Hace apenas un mes, Joe Biden aseguró a los estadounidenses que era “muy poco probable” que el Talibán se apoderara de Kabul después de la retirada de las tropas de su país. Pero esta semana, el mundo ha observado con sorpresa las escenas en las que los talibanes capturan provincia tras provincia en todo Afganistán. El domingo, el presidente Ashraf Ghani huyó abruptamente de la capital y se dirigió a Tayikistán, poco antes de que los insurgentes ingresaran al palacio presidencial, manifestando su intención de declarar un Emirato Islámico de Afganistán.

Con el colapso del régimen respaldado por Estados Unidos, los bancos, aeropuertos y vehículos están llenos de personas que intentan desesperadamente huir del país. Esperan unirse a los millones de refugiados afganos que ya se han visto obligados a marcharse durante las últimas cuatro décadas de conflicto. El número de desplazados internos también está aumentando, ya que las personas en todo Afganistán se han enfrentado a perder a sus familiares, hogares, escuelas y lugares de trabajo tanto por los combatientes del Talibán como por las bombas estadounidenses.

La semana pasada, Zar Begum, una mujer de mediana edad en un campamento en Kabul, describió por qué huyó: “Los talibanes me desalojaron por la fuerza a punta de pistola, mataron a mis hijos y se casaron por la fuerza con mis nueras. Se llevaron a la fuerza a tres o cuatro niñas de cada casa y las casaron. Tuvimos que irnos”.

A pesar de estas atrocidades, los combatientes talibanes encontraron poca resistencia por parte de los más de 300.000 soldados afganos armados y entrenados por Occidente. En cambio, el ejército les ha facilitado en gran medida la toma de edificios gubernamentales y la liberación de miles de talibanes encarcelados en todo el país.

Después de 20 años de destructiva ocupación, Estados Unidos ahora abandona oficialmente Afganistán a su suerte. Esta no es una victoria para el movimiento contra la guerra, sino la última demostración vergonzosa de la falta de preocupación de Washington por las consecuencias de sus propias acciones desastrosas.

¿La “buena guerra”?

La administración de George W Bush anunció la invasión estadounidense de Afganistán en 2001 como respuesta a los trágicos ataques del 11 de setiembre en Nueva York. Los objetivos declarados de la guerra eran sacar a Al Qaeda del país, garantizar los derechos de las mujeres y las minorías y establecer una república democrática. Mientras Estados Unidos desataba su poderío militar en Afganistán, los talibanes se retiraron rápidamente de las principales ciudades para permitir que la Alianza del Norte, una coalición de exmuyahidines anticomunistas, tomara el poder.

El vecino Pakistán, el principal aliado del gobierno talibán, se vio obligado a dar un vergonzoso giro político para facilitar el esfuerzo bélico de Estados Unidos. Cuando se instaló un nuevo gobierno en Kabul bajo el liderazgo de Hamid Karzai, tanto los medios como los políticos expresaron euforia por la rápida victoria y la promesa de una política más liberal en la región.

Familias afganas a lo largo de la pista del aeropuerto de Kabul esperan para abandonar el pais luego de que el movimiento Talibán, tomara el control de la capital, el domingo 16 de agosto.

Familias afganas a lo largo de la pista del aeropuerto de Kabul esperan para abandonar el pais luego de que el movimiento Talibán, tomara el control de la capital, el domingo 16 de agosto.

Foto: Wakil Kohsar, AFP

En unos meses, Estados Unidos ya había avanzado, mientras la administración Bush armaba sus argumentos para una guerra contra Irak. La amenaza planteada por el régimen de Saddam Hussein fue histéricamente exagerada para justificar ataques “preventivos” contra el país, mostrando la confianza de Estados Unidos en su capacidad para “exportar libertad” al resto del mundo. En esta representación, Afganistán fue sólo otro ejemplo en las interminables historias de éxito, desde la reconstrucción de Europa y Japón después de la Segunda Guerra Mundial hasta la Guerra del Golfo en 1991. Sin embargo, debajo de la superficie, el caos estaba germinando en toda la región.

El nuevo gobierno afgano era una coalición torpemente tejida de caudillos, élites emigradas y tecnócratas de diferentes partes del mundo. En 2003, la activista por los derechos de las mujeres Malalai Joya fue noticia cuando desafió públicamente a los nuevos gobernantes del país, denunciando sus “crímenes contra los afganos” en una Loya Jirga (Gran Asamblea de Ancianos).

