El neoliberalismo es uno de los objetos centrales de reflexión del filósofo y docente marxista Pierre Dardot, miembro del laboratorio Sophiapol de la Universidad de París-Nanterre. Dardot estuvo esta semana en Montevideo para participar en un coloquio internacional sobre filosofía y memorias, y en ese marco conversó con la diaria. Sostiene que el neoliberalismo apunta a instalar la lógica de la competencia en todas las áreas y a restringir el campo de la deliberación colectiva, y cree que “el discurso de la derecha de que la izquierda ha colonizado los espíritus es una retórica, una forma de construir un enemigo”. Opina también que las redes sociales “dan la ilusión en ciertas situaciones de poder participar en la discusión política por fuera de los canales oficiales”, lo que “se corresponde bastante bien con una forma de individualismo neoliberal”.

Usted ha trabajado sobre el concepto de neoliberalismo. ¿Cómo lo definiría y por qué ha dicho que tiene un carácter antidemocrático, contrario a las democracias liberales?

Debemos distinguir el liberalismo clásico del neoliberalismo. Cuando reflexionamos sobre los orígenes y las formas del neoliberalismo, se nota un cambio destacable. El neoliberalismo se forma en los años 30, en un contexto particular, de regímenes totalitarios, y si bien pretende luchar contra esos regímenes totalitarios en nombre de la libertad, le da al Estado una función que es diferente de la que le otorga el liberalismo clásico. Esto es muy importante, porque le otorga al Estado una función que es garantizar un orden jurídico que hace prevalecer la norma de la competencia, mientras que en el liberalismo clásico la función del Estado es de vigilante, es decir, de reprimir a las personas que atentan contra la propiedad, pero no justifica el mantenimiento de un orden jurídico basado en la competencia. El neoliberalismo le otorga una nueva función al Estado, que lleva a restringir el campo de la deliberación colectiva. Este Estado neoliberal dice que todo lo que tiene que ver con la orientación de la política económica y social no es objeto de deliberación pública y les otorga un rol clave a los expertos, que son tan valorizados que hasta se puede hablar de expertocracia; incluso justifican que los ciudadanos no tienen que comentar o debatir sobre todo lo que tiene que ver con economía, estabilidad monetaria, política financiera, política presupuestal.

Por eso usted dice que es antidemocrático.

Exactamente. Hay una decisión a priori de restringir el campo de lo deliberable.

¿Por qué dice que el neoliberalismo se lleva bien con tendencias autoritarias y xenofóbicas?

Cuando se examina el neoliberalismo, se ve que es plástico, tiene flexibilidad. Wendy Brown [filósofa y politóloga estadounidense] habla de la plasticidad del neoliberalismo, de su capacidad de adaptarse a situaciones nacionales muy diferentes. Eso es importante, porque permite comprender que dentro del neoliberalismo puede haber formas autoritarias y nacionalistas. [La ex primera ministra británica] Margaret Thatcher es una figura que permite entender que en el neoliberalismo hay también tendencias nacionalistas; por ejemplo, ella justificó la guerra de las Malvinas hablando de la misión de Gran Bretaña. Es una figura que aparece como precursora del neoliberalismo nacionalista. Hay un neoliberalismo que se puede catalogar como globalista; por ejemplo, [el presidente francés] Emmanuel Macron es una representación de este tipo de neoliberalismo. Es un neoliberalismo que da mucha importancia a los acuerdos internacionales como herramienta para imponer reglas de la competencia, y considera que está en guerra contra la lógica nacionalista, lo que es muy diferente del neoliberalismo de Thatcher y de otros.

En América Latina, manejamos la idea de neoliberalismo mucho más asociada a esta lógica de los mercados abiertos y la privatización del sector público, pero esto no parece ser lo que define el neoliberalismo en su concepción. ¿Qué lo define entonces, qué tienen en común las distintas formas de neoliberalismo? ¿La lógica de la competencia?

