Los laboristas británicos están en crisis. Una parte de su antigua ala derecha, representada por los socialconservadores anteriores al blairismo, quiere un regreso a la política de la década de 1960. Los blairistas, que representan un centrismo liberal que ya no existe en la sociedad británica, quieren volver a Tony Blair. Y un gran número de partidarios de Jeremy Corbyn quiere un retorno al laborismo de izquierda. Keir Starmer, el líder del partido, no construye su base de sustentación y es incapaz de sostener una posición nítida y propia.

En la política británica, la suerte está echada. Con la aplastante derrota del laborismo en la elección parcial de Hartlepool, la pérdida de escaños municipales sufrida por el partido en zonas obreras –no sólo en beneficio de los conservadores, sino también del Partido Verde y los nacionalistas progresistas– y la ampliación de la mayoría para los partidos que apoyan la independencia en el Parlamento escocés, el panorama pos brexit se está aclarando.

Ahora, son los valores los que definen el comportamiento del electorado británico, no el interés económico directo ni la lealtad tradicional. Los triunfadores del 6 de mayo, en la mayor ronda de elecciones locales y regionales jamás celebrada de manera simultánea en Inglaterra, Escocia y Gales, fueron los partidos cuya visión coincidía con los valores culturales de una parte del electorado. Estos ganadores fueron el Partido Nacional Escocés, los socialdemócratas del Partido Laborista Galés, de fuerte arraigo nacionalista y lingüístico, el Partido Verde (que obtuvo más de 80 escaños en ayuntamientos) y, sobre todo, los conservadores de Boris Johnson.

Una moda funesta

Johnson ha hecho que la codicia, el victimismo blanco, la corrupción y la xenofobia no sólo sean respetables, sino que se pongan funestamente de moda en las pequeñas ciudades antaño industriales de Inglaterra. 15.000 votantes en Hartlepool, una ciudad de clase trabajadora que registró 70% de votos a favor del brexit en 2016, respaldaron a una candidata conservadora que demostró una conexión nula con su ciudad. Esto se enmarca en el contexto de una de las peores cifras de muertos en el mundo durante la pandemia bajo la conducción del Partido Conservador, y con el gobierno de Johnson envuelto en acusaciones de corrupción.

El laborismo, por el contrario, pudo movilizar a menos de 8.000 de quienes lo habían votado en las elecciones generales de 2019. A pesar de que el candidato laborista era un médico local que trabajaba en la primera línea de combate contra la epidemia, los votantes prefirieron la política de la corrupción y el elitismo.

“¿Cómo pueden dar su apoyo a los tories cuando una cuarta parte de sus propios hijos vive en la pobreza?”, se lamentaba un comentarista liberal en Twitter. La respuesta es obvia para cualquiera que haya golpeado puertas: los votantes de la clase trabajadora socialmente conservadora desprecian a los pobres, así como desprecian a los “estudiantes”, el activismo woke, a los refugiados y los derechos humanos.

Su política está dictada ahora principalmente por su identidad, no por su interés económico. Se perciben a sí mismos en competencia con los trabajadores migrantes. Perciben que la pequeña ciudad donde viven compite con las grandes ciudades por el magro crecimiento que se puede generar en nuestra deteriorada economía. Y cuando despotrican contra los “estudiantes”, se refieren a un mundo en el que se valora más el aprendizaje, la tolerancia y la apertura que la comunidad, lo local y la familia patriarcal.

Sobre todo, han aceptado la lógica del neoliberalismo posterior a 2008: que como la riqueza de los súper ricos es intocable y siempre está en aumento, sólo puede haber redistribución entre sectores de la clase trabajadora. Como personas blancas, mayores y propietarias de una casa, no tienen deseo alguno de ver justicia social para los trabajadores y trabajadoras más jóvenes, más educados y más cosmopolitas, que no pueden ni soñar con poseer una casa. Dado que ahora hay dinero gratis que fluye desde el Tesoro y el Banco de Inglaterra, en forma de fondos públicos para proyectos locales usados con fines clientelísticos, consideran que la forma más fácil de hacer que ese dinero fluya a su ciudad –en el contexto de la política todavía notablemente centralizada de Inglaterra– es votar por Johnson.