En 2005, Joya fue elegida parlamentaria de la provincia de Farah y utilizó su banca para denunciar la corrupción y la violencia facilitada por las fuerzas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Desafortunadamente, las voces críticas como la suya fueron ignoradas en las discusiones sobre el futuro del país, ya que contradecían el tono de celebración que llegó a dominar las descripciones de la “guerra buena”.

Descenso al caos

Sin embargo, la corrupción de las élites afganas que habían vuelto al poder comenzó a filtrarse a través de los medios internacionales. En 2012, Afganistán se ubicó en la parte inferior del “Índice de percepción de la corrupción” de Transparencia Internacional.

El presidente Karzai y su familia fueron acusados de estar involucrados en acuerdos turbios y corruptos con organizaciones internacionales. Un escándalo fue un “regalo” en efectivo que recibió de Irán en 2010 para renovar el palacio presidencial. Su hermano, Mahmud Karzai, estuvo involucrado en múltiples escándalos de corrupción, incluida la ejecución de esquemas Ponzi por intermedio del Banco de Kabul, lo que provocó su espectacular colapso en 2011. En otras partes de Afganistán los informes de extorsión y tráfico de drogas por parte de los señores de la guerra eran comunes, mientras que la ayuda internacional que entraba en Afganistán apenas llegaba a los pobres del país.

Soldado de Estados Unidos y ciudadanos afganos que intentan abandonar el pais en el aeropuerto de Kabul, el domingo 18 de agosto.

Soldado de Estados Unidos y ciudadanos afganos que intentan abandonar el pais en el aeropuerto de Kabul, el domingo 18 de agosto.

Foto: Wakil Kohsar, AFP

Sin embargo, la corrupción no era simplemente un problema afgano, era parte del diseño formulado por las fuerzas de ocupación. Un informe de The New York Times de 2013 expuso cómo la CIA estaba sobornando al gobierno de Karzai para obtener favores para sus objetivos a corto plazo. El informe reveló que las fuerzas de ocupación estaban alimentando prácticas corruptas en lugar de combatirlas.

La administración Obama se mantuvo callada sobre estas explosivas acusaciones, revelando su desprecio por la reconstrucción económica en el país. En 2014, Karzai culpó a Estados Unidos de facilitar la corrupción en Afganistán, alegando que la mayoría de la corrupción se produjo por medio de contratos formales, emitidos principalmente por funcionarios estadounidenses.

La credibilidad de la república afgana siguió erosionándose a medida que las elecciones presidenciales de 2014 y 2019 se vieron empañadas por acusaciones generalizadas de fraude electoral. Si bien Washington pudo improvisar un gobierno de coalición con el académico Ashraf Ghani como presidente, las crecientes tensiones dentro de las diferentes facciones paralizaron al Estado. El descontento latente se convirtió en combustible para los insurgentes del Talibán que estaban esperando el momento oportuno y construyendo bases de apoyo en las zonas rurales del interior del país.

Más vergonzoso todavía fue que Pakistán brindara apoyo encubierto a los talibanes, a pesar de ser un Estado de primera línea en la “guerra contra el terror” liderada por Estados Unidos. Su doble función es el resultado de la profunda negativa de quienes manejan el país a romper sus vínculos materiales e ideológicos con los talibanes, a pesar de que aparentemente ayuda a la coalición de la OTAN.

En 2001, bajo la dictadura militar del general Pervez Musharraf, Pakistán cambió de bando porque necesitaba apoyo financiero para sostener su economía endeudada. Sin embargo, incluso hoy Pakistán no mantiene una narrativa coherente contra el Talibán, y los expertos de los medios locales continúan aplaudiendo sus atrocidades en Afganistán.

Los líderes talibanes no sólo operaron a través de la ciudad occidental paquistaní de Quetta, sino que también lograron desarrollar una infraestructura de apoyo entre las secciones del Estado. El retroceso para el país ha sido severo: unos 70.000 ciudadanos paquistaníes han muerto debido a la insurgencia de los talibanes dentro de Pakistán.

Uno de los peores incidentes de violencia extremista fue la masacre de escolares en la Escuela Pública del Ejército (APS) en Peshawar en 2014, donde los terroristas mataron a tiros a 144 estudiantes. El incidente conmocionó a la sociedad y llevó a la determinación popular de luchar contra los talibanes en el país. Sin embargo, incluso entonces, seguía existiendo una distinción entre los “buenos talibanes” (los que llevaban a cabo atrocidades similares en Afganistán) y los “malos talibanes” (los que tenían como objetivo a Pakistán).

