“La herida sana, pero uno ya no es el mismo”. (Un muro)

La residente atiende el teléfono y cuenta que viene en camino una niña de nueve años atropellada en la ruta. Una vez más, se esfuma la tranquilidad de la guardia. “Otra noche sin dormir”, pensamos todos, sin decirlo. “Parece que tuvo un paro cardíaco en el lugar”, son los únicos datos que pasa la coordinadora telefónica. “Mierda”, pensamos, sabiendo que aquello no es nada bueno, y empezamos a organizarnos para el arribo de la niña: llamamos al tomografista, al cirujano, al neurocirujano; queremos que todos los que puedan actuar estén avisados. Elegimos el ventilador, los accesos vasculares, las drogas, las inmovilizaciones. Todo el equipo está listo, sintiendo la angustia y el push de adrenalina endógeno que se libera cuando alguien en estado crítico viene en camino.

–Nurse, ¿todo pronto?

–Casi –responde, con cara de problemas.

Cuenta que el tomografista le dijo que vendría recién cuando le avisáramos que había llegado la niña, y que el cirujano que “tenía que operar” le reprochó que lo hubieran llamado cuando la niña todavía no había llegado. El único que agradeció fue el neurocirujano, que dijo que iba en camino.

La residente toma la posta y se pelea con el técnico radiólogo porque le pide que venga, y con el cirujano, que dice que está entrando a operar (una apendicitis) y que no podrá estar cuando llegue la paciente. Pobre la residente, que trata de explicarles a aquellos estúpidos el aforismo de que con los traumatizados graves el tiempo es oro. ¿No era que en trauma el cirujano es parte del equipo receptor? ¡Pero andá a explicarle al colega!

–No te calientes –le digo a la residente, mintiéndome.

La situación me enerva tanto o más que a ella, pero alguien tiene que bajar la pelota al piso. “Ya nos encargaremos del colega”, me digo. Pasan los minutos y la niña no llega; teniendo en cuenta la distancia, no puede demorar más de media hora, por lo que la demora es una mala señal. La nurse irrumpe en el cuarto y nos avisa que está en paro cardíaco en la puerta de emergencia. Bajamos.

La misma escena de cualquier reanimación: caos. Movimientos rápidos, gritos, papeles que vuelan y caras rígidas. Por momentos, el tiempo se detiene (el slow motion existe para el médico de urgencias) y en otros se acelera por nuestra adrenalina. En el medio, una niña de nueve años –de cuyo nombre no quiero acordarme– con la cabeza destrozada y el corazón parado. Mis colegas de emergencias habían sido prestos en bajar a la niña de la ambulancia. La colega que la había trasladado deambula alrededor de nosotros, preocupada.

–La niña estaba inconsciente en la ruta, estaba en paro –cuenta.

Ella la había reanimado y trasladado inmovilizada, intubada y con latido recuperado. Hizo lo que había que hacer, pero al llegar a la emergencia los latidos de la niña cedieron de nuevo. Se consigue una vía segura, los latidos vuelven, así como el shock de su cuerpo, que aparece en toda expresión. “Vos encargate de cargar las drogas, vos llamá al neurocirujano, vos traé el ecógrafo y vos tal cosa”...

–¿Pupilas? –pregunta uno.

–Midriáticas –responde otro, con tono desanimado.

“Mierda”, nos repetimos todos, porque sabemos que tener las pupilas muy abiertas en este escenario indica que el cerebro está apagado y quizá ya no vuelva. El corazón para de nuevo. Hacemos todo lo posible, pero la niña se nos va... Un interno salta al pecho y masajea. Nos turnamos.

–¿Pulso?

–Nada.

–Sigamos con el masaje. Dale adrenalina. Saquen exámenes.

Me asalta entonces una pregunta. Falta algo. Error... Faltan los familiares. Salgo para hablar con el personal de Admisión.

–El padre está afuera, esperando –me contestan.

Vuelvo a la sala de reanimación y hablo con el colega que dirige la reanimación.

–¿Hablás vos o yo? –le pregunto–. El padre está afuera.

–Andá vos.

–¿Tenés problema de que pase con nosotros?

–Ninguno. Nuestras cabezas concuerdan en el gesto de aprobación. Salgo.

Le aprieto la mano a un hombretón morocho, con manos encallecidas, a quien conozco (algo me dice que lo conozco) y me da ese gesto indescriptible: la desesperación en cuerpo y alma. Sus ojos preguntan sin saber qué hacer. Nos sentamos y, tras presentarme, le cuento los titulares. Hago como puedo para decirle a un padre que el corazón de su hija dejó de latir. Sostengo su hombro con mi mano. Hago silencio tras unas pocas frases que no recuerdo. Su cabeza cae y sólo se levanta para verme preguntarle si quiere pasar y estar con nosotros. Con su voz quebrada me contesta que sí, que quiere verla.

–¿Usted está solo?

–Sí, mi señora está en camino.

“Mierda”, puteo por tercera vez, imaginando lo que vendría. Tendría que repetir el discurso que ningún pediatra quiere dar: decirle a una madre que su hijo está por morirse, o que ya murió.

La reanimación prosigue y el padre, sentado al costado, nos mira sin hablar. Le vamos explicando lo que sucede. El corazón de la niña vuelve a latir otro poco, pero las pupilas siguen mal. Aparece el neurocirujano; le explico el caso. Entiende. El corazón se va de nuevo. El padre, sin hablar, detecta el paro y sale callado por la puerta, quebrado. Tras diez minutos de reanimación infructuosa, me avisan que la madre está afuera. Salgo.