De ninguna manera son mayoría, ni siquiera en las ciudades donde sus votos están dando el poder a los conservadores. Pero no necesitan ser mayoría. Con un laborismo incapaz de proyectar un discurso propio claro y unificador, la base de apoyo para las políticas progresistas está deprimida y desorientada. La mayoría de los 8.000 votantes que los laboristas perdieron en Hartlepool entre 2019 y 2021 no les dieron su sufragio a los conservadores: directamente no votaron.

Frágil y condicional

En Londres, el día de las elecciones, en mi circunscripción de Lambeth y Southwark, me paré en una fila de 50 personas de la clase trabajadora que parecían estar allí para hacer una sola cosa: poner a los laboristas y a los verdes al mando de la Autoridad del Gran Londres. Sus votos representaron un triunfo local aplastante para el candidato a alcalde de los laboristas, hoy en ejercicio, Sadiq Khan, que se presentaba a la reelección. Más interesante aún: alrededor de la mitad de estos votantes leales al laborismo se tomaron la molestia de dar su segunda preferencia al Partido Verde, con lo que le permitieron a este ocupar el segundo lugar en la contienda local.

Si estos son los “nuevos bastiones” del Partido Laborista –grandes ciudades, ciudades universitarias y lugares con grandes minorías étnicas o poblaciones LGBT+–, el apoyo al laborismo es frágil y condicionado. Los votantes de esos lugares quieren una ciudad habitable y una política de tolerancia y descarbonización. Si bien sus valores culturales son diametralmente opuestos a los de la mayoría de los votantes de Hartlepool, están igualmente arraigados en su propio entorno.

En su mundo, la comunidad y lo local pesan de una manera diferente: las comunidades en las que viven deben crearse y recrearse todos los días, en un paisaje de cambios veloces e incesantes. Hay poco lugar para la tradición, la nostalgia o las emociones en sus vidas, ya que las tácticas modernas de supervivencia urbana no les dejan espacio.

Alianza que gane elecciones

La tarea de los laboristas –como la de todas las socialdemocracias y partidos de izquierda europeos– es construir una alianza que gane elecciones a partir de estos dos grupos demográficos: los trabajadores de las pequeñas ciudades y los asalariados de las grandes ciudades. El pobre desempeño de los laboristas –no sólo en Hartlepool, sino en la pérdida de más de 200 escaños en ayuntamientos de sitios similares de Inglaterra– muestra lo mucho que han fracasado en esa tarea.

Gran parte del examen de conciencia apuntará a Keir Starmer, un líder laborista relativamente nuevo. Fue su decisión retrasar el trabajo en cualquier tipo de plataforma política, y con eso dejó a los candidatos del partido improvisando variaciones sin un tema durante la campaña. Fue su oficina la que impuso un candidato anti-brexit en Hartlepool, y la que dirigió la campaña.

Pero los problemas de la política progresista en Gran Bretaña son mucho más profundos. El brexit puede estar “acabado” en lo que respecta a las futuras relaciones comerciales, pero no ha terminado en cuanto a su impacto en la política interna.

Keir Starmer, el 21 de mayo, durante una sesión en la Cámara de los comunes, Inglaterra.
Foto: Jessica Taylor, AFP, Parlamento de Reino Unido

Keir Starmer, el 21 de mayo, durante una sesión en la Cámara de los comunes, Inglaterra. Foto: Jessica Taylor, AFP, Parlamento de Reino Unido

Resurgimiento del sectarismo

La introducción de una frontera comercial blanda entre Gran Bretaña e Irlanda del Norte, que divide Reino Unido en dos jurisdicciones para el comercio de bienes, ya ha provocado un resurgimiento de la retórica sectaria en la región. La Policía y las fuerzas de seguridad de la República de Irlanda y Reino Unido miran con nerviosismo el próximo verano. Esa estación comienza “tradicionalmente” con disturbios sectarios el 12 de julio, cuando los “lealistas” (protestantes) celebran la derrota del catolicismo en la batalla del Boyne en 1690, y va in crescendo hasta el 9 de agosto, cuando los “republicanos” (católicos) encienden hogueras para conmemorar la introducción del encarcelamiento sin juicio en 1971, lo que suele terminar con hechos violentos.

Mientras tanto, en el Parlamento escocés hay ya una mayoría para una coalición de facto entre el Partido Nacional Escocés y el Partido Verde Escocés, los cuales se han comprometido con la celebración de un referéndum por la independencia en el plazo de dos años. Johnson rechazará ese referéndum, pero Nicola Sturgeon, la primera ministra escocesa, ha amenazado con promulgarlo de todos modos y llevar la lucha a la Corte Suprema en Londres.

