Desde hace varios años y sobre todo en el último tiempo, los conflictos territoriales en la costa uruguaya van en aumento, por distintas razones. Son varios los factores e intereses que se conjugan y pujan en base a determinados objetivos, casi todas las veces, bien diferentes. Los proyectos que proponen complejos, por ejemplo, Ocean Park en Punta Ballena así como propuestas municipales como la recientemente anunciada por la Intendencia de Maldonado, que implican la construcción de una ciclovía, puentes y pasarelas sobre un humedal, son algunas de las tantas propuestas que contraponen por lo menos dos intereses: el interés económico y el interés por habitar.
En la mayoría de los casos, sean proyectos impulsados por el gobierno nacional, por gobiernos departamentales o por actores privados, la sociedad civil se alarma y plantea una serie de reparos que muchas veces se reúnen en una especie de fiscalización que alerta sobre posibles incumplimientos a las normas, dificultades de que la obra avance o eventuales pérdidas comunes en base a intereses muy particulares.
Sobre esto la diaria dialogó con Ana Lía Ciganda, magíster en manejo costero integrado, licenciada en Biología Humana por la Universidad de la República (Udelar) e integrante de la Red Unión de la Costa desde su origen, a fines de 2018, y con José Luis Sciandro, docente del Departamento Interdisciplinario de Sistemas Costeros y Marinos del Centro Universitario Regional del Este (CURE), Udelar.
Ambos especialistas hicieron hincapié en las particularidades que tienen los conflictos territoriales costeros, el rol de los gobiernos locales, del Ministerio de Ambiente (MA), y en los procesos que se transitan ante intereses que se contraponen. Además, puntualizaron en el rol de la sociedad civil, una parte cada vez más activa.
Los intereses versus las normas
“Hay un problema general en la costa que es la propiedad de la tierra y cómo se gestiona el espacio costero, principalmente la zona litoral activa, que sería la más dinámica”, hay más problemas cuando se trata de zonas que corresponden a la propiedad privada “porque en esos casos entra en conflicto con el interés general”, explicó Ciganda. Agregó que tanto lo privado como lo público están establecidos en la Constitución, pero a veces “se tiende a priorizar más la propiedad privada que el interés general”, mientras que este último “tiene [más] lugar cuando son temas que pueden afectar el ambiente”.
De hecho, para evitar el daño ambiental “hay distintas herramientas”, una de ellas es la Evaluación de Impacto Ambiental. En la costa, los proyectos que quedan incluidos en este procedimiento son los que están “en la faja de defensa de costas, la cual se define desde la línea superior de la ribera hasta 250 metros hacia la tierra y en algunos casos se restringe hasta donde hay carreteras o calles pavimentadas”. Esto aplica tanto para propiedad privada como para dominio público y “todo lo que se realice en la faja requiere una evaluación y autorización ambiental” que puede caracterizarse de distintas formas según los potenciales impactos negativos que pueda llegar a tener.
Según explicó Ciganda, hay tres categorías: A (la menos restrictiva, cuando se asume que no habrá impactos negativos), B y C (impactos negativos más probables). Cuando el riesgo es B o C, entran en el tema otros actores que no son ni quien propone la obra ni el MA, por lo general es la sociedad civil.
Un problema “es que la zona costera tiene un interés muy amplio, principalmente para el turismo y la recreación”, es decir, mucho valor en cuanto a lo paisajístico. De hecho en muchos lugares “las propiedades más caras están sobre la costa”, pero a la vez es un lugar de alta fragilidad que “hay que proteger”. La especialista puntualizó que si bien hay normas que dan instrumentos para ejecutar esa protección, “en los hechos muchas veces entran en conflicto otras normas y otros intereses económicos y políticos” y allí se genera el problema, específicamente “cuando pesan más los intereses económicos o políticos que el interés general o la preservación de los ecosistemas y la configuración de la costa”, ya que las normas no se cumplen en razón del interés general “o se hacen excepciones [en la línea de las que se aplican a la normativa departamental, como una ordenanza de construcción] para cumplir con ciertos intereses”.
En el proceso de evaluación quien propone el proyecto “evalúa los impactos”. La primera comunicación es con el MA, que “revisa la propuesta y ve si está de acuerdo con la categoría asignada por la parte constructora”. Si la categoría es A, el proponente “no tiene que presentar un nuevo estudio de impacto ambiental” y en general se le da la autorización para realizar la obra; puede tener algunas observaciones “pero es casi automático” y lo ratifica el ministro con una resolución.