La mujer está por entrar sola cuando me la topo. La puerta entreabierta le da paso y pido otro asiento para ella. Me había equivocado hacía un rato al interpretar la cara del padre: la cara de esa madre era la verdadera desesperación.

No recuerdo el orden de la conversación ni las frases. Sólo recuerdo su cara, sus ojos rojos, sus cejas abiertas mirando al cielo, y el calor de sus manos que apretaron las mías. Su cara iba de izquierda a derecha frente a la mía, negando todo, y la voz quebrada fue soltando frases hacia mí y hacia su marido: “Haga algo, por favor”; “no, mi niña no”; “no, no otra vez”; “tráigamela otra vez, por favor, no sea malo”; “ella va a volver, ya sé”; “¿cómo voy a vivir sin ella?”.

Pero la niña no vuelve. Después de 30 minutos sin respuesta, damos por terminada la tarea. Toda ella se va y sólo queda su cuerpo en la camilla, azulado; sus ojos cerrados, como dormida. Nos alejamos. La última pregunta que escucho de la madre es “¿me la puedo llevar?”.

Una colega toma la posta y le digo que no va a volver. Me aparto. No puedo más.

Hicimos lo que pudimos. Por eso, antes de irme, felicito al equipo e intercambiamos en voz baja sobre las cosas que podríamos haber hecho mejor. Volvemos con la residente al CTI para seguir pasando visita, y a la rutina de nuestra guardia. El técnico radiólogo en la casa y el cirujano, que descansa tras practicar la apendicectomía, nunca se enteraron de lo que había pasado. Al rato, me entero de que al padre de aquella niña lo conocía porque hacía un par de años esos padres ya habían perdido un hijo en el CTI de la institución. También me entero de que la madre era puérpera: la vida le había dado un niño hacía un mes. Y la última “mierda” de aquella noche se me vuela del pensamiento y se ahoga en un grito.

Los médicos nos enfrentamos a la muerte. Es parte de nuestro trabajo. Todos llevamos un cementerio propio adentro. Nada nos prepara para afrontar la muerte de un niño. Esa explosión nos deja a todos con distintas heridas y, como los heridos en la guerra, hay todo tipo de reacciones: está el que se enoja, el que niega, el que busca un culpable, el que calla y se queda quieto, el optimista y el que no quiere más nada. Nadie sabe cómo reaccionará hasta que lo vive; incluso nos puede pasar que tengamos reacciones diferentes con cada nueva muerte que asistimos. Es normal. Como es muy normal que cada una de esas muertes nos lleve un pedazo del corazón cuando decimos “chau”.

Todos nos llevamos a casa algo de cada una de esas historias. Esos niños viven en nosotros. Cada niño vive, juega, llora y ríe en nuestros cementerios de la memoria. Incluso de muchas muertes me he llevado preciosos regalos. Un padre que te aprieta la mano, una madre que te agradece con la mirada y algún niño que muere tranquilo porque estuviste ahí, acompañándolo. Otras son historias que no quisiera repetir nunca. Horrores que hemos hecho impidiendo el buen morir. Pero ese niño te enseñó a cuidar mejor al próximo al que le toque partir en tu guardia, porque quien no aprende de sus errores no aprende nunca nada.

Muchos profesionales de la salud se podrán preguntar cómo dejamos que los padres nos acompañen en esos momentos. La mayoría fuimos formados como médicos en otra doctrina, en la que la familia espera afuera, como en las películas, que el cirujano o el intensivista salgan como superhéroes a dar las noticias. Creo que la respuesta la pueden encontrar en ustedes mismos. Si fueran esos padres, si estuvieran del otro lado del mostrador, ¿qué les gustaría que hicieran con ustedes?

Nosotros les dimos el derecho a estar, no les prohibimos el acceso ni se lo mandatamos; respetamos el derecho de esos padres para estar con su niña, y también el de esa niña. Por suerte, ya hay evidencia científica que apoya que esa es la actitud correcta. Quien no lo haga, quien impida a los padres estar con su hijo (incluso en una reanimación), debe saber que está vulnerando derechos y está basando sus conductas de prohibición en mala medicina, basada en prejuicios y paternalismo alejado de la evidencia en la que todos nos deberíamos basar. Gracias a otros niños a los que dejamos sufrir o morir alejados de sus padres en otras épocas, hemos aprendido que eso no hay que hacerlo más.

Heridas quedan siempre. Su sanación dependerá de cada uno y de su entorno. De tus compañeros de guardia, de tus colegas. No hay recetas ni pócimas mágicas para curar el dolor de atender la muerte de un niño. Deberemos ir curándonos a nosotros mismos. Y hay que sanar, pues la próxima muerte puede estar en la próxima guardia, y debemos entregarnos el 100% para dar lo mejor. Eso quizá pueda contestar cómo soportamos la muerte de un niño. Aunque sea un poquito, algo les aliviamos la carga a esos padres. Quienes estuvimos esa noche sabemos que esa preciosa niña y su familia vivirán en nosotros, porque desde que los conocimos no somos los mismos. Como todo niño, cambia para siempre la vida de los que los rodean. Las nuestras también. La vida, esa gran sala de espera.

Sebastián González-Dambrauskas es médico pediatra.