A diferencia de España, existe un claro precedente constitucional del derecho de Escocia a la autodeterminación: el Estado consideró legítimo el referéndum de 2014. Si finalmente los escoceses celebrasen un referéndum en rebeldía, desafiando a Westminster, existe la posibilidad de que el “Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte” deje de existir.

Así, en lugar de “resolver” los problemas no resueltos del brexit, el avance de Johnson en las pequeñas ciudades de Inglaterra los exacerba. Deja a la nueva generación de escoceses, que según las encuestas están entusiasmados con la independencia, más decidida a tenerla. Deja el núcleo de las comunidades urbanas galesas firmemente bajo la hegemonía del laborismo, que, debido a las competencias que les fueron transferidas, pudo tomar el control total de la respuesta a la pandemia y sacó provecho electoral de esa situación. Y deja al laborismo inglés mirando por encima de sus hombros hacia ambos lados: hacia la derecha, con la amenaza de más deserciones de votantes hacia los conservadores, y hacia la izquierda, por el creciente desafío del Partido Verde.

Dividida y paralizada

En medio de esta crisis, la socialdemocracia británica parece, si no desorientada, tan totalmente dividida que el resultado es la parálisis. Una parte de su antigua ala derecha, los socialconservadores anteriores al blairismo, que todavía ocupan alrededor de una sexta parte de los escaños parlamentarios, quiere un regreso a la política anterior a 1968: control de la inmigración, vigilancia policial dura y guerra expedicionaria en todo el mundo. Los blairistas quieren volver a Tony Blair. Un gran número de partidarios de Jeremy Corbyn –quien dimitió tras la derrota de 2019– quiere, al tiempo que disfruta de los reveses sufridos por Starmer, un retorno del corbynismo. En cuanto al propio Starmer, al no haber construido una base de sustentación propia numerosa, recibe los embates de ambas facciones.

Y, sin embargo, hay una manera de avanzar. A pesar de los malos titulares en los periódicos, el porcentaje de votos nacional proyectado para los conservadores permanece en 36%. Con el laborismo en 29% y los demócratas liberales, que crecieron hasta 18% por el factor de “ganabilidad” en las elecciones locales y regionales, los partidos de la oposición están en perfectas condiciones de propinar una derrota a Johnson cuando este decida llamar a elecciones.

El plan A de los laboristas sigue siendo, para Starmer, aspirar a los votos de los verdes y los demócratas liberales en una elección general, recuperando de regreso al laborismo a suficientes trabajadores socialmente conservadores para desplazar a Johnson. Si eso no funciona, el plan B –defendido por Clive Lewis, parlamentario por Norwich, perteneciente al ala izquierda, y sus partidarios del ala anti-brexit del laborismo– es buscar una alianza electoral formal con los verdes y los demócratas liberales en Inglaterra, que matemáticamente tendría el número suficiente para destruir a Johnson de un solo golpe.

Hechos confusos

Como periodista que cubre estos dilemas tácticos y estratégicos desde adentro, lo sorprendente es cuán pocos políticos profesionales los entienden. Lo experimentan todo como un revoltijo de hechos confusos que alteran de manera inoportuna el mundo para el que fueron entrenados.

Cuando el laborismo podía “pesar” sus votos leales en lugar de contarlos, no había necesidad de teoría política, ciencia política o siquiera estrategia. Pocos políticos laboristas de primera línea estudiaron ciencia política o asistieron al equivalente británico de las grandes écoles: estudios de filosofía, política y economía en Oxford. Al no haber podido estudiar ni siquiera la historia de su propio partido, muchos carecen de puntos de referencia históricos básicos y se ven perdidos en un mundo de ideas políticas desafiantes, cambio tecnológico, populismo y un discurso de odio en crecimiento.

Los lectores franceses, holandeses y alemanes saben muy bien cómo termina esa historia. La lucha para reorientar el laborismo hacia el punto en que la estrategia de Starmer realmente funcione es, por lo tanto, menos una batalla por la plataforma política que un enorme esfuerzo por entender.

Paul Mason es un periodista y ensayista británico. Ha trabajado para medios como BBC y Channel 4. Es columnista de The Guardian y autor del libro Postcapitalismo: hacia un nuevo futuro. Fuente: IPS. Traducción: Carlos Díaz Rocca. Este artículo fue publicado originalmente por Nueva Sociedad.