En el mundo cambiaron muchas cosas desde 2005 ‒Estados Unidos pasó por Barack Obama, Donald Trump y Joe Biden, Europa perdió a un país miembro de peso y en nuestra región crecía y terminaba el ciclo progresista‒, pero Angela Merkel sigue siendo la canciller de Alemania. Pronto una era llegará a su fin: después de las elecciones del 26 de setiembre, se conformará un nuevo parlamento federal que deberá acordar quién la sucederá.

Su pragmatismo y su prudencia han sido objeto de admiración y crítica. Mientras algunos resaltan las formas en que navegó crisis de distinto tipo ‒la debacle financiera global de 2008, la oleada migratoria, las diversas amenazas de fractura en la Unión Europea, el conflicto en Ucrania, el coronavirus‒, otros prefieren imaginar lo que podría haber logrado Merkel si hubiera puesto el mismo empeño que puso para fortalecer a Alemania en democratizar y ampliar la Unión Europea, que hoy cuenta en su seno con por lo menos dos gobiernos, en Polonia y Hungría, en deriva hacia el autoritarismo, y la ausencia notoria de Reino Unido.

En todo caso, hay que tener en cuenta las poderosas y contradictorias fuerzas entre las que debió moverse Merkel, tanto dentro de su país como en el contexto internacional. La crisis migratoria de 2015 ilustra esta dinámica. Como se recordará, decenas de miles de personas de Siria, pero también del norte de África y de Afganistán, buscaban refugio en Europa; la mayoría quedaban detenidas en diversos pasos fronterizos, lo que derivó en una emergencia humanitaria de proporciones inéditas, y que no parecía detenerse. La Unión Europea se mostraba incapaz de tomar una decisión conjunta, y Alemania resolvió acoger a los migrantes.

Hay resonancia del “Yes, we can” de Obama en “Wir schaffen das” (“lo lograremos”), la frase con la que Merkel buscó motivar a sus compatriotas para emprender la más urgente y extensa operación de acogida de refugiados de la historia. Fue, en lo moral, el momento más alto de su trayectoria. Muchos críticos por izquierda de su gestión, como el filósofo Jürgen Habermas, que venía recriminándole duramente su falta de sensibilidad para asistir a los griegos durante la catástrofe financiera y social, tuvieron que reconocer que, en este caso, Merkel se había embanderado con lo mejor de sus valores cristianos.

Ese gesto humanitario, sin embargo, no fue compartido por todos los cristianos alemanes. El partido de Merkel, que en realidad es la unión de dos fuerzas demócratacristianas (la CSU, católica, y la CDU, protestante) mostró posiciones divergentes, y la canciller debió recostarse en los socialdemócratas del SPD para poner en marcha la medida. Con el tiempo, además, debió cederle el ministerio del interior a Horst Seehofer, el dirigente de la CSU que representaba la sensibilidad de los conservadores del sur de Alemania, la zona por donde llegaba la mayoría de los migrantes. Esa movida no fue suficiente y el descontento por la admisión de los refugiados fue capitalizado por la ultraderecha. Así, el movimiento AfD (Alternativa para Alemania) pasó de ser una fuerza marginal del este del país a convertirse en el tercer partido a nivel nacional.

Finalmente, tras recibir a cerca de un millón de refugiados, el gobierno alemán negoció con Turquía (el país por donde ingresaba a Europa la mayoría de los migrantes sirios) el montaje de mecanismos para retener allí a los desplazados. Así, Merkel honraba la tradición alemana posbélica de no emplear la fuerza, pero dejaba en evidencia la acumulación de poder financiero que había posibilitado el acuerdo.

Ese mismo pragmatismo extremo fue el que le permitió gobernar durante una década y media al frente de sucesivas coaliciones de centroizquierda y centroderecha, en las que su partido siempre era el fiel de la balanza. Incluso dentro de su fuerza política, de orientación conservadora, Merkel solía contrapesar a las tendencias más regresivas.

El tiempo, además, fue moderando a la ya de por sí atenta y reflexiva líder. Tras la crisis financiera global de 2008, Merkel no sólo rescató bancos fundidos, sino que también aplicó políticas contracíclicas. Para la mayoría de los analistas, allí se terminó de esfumar su creencia en la razón del mercado, que tantos políticos de la antigua República Democrática Alemana (RDA) habían abrazado rápidamente tras la caída del socialismo real.

Merkel también proviene de la RDA, pero su historia personal es singularísima. Nació en 1953 en Hamburgo, pero cuando tenía tres años su padre, un pastor luterano, decidió ir a contramano de miles de alemanes que escapaban hacia el oeste y aceptar un puesto del otro lado de la cortina de hierro, en las cercanías de Berlín. Fue una estudiante modelo, con excelentes calificaciones en ruso (algo que, dicen, le ha servido en sus encuentros con su némesis, Vladimir Putin, al que combatió y apaciguó simultáneamente) y una brillante carrera en química cuántica. Debió abortar su trayectoria académica al negarse a hacer informes sobre sus colegas para los servicios de seguridad.

Dirigente de una pequeña fuerza liberal tras la caída del Muro, Merkel fue detectada y promovida por Helmut Kohl, el canciller que había logrado la reunificación de Alemania pero que dejó el cargo bajo la sombra de la corrupción. A diferencia de él, y de todos los cancilleres desde el fin de la Segunda Guerra, Merkel, además de ser la primera mujer en ocupar el puesto, es la primera que no terminará su mandato tras perder una reelección (u obligada a renunciar, como Willy Brandt), sino por su propia voluntad.

Así, esta mujer, que durante décadas fue reacia a autodefinirse como feminista, y que nunca entusiasmó a sus compatriotas ‒excepto, quizás, en el “momento sirio”‒, a la que tildaban de demasiado lenta, indecisa, aburrida y cerebral, es ahora la dirigente más popular y a la vez la gran ausente en la campaña para elegir a su sucesor o sucesora, que puede provenir de su propio partido (Armin Laschet), de los socialdemócratas (Olaf Scholz) o de los verdes (Annalena Baerbock), pero que en ningún caso cuenta con su gravitas. En una encuesta del European Council on Foreign Relations, resultó la mejor aspectada para el todavía inexistente cargo de “presidenta de Europa”.

Y aunque a ella nunca le gustó el título, Merkel fue, para muchos, la “líder del mundo libre” durante los años en que Donald Trump desgobernó Estados Unidos. Es la mujer que, según el asesor Ben Rhodes, lloró cuando su amigo Obama la llamó, tras conocerse el triunfo de Trump, y le dijo “ahora sólo quedás vos”. Habría sido esa responsabilidad la que la decidió a volver a presentarse para un último período como canciller, para mantener unido aquello que veía decaer: Europa, la democracia liberal, el centro político.