“Estoy nerviosa sí. Pasa que siempre estuve del otro lado”, me confiesa Mary cuando le pregunto cómo se siente. La sala donde va a presentar su libro ¿Domésticas o esclavas? –una recopilación de testimonios, el suyo y de otras trabajadoras del sector– se empieza a poblar. “¿Por qué ese título?”, le pregunto. “Cuando tuve todas las historias, quise recoger con una sola palabra lo que me transmitían esas vivencias y no lo dudé: fueron esclavas”, me contesta.
Mary Núñez nació en 1966 en Artigas. Recuerda su infancia con alegría, pero el rostro cambia de expresión cuando le pregunto por la etapa liceal. “Llegué hasta cuarto año, tenía buenas notas, pero por un tema de salud mi madre empezó a viajar con mi hermana y empecé a faltar, hasta que un día no pude reenganchar”, me cuenta. “Ahora me arrepiento, pero bueno”, agrega, con un suspiro.
A los 21 años, un domingo de noviembre de 1987 llegó a Montevideo a la casa de una amiga y empezó a buscar trabajo. Terminó en una agencia que actuaba de intermediaria para “una señora”. Lo primero que le dijo fue que “era muy chica”. “Ella tenía tres hijas de la misma edad y necesitaba una persona con experiencia”, recuerda. Al final, tuvo una oportunidad porque “venía de lejos”.
Tiene un “lindo recuerdo” de “los Borris”, la primera familia para la que trabajó y con la que aún al día de hoy mantiene un “muy buen trato”. Sin embargo, una semana después de la contratación pasó su primer mal trago como doméstica. La acusaron, por medio de indirectas, de haber robado una billetera que no encontraban; ella, con su carácter “muy fuerte”, enfrentó la situación. “Les dije seriamente que tenían una hora para encontrarla, porque si no les iba a tirar la casa abajo hasta encontrarla y, cuando lo hiciera, me iría, pues no estaba acostumbrada a trabajar con gente desconfiada”, cuenta en su libro. La terminaron encontrando “en un lugar que no habían buscado”; la fueron a buscar a su casa, le pidieron disculpas y volvió. “Los ricos tienen la maldita costumbre de no buscar las cosas o de perder algo y culpar al empleado”, sentencia, sobre un mecanismo que se repite en otros testimonios del libro.
Trabajó allí diez años y construyó una relación afectuosa con todos los miembros de la familia; algunos de ellos la motivaron a estudiar y ella eligió un curso de chapa y pintura. Al egresar consiguió un trabajo, pero terminó volviendo al sector: “Me lastimé la rótula, al recuperarme quedé embarazada y terminé volviendo a lo mío”, esta vez cocinando.
Esto le permitió trabajar en varias casas y conocer a muchas trabajadoras, “personas maravillosas con las que viví un montón de cosas y a las que agradezco porque compartían conmigo sus vivencias”. Si bien le contaban “cosas terribles”, reconoce que “más allá de apoyarlas, no las veía tan importantes” porque ahora entiende que “cuando algo no nos toca directamente tendemos a no darle la importancia que merece”.
Justamente, la idea de hacer el libro surge cuando vive la miseria de sus patrones en carne propia. A sus 50 años, después de 30 años de trabajo, se dio cuenta de que empezaban a correr los diez previos para su retiro y solicitó a su empleador que “la pusiera en caja por todo el sueldo”. “Le expliqué que sabía que tenía que aportar mi parte, que eso estaba claro, pero él consideró que era un disparate, que se contaban los últimos tres años”, agrega en el libro.
Cuando insistió, lo primero que hicieron fue bajarle el sueldo –“una suma bastante importante”– y reducir cuatro horas su jornada laboral. “En el momento sentí mucha indignación y dolor por todo lo que había dado por esa familia y porque había llegado a quererlos muchísimo. Me defraudaron”, confiesa. En febrero del año pasado la despidieron y se embarcó de lleno en este propósito.
“Siempre tenemos la esperanza de que las cosas cambien y pensamos que más vale loco conocido que loco por conocer. Yo perdí el miedo a todo eso y tomé la decisión de contar mi historia y mi experiencia como trabajadora doméstica y las historias de algunas compañeras”, relata en el prólogo.
Las verdaderas protagonistas
El cuarto capítulo, el más largo del libro, cuenta la historia de “las verdaderas protagonistas” por medio de seudónimos, una condición que sus compañeras pusieron “por miedo”.
