Lo trajo Salvador Allende. Según dice, para su generación, el movimiento social que entonces sacudía Latinoamérica fue un faro al que muchos se prendieron en busca de ideas, de respuestas para problemas comunes. Porque para Baylos, catedrático de Derecho del Trabajo y director del Centro Europeo y Latinoamericano para el Diálogo Social de la Universidad de Castilla-La Mancha, hay muchos puntos en común entre nuestra región y la suya. Sobre la nueva oleada de reformas laborales –“un remake de los años 90”–, la gestión de la crisis, los necesarios acuerdos en términos de seguridad social y las negociaciones colectivas en el marco de empresas transnacionales conversó con la diaria durante su visita, hace una semana, a la capital.
¿Qué fue lo que te llevó a mirar a Latinoamérica?
Somos una generación para la que lo internacional ha constituido algo muy importante para nosotros. Se trata de la generación de Allende, de la que ha vivido con una inmensa alegría la guerra –y la victoria– de Vietnam, de hechos muy simbólicos que marcaron no sólo nuestras camisetas sino nuestras almas. Y en ese sentido, América Latina es una referencia fundamental. Pensar la transformación de la realidad implica tener en cuenta el mundo global y con qué parte de este mundo me siento más identificado. Además, teniendo en cuenta que estás hablando con un laboralista, la relación con la cultura jurídica latinoamericana ha sido muy importante en la medida en que hemos hecho una relación de feedback, de intercambio. Nos podemos entender muy fácilmente porque los problemas que se plantean en ambas regiones son idénticos en muchas ocasiones, y si bien las soluciones jurídicas suelen ser diferentes, la tendencia de la regulación y las políticas del derecho en un sitio y otro son muy comunes.
Entiendo las similitudes, pero también hay diferencias claves, sobre todo por lo que se entiende como desarrollo.
Hay un elemento muy importante: el Mercosur no ha sido capaz de crear un espacio institucional en donde realmente se regulara de manera supranacional el fenómeno social y laboral, mientras que en Europa tenemos una arquitectura institucional complicada. Primero, el espacio de los tratados internacionales clásicos, pero lo más importante es que tenemos esa Unión Europea que es mucho más que un mercado: los estados han tenido una cesión de soberanía muy fuerte y eso lleva consigo un espacio de libertades económicas que se complementa con un reconocimiento de los derechos de libertad, derechos sociales. Esos elementos se sobreponen a las constituciones nacionales y, por tanto, complican mucho la historia porque uno no puede pensar sólo en el marco institucional en términos estatales, sino europeos, y luego en términos internacionales, cada uno de ellos con órganos jurisdiccionales diferentes. Y si a eso se unen la crisis y la gestión de la crisis es más complicado, porque las decisiones de política final se matizan más.
Otra diferencia es la construcción de un Estado de bienestar.
Sí. El punto de partida en el cual se encuentran las democracias de Europa –incluso las del sur– es mucho más alto en materia de protección social. Nosotros tenemos un nivel, por regla general, más alto y permanente que lo que hay aquí en Latinoamérica, por tanto los factores de amortiguación social de determinadas medidas que degradan derechos sociales o que implican una devaluación salarial están compensadas relativamente por ese colchón. Ahora, la orientación que siguen las reformas del ajuste de los años 90 y el remake de hoy es prácticamente unánime. Es muy parecido. Primero: recortes sociales, el problema del empleo público como potencial causa; y por otro lado, la actuación sobre el empleo –abaratando y facilitando el despido–, y sobre los sindicatos rompiendo la estructura de la negociación colectiva para hacerla por empresas y debilitar el poder de la fuerza vinculante del convenio colectivo. Esos son los dos ejes donde se ha ido manifestando; luego cómo se hace es distinto, pero la idea es siempre la misma y el patrón igual.
¿Cómo percibís esta nueva oleada de reformas de flexibilidad en el ámbito laboral en Latinoamérica?
La primera vez que llegué aquí fue en la década del 90, que fue la de los grandes ajustes. Luego, la que vino también fue muy grave por la crisis. Y después vino otra oleada – la razonable– de reconstrucción del sujeto político que en última instancia lo que hace es recuperar la idea, en algunas ocasiones de nación y de pueblo, y en otras de más ciudadanía basada en el trabajo, con la posibilidad de crear algo diferente sobre lo que prometen nuestras constituciones. Eso ha sido una tendencia de la primera década del año 2000, muy interesante, que ahora empieza a ser erosionada. Para nosotros eso es preocupante, porque justamente los países de Europa nos basamos en una mirada hacia el sur. También porque la globalización nos da la posibilidad de globalizar los derechos, a partir de lo cual podría hablarse de una cierta identidad civilizatoria, por ejemplo, el trabajo decente. Desde ese punto de vista estamos inquietos sobre lo que está pasando en Brasil y lo que se inicia en Argentina, sin olvidar que en la Unión Europea ese tipo de pulsiones también se está manifestando.
¿En qué posición ubicás a Uruguay?