La lógica de la competencia, por supuesto, es la norma absolutamente superior a la que todos deben obedecer, pero lo que cambia es la manera de hacer triunfar esas normas. Por ejemplo, la Unión Europea [UE] está basada sobre la doctrina del ordoliberalismo alemán, y todos los tratados de la UE retoman esas reglas de libre competencia, estabilidad monetaria y equilibrio presupuestal. Pongo un ejemplo. Hubo una negociación hace dos años sobre si podían ingresar como energías verdes la energía nuclear y el gas, y hubo un trato entre Alemania y Francia por el que se decidió que Alemania se quedaba con el gas y Francia con la energía nuclear, y los dos presionaron para que la UE reclasificara estas dos energías como energías verdes, sustentables. Y Macron no dudó en aliarse con [el primer ministro de Hungría, Viktor] Orbán para llegar a sus fines. Esto es lo que llamamos una geometría variable en función de los intereses. La UE da la ilusión del fin de la competencia entre estados, pero en realidad sigue estando vigente.

Usted ha dicho que el neoliberalismo es una forma de vida, no sólo una ideología o una doctrina económica. ¿En qué sentido considera que el neoliberalismo ha “colonizado” nuestras sociedades? Porque al mismo tiempo, aquí en América Latina, la ultraderecha y sectores de la derecha sostienen que la izquierda ha ganado lo que denominan “batalla cultural” y ha hegemonizado el pensamiento.

No creo en absoluto en este discurso de la derecha de que la izquierda ha colonizado los espíritus; eso es una retórica, una forma de construir un enemigo. En el neoliberalismo la construcción discursiva estratégica de la figura del enemigo es central desde los años 30. Tiene objetos diferentes: puede ser el marxismo u otros. En Chile, por ejemplo, cuando fue el estallido, [el expresidente Sebastián] Piñera dijo que había un enemigo muy potente que amenazaba la democracia en el país y fue ridiculizado, porque se trataba de jóvenes liceales. Lo mismo debe haber pasado en Uruguay en la dictadura cívico-militar y con la doctrina de la seguridad nacional, que designó al marxismo como enemigo. Pero, al mismo tiempo, no fue una dictadura neoliberal como la de Augusto Pinochet. En el caso de Chile, la Constitución de la dictadura sí implementa un régimen neoliberal, y eso es importante para entender el rechazo a la Constitución de 2022, porque en realidad no se trata solamente de poner fin a las políticas de la dictadura, sino de poner fin a un modo de vida que se implementó, que impactó en la relación de las personas con la economía. Es todo eso que se trata de cambiar, y eso no es tan fácil. Jaime Guzmán [pinochetista que colaboró en la redacción de la Constitución de 1980], en un texto del 79, dice que la democracia está de verdad instalada cuando las elecciones no ponen en duda la manera de vivir de un pueblo, lo cual demuestra claramente que el neoliberalismo está vinculado a una forma de vida.

¿Cuál es el rol de la construcción de subjetividades en estos procesos? ¿Cuál es el rol de los medios, de las redes sociales?

El rol de las redes sociales es cada vez más importante. Lo hemos visto en el caso de Estados Unidos, con Donald Trump, lo hemos visto con [Jair] Bolsonaro en Brasil, en Chile también, en la campaña por el Rechazo. Las redes sociales dan la ilusión en ciertas situaciones de poder participar en la discusión política por fuera de los canales oficiales. Esto se corresponde bastante bien con una idea de rebelión contra el orden establecido y con una forma de individualismo neoliberal. Wendy Brown escribió un libro que se llama El individualismo autoritario y explica que en realidad es una demanda de autoridad pero desde dentro de cada individuo. No es el individualismo clásico, que apela al juicio individual, sino que es un individualismo que se alía fácilmente al pensamiento ultraautoritario.

Otra de las características del neoliberalismo es la utilización de este concepto de “empresario de uno mismo” –aquí lo podríamos vincular con algunas concepciones del emprendedurismo– que lleva a la autoexplotación. ¿Cuál le parece que puede haber sido el impacto de la pandemia en estas concepciones y en estas nuevas formas de individualismo?

La pandemia ha tenido un impacto muy importante, porque hay muchas cosas que se han cristalizado en las reacciones y en las conductas de los individuos. En general, hubo una reacción muy fuerte contra los gobiernos y los políticos, por una razón muy simple, porque muchos gobiernos aprovecharon la pandemia para implementar medidas de control social y la gente se dio cuenta, entonces, al rechazar esas medidas, pasaron a rechazar sistemáticamente todo lo que venía de esos gobiernos, como en el caso de las vacunas. Y todo se desarrolla hacia ideas de conspiración: nos quieren controlar, quieren alterar nuestro ADN. Todo eso, en Francia y en otros países, fue realmente una reacción que ha favorecido el individualismo, paradójicamente. Por ejemplo, en Chile, Piñera en plena pandemia se sacó una selfi en la Plaza de la Dignidad, cuando todo estaba cerrado y la gente no podía salir. Todas esas actitudes provocaron rechazo y llevaron también a rechazar la medicina tradicional, que terminó despertando sospechas.