El fundador de los talibanes,  Mullah Abdul Ghani Baradar, luego de firmar un acuerdo con Estados Unidos en Doha, Catar, el 29 de febrero de 2020.

El fundador de los talibanes, Mullah Abdul Ghani Baradar, luego de firmar un acuerdo con Estados Unidos en Doha, Catar, el 29 de febrero de 2020.

Foto: Giuseppe Cacace, AFP

En una entrevista con Al Jazeera, se le preguntó al general Asad Durrani, exjefe del ISI –los servicios de inteligencia paquistaníes–, sobre el efecto de retroceso de las políticas de Pakistán, en particular la espantosa masacre de APS. Lo descartó como un “daño colateral”, ya que “la moralidad pasa a un segundo plano” en las decisiones estratégicas. No podría haber habido una expresión más clara del cinismo que definió la relación de Pakistán con sus aliados en la región.

Orquestando un colapso

La manera cobarde en la que Estados Unidos eligió retirarse de Afganistán sólo puede calificarse de huida vergonzosa. En 2020, Estados Unidos invitó a los talibanes a una ronda de negociaciones en Doha, sin pasar por el gobierno afgano, una medida que otorgó una legitimidad sin precedentes al grupo terrorista.

Como parte del acuerdo de paz firmado en Doha, el gobierno de Estados Unidos ordenó al gobierno afgano que liberara a 5.000 soldados talibanes cautivos, muchos de los cuales pronto regresaron al frente. Los talibanes estuvieron representados en las negociaciones de Doha por su cofundador, el mulá Baradar, que antes fue prisionero en una cárcel de Pakistán. Fue puesto en libertad a petición de Estados Unidos en 2018 para convertir a los talibanes en “socios para la paz”. Luego, Estados Unidos anunció una retirada abrupta de tropas, que se hizo efectiva a fines de julio de 2021 cuando los envalentonados talibanes atacaban las capitales de provincias de todo Afganistán. Hoy, Baradar es promocionado como el líder más probable de un gobierno liderado por los talibanes.

A pesar de la inestabilidad de larga data del gobierno afgano, las mujeres y las minorías tomaron múltiples iniciativas de base para institucionalizar su papel en la esfera pública. Sin embargo, los talibanes ahora supuestamente “reformados” rápidamente revirtieron esos logros al conquistar varias partes de Afganistán. Las mujeres del grupo étnico hazara están denunciando matrimonios forzados de mujeres jóvenes hazara con comandantes talibanes. Hay informes generalizados de ejecuciones extrajudiciales de soldados y funcionarios gubernamentales capturados por el grupo. Activistas de la sociedad civil y periodistas han huido de la ciudad más grande de Afganistán en uno de los éxodos más deprimentes de la intelectualidad de un país.

En efecto, el acuerdo de Doha envalentonó al Talibán y creó una ola de desmoralización y deserciones dentro del Estado afgano. La única intervención militar que tuvo Estados Unidos durante el asalto de los talibanes fue la de evacuar al personal de su embajada en Kabul, consolidando esta retirada como una de las salidas más deshonrosas de la historia moderna. Cientos de jóvenes se agolparon en los aeropuertos en un último intento desesperado por salir del país. Un video viral mostró a dos hombres que se aferraban a un avión estadounidense caer del cielo mientras despegaba, una primera señal de la trágica crisis de refugiados a punto de estallar a escala global.

Familias desplazadas por los combates entre talibanes y fuerzas de seguridad afganas, en un campamento en un campo, el 9 de agosto, en Kabul.

Familias desplazadas por los combates entre talibanes y fuerzas de seguridad afganas, en un campamento en un campo, el 9 de agosto, en Kabul.

Foto: Wakil Kohsar, AFP

Estados Unidos creó un Estado para satisfacer sus necesidades de contrainsurgencia en lugar de servir a los intereses del pueblo, lo que aceleró el colapso de las fuerzas de seguridad. No sólo alimentó a los señores de la guerra y la corrupción sistémica, sino que utilizó la región como campo de pruebas para armas y vigilancia.

