviarlas. En estas circunstancias se produjo la crisis del gobierno paritario que derivó en estas últimas elecciones.
En estos meses de campaña electoral Netanyahu puso sus empeños en tres objetivos: vacunar rápidamente a la mayoría de la población para sobreponerse a la pandemia y presentarse a las elecciones como el victorioso líder del primer país en el mundo en superarla. Habiendo logrado fracturar a casi todo el sistema político opositor, le quedaba fracturar al bloque unido de los partidos que representan a la población árabe; mediante guiños, promesas y partidas de dinero a determinadas municipalidades, Netanyahu logró que el sector religioso musulmán, apoyado por algunos intendentes, se desprendiera de la Lista Común árabe y se postulara con una posición abierta a unirse a una coalición liderada por el Likud. Y por último, Netanyahu logró influir en la conformación de listas de la ultraderecha para que los votos de los fanáticos kahanistas –verdaderos neonazis judíos– sean incluidos en una lista con otros sectores y no se pierdan al no superar la valla de representación parlamentaria.
Los tres objetivos de la estrategia electoral de Netanyahu fueron alcanzados. Alrededor de 70% de la población llegó vacunada con dos dosis al día de las elecciones. Las restricciones se redujeron al mínimo en las tres semanas previas, la gente experimentó un gran alivio y superficialmente la economía aparenta un repunte por la reactivación. Un Netanyahu sonriente con los brazos alzados al conocido estilo de Perón y rodeado de papel picado saludaba a los israelíes en la cartelería electoral bajo la leyenda de “Volvemos a sonreír”.
Por primera vez en la historia de Israel, un gobernante de derecha y un dirigente político árabe musulmán intercambiaban guiños públicamente. El mismo Netanyahu, que ante la posibilidad de que un año antes Gantz dependiera de votos árabes había calificado a todos los dirigentes árabes de proterroristas, ahora legitimaba al ala religiosa y conservadora de aquella lista. Sin duda, el acuerdo estratégico alcanzado con los Emiratos Árabes Unidos facilitaba la maniobra en la política interna. Y finalmente los kahanistas fueron absorbidos en una lista común religiosa sionista de ultraderecha y Netanyahu, celoso de que esta superara la valla electoral, impidió que el Likud haga campaña electoral activa en ciertas colonias de extremistas judíos en los territorios ocupados y hasta les “prestó” votos.
Sin embargo, Netanyahu volvió a fracasar y no obtuvo los 61 diputados necesarios para afianzarse por cuatro años en su cargo y promulgar una ley que le dé inmunidad y frene el juicio por corrupción que ya está en marcha. Si bien al conseguir la fractura de la unidad de la lista árabe unida, que obtuvo 15 diputados en 2020, desanimó a muchos ciudadanos árabes, que esta vez votaron en proporciones muy bajas (seis diputados para el ala de izquierda de la Lista Común y cuatro diputados para la lista musulmana dispuesta a negociar con Netanyahu), y aunque la lista unida de la ultraderecha obtuvo seis diputados, estos logros de Netanyahu no compensaron el desgaste de su Likud –que perdió votos nacionalistas y neoliberales ante una escisión anti Netanyahu liderada por Gideon Saar (cinco diputados)– ni lograron evitar una recomposición de los votos del fracturado Azul y Blanco, que se dividieron ahora entre el centro-derechista liberal Yair Lapid (18 diputados), Gantz (ocho diputados), el laborismo –débil pero resucitado (siete diputados)– y la izquierda sionista Meretz (seis diputados). En otras palabras, todos los movimientos dramáticos en el tablero político del último año y todas las conmociones producto de la pandemia no modificaron la tendencia ya visualizada en las tres elecciones anteriores. Entonces Israel parece estar entrampado en un crónico empate político, que revela sus grietas y crisis más profundas como sociedad. Netanyahu se encuentra nuevamente en uno de sus puntos más bajos. La única opción aritmética que tiene para conseguir mayoría sería incorporar a la lista musulmana conservadora a su coalición, algo que sus aliados racistas de ultraderecha rechazarían de plano. Sólo un nuevo terremoto entre sus opositores lo sacaría del pozo. ¿Qué sucederá entonces? Lo más probable es la convocatoria a nuevas elecciones dentro de unos meses, pero muchos dramas pueden suceder hasta entonces.
El halo mágico que tenía Netanyahu, considerado capaz de zafar de cualquier situación, se resquebrajó. Dentro del Likud ya se oyen voces por lo bajo que dicen que si Netanyahu tuviera el gesto de hacerse al costado, la derecha sionista tendría una clara mayoría parlamentaria que le permitiría al Likud gobernar con aliados, sin depender de alguno de ellos en especial. Pero nadie se atreve a decir esto públicamente debido al poderío de Netanyahu dentro del partido. Jamás los sectores nacionalistas fanáticos y neoliberales en Israel fueron tan hegemónicos, jamás contaron con el respaldo de un presidente estadounidense, como pasó con Donald Trump, y a la vez jamás se entramparon en sus propias contradicciones.
Sin embargo, sería un error considerar que fueron sólo las contradicciones internas de la derecha israelí las que pusieron límites a su capacidad de explotar las coyunturas favorables del período del expresidente Trump. La realidad también les puso limitaciones a sus delirios ideológicos. La capacidad de resiliencia de las poblaciones palestinas, a pesar de las presiones colonizadoras en Cisjordania o del bloqueo en Gaza, hacen que las otrora retóricas bélicas de diversos políticos de derecha israelí ya no tengan efecto. Nadie cree ahora que Israel puede anexar a corto plazo más territorios palestinos. La colonización prosigue, las penurias cotidianas de la población palestina también, pero los israelíes de derecha ya no se ilusionan con una rápida y decisiva victoria. El conflicto sigue candente y puede reactivarse ante ciertas circunstancias.
Dentro de Israel hay que destacar la gran paradoja en la relación entre la mayoría judía y los partidos sionistas y la minoría árabe. El éxito de la Lista Común árabe en las elecciones de 2020 derivó hoy en fractura y división, pero provocó que tanto Netanyahu como sus opositores no descarten más alianzas políticas con partidos árabes. Los altos porcentajes de árabes en el sistema de salud israelí les dieron en tiempos de pandemia grados de legitimidad social inéditos, reduciendo expresiones habituales de racismo.
¿Será que la pandemia ha tenido un efecto, si no sanador, al menos paliativo en el racismo que carcome a la sociedad israelí? Aún es demasiado temprano para afirmarlo.
Gerardo Leibner, desde Tel Aviv.