Por ejemplo, el testimonio de una trabajadora que, con mucha hambre por las horas de trabajo, comió dos huevos fritos y una galleta. Cuando se percató, la señora que la empleaba “la agarró del brazo, la sacudió y le gritó que la había robado”. La alimentación debiera estar incluida para aquellas que trabajan “con cama”, pero muchas veces falta o es la misma siempre: “fideos más fideos”. “Está el que te cuenta las manzanas, el que te mide la taza de leche, el que te prohíbe que tomes agua mineral de las botellas, el que te marca las porciones de tarta y, lo más grave, el que te limita el uso del papel higiénico e infinidad de cosas más”.
Además de la alimentación, hay otras privaciones relatadas. Quizás la historia más lamentable sea la de Sara, quien se jubiló a los 65, pero continuó trabajando hasta los 80. Hoy no puede usar sus manos por el desgaste que le provocaron 58 años de trabajo sin guantes y protecciones: “Lavaba con agua caliente y lavandina los techos, usaba una escalera de hierro de las antiguas que pesaban horrible, cargaba la leña para la estufa, planchaba, cocinaba y limpiaba toda la casa, aparte de atender a sus hijos”.
O la historia de Julia, a quien le hicieron abortar al grito de “resolvé el problema y cuando estés limpia volvé”. O la de Katy, a quien su patrona le hizo colocarse 48 pastillas vaginales porque el aborto no resultaba y le hizo ingerir cuatro “porque capaz que tomándolas le hacían efecto más rápido”. La echó, le dijo que en su casa no iba a abortar y que volviera cuando estuviera “en condiciones”, aunque cuando lo hizo ya no había lugar para ella.
También están los relatos de abusos sexuales, como la historia de Viviana: “El primer día irrumpió en su dormitorio, ella no entendía nada, pensó que había pasado algo. Cuando se dio cuenta de la situación, le gritó, le dijo que se retirara pero él se puso violento y le dijo que la casa era de él, que ella tenía la obligación de cumplirle como mujer, que para eso la contrató”.
Están quienes fueron engañadas por su patrones y recién al jubilarse, cuando fueron al Banco de Previsión Social (BPS), se percataron de que no figuraban sus datos. O los relatos del “método” utilizado para los despidos: el mensaje de texto.
Otro capítulo “relevante” para la autora es el que dedica a los hijos de algunas de las que ofrecieron sus testimonios. “Hablando con mi hijo me dijo que el día que me despidieron se sintió realmente feliz, porque volvía a estar en casa con él. Ahí me di cuenta de que no era sólo un dolor de las madres, sino de los hijos también, que ellos sufrían por un abandono que es consecuencia de la esclavitud, y por eso decidí darles el espacio”.
Crear conciencia
El propósito de la autora es “crear conciencia”: “Que la gente comprenda que somos trabajadoras domésticas pero que tenemos sentimientos, que somos seres humanas, igual que ellos. Entiendo que la gente que nace en un escalón más arriba puede vivir económicamente mejor, pero no son mejores que yo. Que quede claro, tampoco somos santas o algo así, todas somos diferentes”.
A minutos de arrancar la presentación del libro, me dice que se siente en un compromiso. “Voy a seguir en la lucha de esto, que nos merecemos todas, que es respeto. No quiero ver a mis compañeras durmiendo mal, comiendo mal, viviendo mal. Eso tiene que cambiar. El problema es que es un trabajo puertas adentro: sólo nosotras conocemos nuestra realidad. Por eso me propuse sacarlo, ponerlo sobre la mesa, por las trabajadoras, no sólo de nuestro país sino del mundo entero. Todas estamos luchando por lo mismo. Realmente no quiero ofender a nadie. Esto nunca fue contra alguien, sino a raíz de un golpe feo que me di y que me puso en este camino”.
¿Domésticas o esclavas? Mary Núñez. Montevideo, Doble clic editoras, 2018. 155 páginas.
Formas de ver
La presidenta de la Liga de Amas de Casa, Mabel Lorenzo, no estaba en conocimiento de la publicación del libro de Mary Núñez pero tiene “la inquietud de conocerlo”. Aún así, consideró que “seguramente se remonte a 30 años de historia, porque en estos últimos diez años con el trabajo en Consejo de Salarios se ha influido” sobre esto. “Creo que hacer una disyuntiva de ese tenor no corresponde. En todo sentido se puede ser esclavo y en todo sentido se puede ser libre. Eso está en cómo cada uno se planta frente a las cosas”, agregó.
Para seguir leyendo sobre el tema: A diez años de la larga noche