“Af-Pak” se convirtió en el primer sitio de la guerra ilegal con drones que mató a miles de civiles en la región y avivó el sentimiento antiestadounidense. Los incidentes que dejaron víctimas civiles, como la muerte de 51 civiles (incluidos 12 niños) en una campaña de bombardeos liderada por Estados Unidos en Herat en 2007, intensificaron la ira popular contra las fuerzas ocupantes.

El deterioro de la situación apunta a una nueva fase del imperialismo en la que se ha descartado por completo cualquier pretensión de desarrollo o reconstrucción.

La naturaleza encubierta de la guerra con drones también profundizó la infraestructura de vigilancia y secreto asociados con la “Guerra contra el terror”. Las desapariciones forzadas que comenzaron con el traslado de personas a la bahía de Guantánamo se convirtieron en un método integral utilizado por los gobiernos de Pakistán y Afganistán para gestionar la disidencia interna, uno de los legados más sórdidos del conflicto liderado por Estados Unidos.

Hacia una izquierda antiimperialista

El deterioro de la situación apunta a una nueva fase del imperialismo en la que se ha descartado por completo cualquier pretensión de desarrollo o reconstrucción. Afganistán, Irak, Siria, Libia y Yemen son emblemáticos de cómo las intervenciones occidentales contemporáneas están orientadas a crear zonas de control imperialista para perseguir objetivos a corto plazo.

Una vez que se cumplen estas metas, se abandona el país: la promesa de la democracia y la construcción del Estado resultan ser meros eslóganes. El barniz del humanitarismo ha dado paso a una lógica de terror y destrucción impuesta a los “estados enemigos”. Estados Unidos encabeza hoy este escuadrón mundial de demolición.

Estados Unidos puede eludir la culpa del desastre precisamente porque la comunidad internacional no puede hacerlo responsable y no está dispuesto a aceptar su destino como un imperio en decadencia.

El movimiento contra la guerra en Estados Unidos no debería darse una palmadita en la espalda por esta retirada. La forma en que Estados Unidos se retiró de Afganistán sólo habla de soberbia y arrogancia imperial. En lugar de aceptar la responsabilidad por la situación que creó, Estados Unidos tomó como chivo expiatorio al gobierno afgano y ahora está echando toda la culpa de su debacle a Pakistán. Estados Unidos puede eludir la culpa del desastre precisamente porque la comunidad internacional no puede hacerlo responsable y no está dispuesto a aceptar su destino como un imperio en decadencia que ha perdido la capacidad de imponer orden en los países que ha destruido.

Hoy, los progresistas están aterrorizados, ya que la victoria de los talibanes ha envalentonado a las fuerzas extremistas en Afganistán y a quienes manejan el Estado en Pakistán. El escenario está listo para una mayor represión de los activistas de derechos humanos y las voces disidentes, que serán el blanco de los regímenes autoritarios que han barrido la región desde Nueva Delhi hasta Kabul. En estas circunstancias, la izquierda estadounidense tiene la responsabilidad de extender todas las formas de solidaridad posible a aquellos que llevan la peor parte de las “guerras eternas” de nuestra generación.

Un voluntario carga a un hombre herido en el aeropuerto de Kabul mientras esperan junto a una gran cantidad de personas poder abandonar Afganistán tras la toma de la capital por el movimiento Talibán.

Un voluntario carga a un hombre herido en el aeropuerto de Kabul mientras esperan junto a una gran cantidad de personas poder abandonar Afganistán tras la toma de la capital por el movimiento Talibán.

Foto: Wakil Kohsar, AFP

Combatir la islamofobia, acoger a los refugiados y responsabilizar a la máquina de guerra son elementos esenciales para articular una visión antiimperialista de la política contemporánea. La clase dominante estadounidense volverá a utilizar la amenaza de fantasmas imaginarios y enmascarará su agresión bajo el velo de los derechos humanos y la democracia. Sería trágico que el pueblo estadounidense continuara cayendo en tales tácticas que causan un sufrimiento inimaginable a los países del Sur global.

Sin una izquierda arraigada en la solidaridad global, los desastres de las guerras imperialistas y las crisis de refugiados socavarán la democracia en los propios Estados Unidos. El desastre en Afganistán demuestra una vez más que los imperios son incompatibles con la paz mundial y la soberanía popular, y son combustible para el militarismo y la xenofobia en casa.

Este artículo fue publicado originalmente en inglés por la revista Jacobin.