Usted ha dicho que los gobiernos progresistas no han roto con la lógica neoliberal y que incluso, en algunos casos, la han reforzado.

No todos los progresismos son lo mismo. El caso de Lula es particular. El primer Lula fue un presidente que impulsó reformas, que fue efectivamente progresista. El mandato de Dilma Rousseff ya es más discutible, tomó medidas que introdujeron lógicas neoliberales, y el actual Lula enfrenta una situación difícil, porque es la derecha la que domina el Congreso y que puede hacer presión sobre él, directamente. El gobierno de Venezuela, ¿es un gobierno progresista? Lula no es [Nicolás] Maduro, son muy diferentes. Gabriel Boric, en Chile, en los tres primeros meses de su gobierno tuvo muchos errores, cambios, idas y vueltas; por ejemplo, anunció la desmilitarización de la Araucanía y al final volvió a llamar al Ejército. Ahora está un poco mejor, pero hay que ver lo que va a suceder, y sobre todo ver las posiciones en relación con el tema del ambiente, porque puso fin a algunos proyectos extractivistas pero hay que ver cómo eso evoluciona. Una verdadera izquierda progresista implica cuestionar el modo de explotación y de producción. Entonces siempre hay que considerar a los gobiernos no en función de su autodenominación sino mirando lo que hacen realmente. Rafael Correa fue una catástrofe en Ecuador, no hizo un gobierno progresista, fue una etiqueta.

La izquierda en Europa, o una parte importante de la izquierda, parece sentirse más cercana a gobiernos como los de Venezuela y a la Bolivia de Evo Morales que a los gobiernos progresistas en Brasil, Uruguay, Chile. ¿Es así?

Es cierto en el caso de Jean-Luc Mélenchon, de La Francia Insumisa. No es lo mismo en el caso de otros sectores de la izquierda, como los socialistas y los ecologistas. Mélenchon siempre se sintió atraído por la figura de [Hugo] Chávez y, ahora, por la de Andrés Manuel López Obrador en México. Se trata de una izquierda muy estatista, que es atraída por ese tipo de figuras. Y cuando hizo una gira por América Latina no pasó por Chile, por ejemplo. Pero es algo muy particular, es Mélenchon y La Francia Insumisa, no es toda la izquierda.

El autoritarismo no parece una dimensión relevante para esta izquierda.

Para mí importa mucho, pero para Mélenchon no. Él viene de un espacio trotskista, donde yo también estuve cuando era joven, que es muy centralizado, muy autoritario, con una disciplina muy fuerte, y él ha conservado esa manera de pensar, esa manera de ver la política, de ver la relación con otras fuerzas. Pero creo que hay una nueva generación, dentro incluso de la propia Francia Insumisa, y lo que sería ideal es una alianza entre esta nueva generación y los ecologistas, algo de lo que ahora estamos lejos. La actual alianza es muy coyuntural y electoral. Pero sería un camino a seguir.

En su obra también sostiene que una alternativa política al actual sistema son los comunes. En América Latina no estamos tan familiarizados como en Europa con ese término, ¿podría explicarlo?

Los comunes son prácticas sociales que constituyen experiencias de autogobierno colectivo. Por ejemplo, la experiencia de Notre Dame de Laon en Francia, donde hubo algo que se llamó zona de defensa, que fue una lucha de 12 años contra el Estado francés, contra la construcción de un aeropuerto, que terminó con victoria de los activistas y los campesinos de la zona. Lograron también una forma de habitar juntos, de tomar decisiones colectivamente, de deliberar, y de controlar la forma en que esas decisiones colectivas se aplican. Los comunes son experiencias de democracia, pero no de democracia representativa, sino de democracia radical. Que se ve en todos lados, también en América Latina. En México, la Huerta Roma Verde es un espacio colectivo verde muy grande en el centro de la ciudad, autogestionado. Hubo un terremoto en el 85, el Estado no reaccionó y no hizo nada en esa zona, y después de unos 20 años la gente del lugar decidió reorganizar sin ayuda del Estado un modo de vida distinto en la zona. En Argentina conversé con un integrante de una cooperativa de cartoneros que me dijo –y encontré esa definición extraordinaria– que ellos eran servidores públicos, pero sin ningún apoyo del Estado. Hay una suerte de ser público no estatal. En Ecuador, unos geógrafos hicieron una cartografía de los comunes en el país, lo que me pareció genial, porque dicen que hay que visibilizar los comunes para poder defenderlos, promoverlos, y también para coordinar, porque el principal problema es que hay muchos comunes, pero están dispersos.