En una situación excepcional. Normalmente, en toda Latinoamérica hay un intervencionismo público muy importante que busca sofocar la autonomía sindical; sin embargo, Uruguay tiene una tradición interesantísima de autonomía real de los sindicatos. El PIT-CNT es un ejemplo excepcional en el mapa latinoamericano por la capacidad que siempre tiene de defender su autonomía. Y a la vez de eso, los Consejos de Salarios: una estructura institucional mediada por el poder público para crear una red tupida de negociación y contratación que está permitiendo no sólo mejorar los salarios y las condiciones de trabajo sino también la adaptabilidad, porque el sindicato funciona, a través de estos mecanismos institucionales, como un gran adaptador de la realidad laboral a la económica. El ‘paisito’ es un fenómeno muy interesante desde el punto de vista de la reflexión teórica y social. No por casualidad tiene la estructura universitaria y la reflexión de los juristas uruguayos, que es especialmente querida y seguida. Posiblemente la producción científica de la doctrina laboralista uruguaya es de las más influyentes en toda América Latina.
Hablabas de la universalización de los derechos. ¿Las negociaciones colectivas que están llevando a cabo las transnacionales son un buen camino para lograrlo?
Creo que sí. Sí es muy interesante conseguir una serie de acuerdos con las multinacionales que se comprometen al respeto de los derechos laborales básicos donde estén. El problema es que los mecanismos que tenemos para hacer cumplir eso son en la mayoría de los casos derivados de la relación bilateral y obligatoria entre la empresa y la organización sindical. Tampoco son suficientes porque son fundamentalmente las multinacionales europeas las que han utilizado este mecanismo, no así las norteamericanas.
Volviendo a las comparaciones entre las regiones, en términos de estructura poblacional Europa se despega de América Latina. El estado actual se parece mucho, sin embargo, al de Uruguay, al cierre de su bono demográfico. ¿Qué medidas se están tomando allá y cómo ves su aplicación en este país?
En el caso español hay un problema que creo que aquí no existe y es el de la crisis de un empleo muy precario que debilita la cotización como fuente de ingreso. Siempre se habla de que hay muchos viejos y se calcula cuánto pueden vivir, y en función de eso, de reducir las pensiones. Pero lo que hay que fortalecer es el mercado de trabajo, porque no podemos pensar siempre en recortar las prestaciones; eso es un problema grave. Creo que no hay que pensar la reestructuración sobre el gasto, sino sobre el ingreso. En España tenemos, por un lado, un tope [de salario] de 2.800 euros, pasado el cual el trabajador no cotiza porque, por otro lado, cuando recibe la pensión, también esta va topada. Entonces lo justo sería destapar lo primero. Y luego también está la aportación del Estado: conseguir que se garanticen más allá de las cotizaciones sociales. En España la inversión en seguridad social está tres puntos por debajo de la media europea, por tanto hay espacio. El problema es que las reformas laborales nos han situado en una relación de dependencia y de precariedad. No hay que aterrorizarse con que en la pirámide de población llegará un momento en que todos son ancianos y haya sólo dos que trabajen. Es más sutil. Hay propuestas muy interesantes de volver a hacer un buen pacto de Estado nacional sobre la seguridad social, sin perjuicio de que luego a nivel supranacional –en el caso europeo– se pueda insistir en conseguir más empleo. En una economía que está creciendo es absurdo pensar que lo que se tiene que recortar es la seguridad social. También está el tema del desempleo. El paro de larga duración es un tema conflictivo: habrá que conseguir un sistema para que haya un ingreso mínimo para que la gente que no tiene trabajo siga teniendo un colchón hasta que encuentre un nuevo empleo.
Acá uno de los fundamentos que plantean es que al aumentar la esperanza de vida, no se han modificado las tasas de reemplazo. ¿Qué pensás de ese tipo de propuestas?
Eso es la cosa malthusiana de que lo que hay que hacer es que los viejos se mueran antes. Estamos todos de acuerdo en que la esperanza de vida es muy buena, por tanto el Estado lo que tendría que hacer es acoplar su financiación a esta nueva situación. Tenemos los instrumentos técnicos –la contribución– y la posibilidad de generar impuestos y ver para dónde pueden ir. Es un tema de ir razonando; la jubilación anticipada, la mixta, la parcial son mecanismos con los que se puede jugar a encontrar la fórmula. La seguridad social tiene una gran ventaja y es que se puede prever, graduar las reformas, pero estas, para mí, tienen que pasar siempre por una mayor aportación del Estado, además de la de los sujetos sociales, sobre todo los empresarios.
¿Modificar la edad de jubilación, entonces, no está dentro de las opciones para vos?
No necesariamente. Hay que ver. No puede ser una modificación en general de la edad de jubilación, sino que puede haber edades, no sólo en función de la trayectoria de cotización sino también en función de las situaciones. No es lo mismo un trabajo en la construcción que en la universidad. Uno puede pensar que algunos sectores pueden tener una edad de jubilación más alta y que no suceda lo que a veces pasa, que son los sectores con mayor calificación los que pueden jubilarse antes y con más dinero. Los elementos de la solidaridad y de la redistribución son fundamentales. Es necesario un cálculo actuarial y un acuerdo político en términos amplios: con sindicatos –como protagonistas–, empresas y gobierno. E insisto: hacerlo con gradualidad.