Entre 1980 y 2005, 11 países de América Latina implementaron reformas en sus sistemas de seguridad social, cambiando –total o parcialmente– de una administración pública con una prestación definida, de reparto o colectiva, a una privada, de contribución definida y capitalización individual.
Chile, en 1981, fue el primero en sustituir totalmente el sistema público por el privado, Bolivia y México lo siguieron en 1997, El Salvador un año después y República Dominicana en 2003. Perú y Colombia establecieron sistemas paralelos, en 1993 y 1994. Y Argentina inauguró, también en 1994, el sistema mixto, que adoptó Uruguay en 1996, Costa Rica en 2001 y Panamá en 2005.
De los 11, dos cerraron la opción privada: Argentina en 2008 y Bolivia en 2010. Con las nueve experiencias restantes, el catedrático de Economía y Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Pittsburgh, Carmelo Mesa-Lago, realizó una evaluación de desempeño que presentó el viernes en el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, en el marco de los “Diálogos del centenario de la Organización Internacional del Trabajo (OIT)”.
Los articuladores de las reformas prometían el aumento de la cobertura, pero la realidad muestra que esto sucedió sólo parcialmente y de forma diferente en los países. Entre 2010 y 2015, aumentó en seis –incluyendo Uruguay–, cayó en Costa Rica y México y se estancó en El Salvador. Dividiendo las naciones según su nivel de desarrollo social: Chile, Uruguay y Costa Rica –de alto desarrollo– presentan coberturas de entre 65% y 72%, México y Panamá –medio– de entre 40% y 51% y Perú, El Salvador, Colombia y República Dominicana –baja– de entre 20% y 37%. Según el cubano, “cuanto menos desarrollado es el país” se puede concluir en que “mayor será el sector informal de la economía y por ende, menor la cobertura”.
Mesa-Lago también notó que la solidaridad social –uno de los principios que deberían seguir los sistemas de seguridad social según la OIT– no es “tratada” en las reformas, y de hecho los indicadores que de esta dependen sólo mejoraron por intervenciones estatales, como las pensiones no contributivas, focalizadas en personas de bajos ingresos, para mejorar las pensiones bajas con un tope –en Chile, México y Uruguay– y tomar medidas de inclusión para grupos antes excluidos –en Chile, Costa Rica y Uruguay–.
Otro punto: la inequidad de género, si bien es causada por el mercado laboral, también es fomentada por el mismo sistema. De acuerdo con el análisis expuesto, se dio una “ligera” expansión de la cobertura femenina, “aún siendo el promedio de incremento anual bajísimo”, notó Mesa-Lago. En particular, observó que en Uruguay –así como en Chile–, y gracias al bono a las madres por cada hijo nacido vivo implementado a partir de 2009, se incrementó de 41,9% en 2004 a 44,6% en 2016.
Una promesa de los articuladores de las reformas era que las pensiones iban a ser “dignas”, pero para Mesa-Lago esto tampoco se logró. “Las tasas de reemplazo aún se encuentran en la mayoría de los países por debajo de los estándares y lo prometido”, afirmó. La OIT dicta un mínimo del 45% del salario promedio, mientras que en países como Chile la media es de 34% y se proyecta un declive a 15% para 2025-2035, en El Salvador está entre 39% y 43%, en República Dominicana, 36%, y en otros, como Perú, 65% no reciben una pensión.
En un cuarto lugar, también se defendía que implementarían mayor competencia y que la administración privada aumentaría la eficiencia al tiempo que reduciría los costos administrativos, pero en la práctica Mesa-Lago sostuvo que esto “no ha funcionado bien en la mayoría de los países”. Por un lado, el número de administradoras está relacionado con el tamaño del mercado de asegurados, y también desciende a lo largo del tiempo por “fusiones y cierres”. En este sentido, afirmó que “la concentración entre las dos mayores administradoras llega hasta entre 60% y 100% en seis de los nueve países, y crece o se estanca en seis”.
En cuanto a la competencia, entre 0% y 0,7% de los afiliados se traslada, y es una proporción que muestra una tendencia “declinante”. Para el cubano, esto se explica porque “el costo administrativo es alto y generalmente sostenido”: la combinación de la comisión de la administradora y la prima de invalidez y muerte se toma entre 19% y 32% del depósito en la cuenta individual; en Uruguay el costo sobre el salario depositado es de 22,5%. En la misma línea, la utilidad sobre el patrimonio neto oscila entre 42% y 53% en tres países –incluido Uruguay– y entre 4% y 16% en los otros seis, utilidad que además se mantuvo durante los períodos de crisis y aumentó una vez superadas estas.
Asimismo, se estableció que la propiedad de una cuenta individual y la administración privada serían incentivos para contribuir puntualmente con las cuentas individuales, pero en los hechos entre 1999 y 2016 el porcentaje de afiliados que cotiza disminuyó en todos los países, salvo Uruguay y Chile. En nuestro país, hoy en día 59,4% de los afiliados contribuye, en relación al 58,7% que lo hacía en 1999. El capital acumulado también aumentó en términos absolutos, pasando de 1.600 millones de dólares en 2004 a 12.400 en 2016, así como en términos relativos –en función del Producto Interno Bruto– de 16,1% a 24,3%.
Para concluir, más allá de que se auguraron rendimientos “muy altos” de la inversión, esto se dio al principio y entre 1999 y2016 cayó “notablemente”, según Mesa-Lago; en Uruguay, puntualmente 1,5% en el último año y 0,3% en los últimos diez.