Usted ha dicho que hay que quebrar esta lógica de los partidos políticos como representantes de la gente. Pensé en la experiencia de Chile, donde hubo movimientos autoorganizados de protesta, o lo que fueron las protestas en Brasil, también los chalecos amarillos. Ninguno de estos casos de movimientos autoorganizados parece haber terminado bien para la izquierda y los progresismos. ¿Cuál es la real capacidad que tienen estos movimientos autoorganizados para cambiar las subjetividades y las condiciones de vida de la población? A veces incluso son instrumentalizados por la extrema derecha.

No son los comunes los que son instrumentalizados por la extrema derecha. La extrema derecha rechaza absolutamente la idea de los comunes, y de hecho tienen la tendencia, frente a este tipo de movimientos, de llamar al Estado. Javier Milei en Argentina es un ejemplo, él no quiere saber nada con los comunes, se dice anarcocapitalista… capitalista es, ciertamente, pero no tiene nada de anarco. Él no está para nada por la abolición del Estado, él quiere el Estado para ejecutar la represión, reforzar la Policía. Eso es difícil de conciliar con la lógica de los comunes. En el caso de los chalecos amarillos, hubo una lógica dominante de comunes, con asambleas locales, y de hecho la extrema derecha rechazó eso, y trató de direccionar el movimiento hacia algo más nacionalista, pero en realidad el movimiento de los chalecos amarillos fue un movimiento en contra de la democracia representativa. En el caso de Chile, donde yo estuve en noviembre de 2019 en el contexto de un seminario, alguien me preguntó, hablando de los chalecos amarillos, si había sido un movimiento de derecha. Y en realidad esa pregunta venía porque la derecha en Chile había generado una representación de los chalecos amarillos. Los comunes no es sólo hacer cosas juntos, es algo más fuerte, que implica la responsabilidad, la rendición de cuentas, no solamente cada cinco años en elecciones, entonces es radicalmente distinto de la democracia representativa. El principio de los comunes es el principio de la democracia radical.

¿Pero qué queda de todos estos movimientos en términos de emancipación y de cambios reales para la población, cuando se pasa raya?

Efectivamente, es un problema, porque las experiencias de los comunes en general son localizadas. Son experiencias que tienen una potencia crítica y transformadora, pero obviamente no pueden actuar a nivel nacional con tanta fuerza como un gobierno. Pero los gobiernos que se dicen progresistas deberían apoyarse y recuperar esas experiencias de los comunes en lugar de apartarlos y dejarlos en un lugar al margen, porque en realidad los comunes quizás no puedan tomar esas grandes decisiones que se toman en los estados, pero sí pueden participar en la elaboración, en acelerar procesos, en transformar la toma de decisiones y en presionar a los gobiernos. El caso de los feminismos en Chile es muy interesante, son organizaciones completamente horizontales, democráticas, horizontales, en las que no hay líderes sino portavoces que son reemplazados.

El problema es que muchas veces se confunden el gobierno y el Estado. Muchos partidos piensan que conquistando el gobierno van a conquistar el Estado, pero en realidad, una vez que llegan al gobierno, se dan cuenta de que no se puede cambiar, porque en el Estado hay todo un aparato jerarquizado, administrativo, que está desde mucho tiempo antes y que va a durar mucho tiempo después, y eso choca. Y la izquierda progresista no va a poder llegar a conquistar el gobierno y transformar el Estado sin fomentar movimientos sociales fuertes para un cambio desde abajo. Sin una participación directa de los ciudadanos en los asuntos públicos no habrá jamás transformaciones profundas.