Si el riesgo es B o C, el proponente tiene que hacer una solicitud de autorización ambiental previa. En B al menos va a tener un impacto significativo negativo y si es C más de uno. En síntesis, “lo que se hace en el estudio de impacto ambiental es estudiar bien el medio receptor, que es el ambiente donde se hará el proyecto o actividad, y ver qué impactos son los finales y cómo se pueden evitar o disminuir”.
Puede ser que las medidas tomadas cuando la evaluación es riesgo B o C “no sean suficientes y que el impacto negativo se mantenga, a veces igual se permite porque genera otros beneficios”. “Muchas veces se utiliza el fundamento de que generará empleo en ese lugar”, ejemplificó Ciganda.
En esos casos “prima la decisión política, ya que se superpone la generación de empleo, no importa dónde, sobre el daño a un sistema dunar”, por ejemplo. A su vez “se prioriza el interés de una o pocas personas que construirán una casa sobre la costa, en un momento puntual del año, contra un aprovechamiento general de conservación del territorio”.
Sobre la participación en el proceso contó que “muchas veces las instancias no son tan serias como deberían” y puede ser que sea participativo pero que la decisión final no tenga “nada que ver” con lo que fue el proceso. De hecho, algunas veces “el ministro [de Ambiente] va en contra de las opiniones de sus propios técnicos, la decisión final es de la autoridad”. Esto ocurrió, por ejemplo, en el fraccionamiento de Marina Beach.
Sobre el rumbo de la situación de la cosa en base a los intereses que se priorizan, Ciganda sostuvo que actualmente con las decisiones que se toman se terminan beneficiando “privados que tienen gran poder adquisitivo y pueden comprar las tierras y hacer todos los procedimientos para conseguir las autorizaciones y construir”.
Otro de los problemas de estos fraccionamientos o viviendas en la costa es que se restringe el acceso público a la playa y se vuelven “exclusivos espacios que tendrían que ser para disfrute de todos”, más allá de poder comprar cierto terreno, “es un valor de todos”, expresó.
El rol de la sociedad civil
Sobre el rol de los vecinos en este tipo de procesos, Ciganda consideró que es de fiscalización “ante la ausencia del Estado”. La indignación surge “porque en la playa [a la que una persona solía ir] la delimitaron y van a construir una casa”. Recordó que hace unos seis años la Red Unión de la Costa se creó para atacar los temas territoriales “de forma más estructural” y generar espacios de diálogo e incidencia de distintas formas.
Por otra parte, manifestó que “lo más lindo” sería poder hacer propuestas que sumen al territorio costero “sin tener que estar ocupándonos de que las leyes ya establecidas se cumplan”.
“Todas las semanas surge un nuevo proyecto y nos preguntamos cómo son posibles las categorías A y las excepciones que se aplican”, reflexionó. Por último, dijo que “estaría bueno que los resultados de la participación se refleje en las decisiones políticas”.
Por su parte, Sciandro contó que desde el CURE “se nota” que las excepciones que se hacen y otras vinculaciones a lo territorial “están generando cada vez más inquietud en los vecinos”, porque les incomoda “enterarse cuando empiezan las obras y ya no hay nada que hacer”. “Cada vez se percibe más que los vecinos se están dando cuenta de lo que sería un déficit democrático”, reiteró.
De todas maneras, sostuvo que la incidencia “real” de la sociedad civil respecto a la toma de decisiones en lo que pasa con el territorio es “prácticamente nula”, ya que a pesar de lo establecido tanto en la Ley de Ordenamiento Territorial como en la Ley de Evaluación de Impacto Ambiental, no existen mecanismos efectivos de participación, ya que “lo único” que se celebra “es una instancia en la que la gente se entera de lo que ya se decidió y se la escucha”, pero el Estado “no responde de acuerdo a la legislación nacional”, entonces “termina en la escucha, sin consecuencia jurídica”.
Para Sciandro lo que la sociedad civil más nota en la actualidad es “el mal uso que se hace de los instrumentos en perjuicio de los bienes comunes” y de la “clara evidencia de un diálogo muy directo entre el Estado y los inversores privados”.
Esta nota fue publicada en el Suplemento Habitar.