Desde 1830 nuestra Constitución protege la propiedad como un derecho, existiendo mecanismos de tutela y protección en casos de vulneración. La regulación detallada y rígida del funcionamiento del derecho de propiedad permite que el mercado funcione de un modo estable y predecible. El capitalismo necesita la propiedad regulada jurídicamente para poder funcionar, y esta regulación, además de permitir la circulación de las mercancías de acuerdo con esta lógica, cuenta con el respaldo de la fuerza legítima concentrada en el Estado.
Como muestra la experiencia, este andamiaje jurídico habilita que en nombre del derecho a la propiedad privada se criminalice la pobreza. A través del delito de usurpación consagrado en el Código Penal se recrudece la violencia que ya sufren las personas que por diversos motivos estructurales no cuentan con un lugar donde habitar y deciden ocupar pacíficamente un terreno baldío o un inmueble abandonado.
El derecho penal, la faz más oscura y represiva del Derecho, al servicio de la ideología propietarista, tiene dientes, persigue, atemoriza, instiga. En los últimos años en el caso montevideano hemos sido testigos de la forma en que ha sido utilizada esta figura, criminalizando la pobreza. Hombres y mujeres han sido perseguidos por buscar un lugar donde vivir.
Muchas veces quien ejerce abusivamente “su derecho a la propiedad”, como puede ser el abandono negligente de un inmueble o un terreno, cuenta con las herramientas necesarias a través de la artillería pesada y violenta del derecho penal para proteger conductas especulativas o de no uso. Al decir de Benjamín Nahoum: “En este mundo al revés, parecería que quien ocupa es delincuente y quien no usa es virtuoso, porque se desaloja al que usa y se protege el no uso, a veces hasta defendiendo el derecho de propiedad de un propietario que ni siquiera existe, porque murió sin testar, porque se fue nadie sabe dónde o por qué huyó con los ahorros de los accionistas. Pero mientras se criminaliza el derecho a ocupar y se discute el derecho a la ‘regularización’ de lo ocupado, se diría que no está en cuestión el derecho a no ocupar por parte del propietario, el cuestionable derecho de mantener ocioso un bien social que la sociedad necesita”.
En nuestro derecho interno si bien la propiedad privada no aparece como un derecho absoluto, exclusivo, perpetuo y sin límites, sí existe una dogmática instalada respecto a su protección que favorece situaciones de desigualdad que se vinculan con la acumulación, la falta de acceso a la tierra y a la vivienda de los sectores populares. Esta perspectiva incide además en una negación del derecho a la ciudad, ya que el ejercicio abusivo de la propiedad niega su acceso en tanto bien colectivo y derecho humano.
Para Laval y Dardot (2015) la propiedad, ya sea pública o privada, se impuso como mediación natural entre las personas y las “cosas”, así como entre las mismas personas. Lo común, alejándose de su vínculo con el actuar, se convirtió en comunidad sustancial y envolvente, como si sus miembros sólo pudieran ser considerados como partes de un cuerpo, natural, místico o político.
De esta definición se derivan diversas consideraciones. La primera es el carácter inviolable del que se dota a este derecho; si se revisan las disposiciones que regulan otros derechos constitucionales, la expresión “inviolable” no aparece, lo que se traduce en que interesó particularmente a los constituyentes dotar de un carácter mitificante y jerárquico a la propiedad en relación con los demás derechos. Segundo, el esquema de relaciones jurídico-económicas que articulan el funcionamiento de la propiedad, es decir, las reglas que “la hacen jugar en el mercado”, deben ser establecidas por ley; lo que también cumple una función legitimadora y mitificante dado que se deposita en los legisladores la confianza para que determinen cómo funciona el mercado. Tercero, en cuanto a los límites de la propiedad como derecho, la metáfora del interés general y el procedimiento legal de expropiación son las herramientas retóricas con las que cuenta el Estado para, en casos excepcionales, intervenir coactivamente en el funcionamiento “neutral” del mercado.
Ahora bien, para reducir el grado de abstracción y generalidad de esta noción constitucional, y comprender el significado y alcance del derecho de propiedad en nuestro sistema jurídico, es necesario observar el entramado de relaciones socio-jurídicas que se derivan de los textos de fuente legal y poner el acento en un aspecto específico de la propiedad, ya sea en relación a los bienes materiales muebles (dinero y el abanico de cosas que tienen materialidad concreta) o inmuebles (los bienes arraigados al suelo y delimitados espacialmente), o a los bienes inmateriales (como puede ser el caso de la propiedad intelectual y ciertos derechos que no tienen un correlato empírico, pero a partir de los cuales construimos relaciones sociales y económicas).
Particularmente resulta relevante identificar de qué forma el derecho penal es el área del ordenamiento jurídico que presenta más visibilidad pública y repercusión en los medios.
Presenta un elenco de conductas que son castigadas con la fuerza del aparato coactivo del Estado. La convergencia de intereses múltiples —en muchos casos reñidos con los intereses populares— y su influencia sobre los legisladores vienen produciendo una hiperinflación punitiva: un aumento exagerado de las conductas castigadas tanto en relación con la propiedad, como en relación con otras áreas del Derecho.
A pesar de las diversas críticas que ha recibido esta figura delictual, en la actualidad se sigue utilizando, y se han documentados casos en los que se ha utilizado este tipo de delito como un mecanismo de criminalización de la pobreza, especialmente en aquellas personas que han tenido que autotutelar su derecho a la vivienda a partir de la ocupación como fue el caso de Santa Catalina o San Miguel.
La experiencia de las cooperativas en formación Covi Nuevo Comienzo y Covifug nos muestran cómo la organización cooperativa logró hacer frente a los intentos de criminalización, y transformar la persecución sistemática en organización y lucha colectiva.
Somos herederos de una operación originaria liberal que condiciona hasta nuestros días la manera de entender los derechos. Luigi Ferrajoli dice que la priorización de los derechos patrimoniales frente a los fundamentales es fruto de la yuxtaposición de las doctrinas iusnaturalistas y de la tradición civilista y romanista. Sin embargo, este grave equívoco teórico es el responsable de incomprensiones que resultan evidentes si se explican: los derechos fundamentales son indisponibles, es decir, sustraídos tanto de las decisiones de la política como de las del mercado, mientras que los derechos patrimoniales son disponibles por su naturaleza, negociables y alienables: se adquieren, se cambian, se venden. En este sentido, el derecho a la vivienda es un derecho fundamental.
Falta mucho camino por recorrer, los tiempos actuales exigen compromiso e imaginación. Es tiempo de desnudarnos de los ropajes de 1830 que nos impiden pensar de otra manera lo que es ser un ciudadano en este siglo en movimiento y lo que implica redimensionar el concepto de propiedad, en clave comunitaria y colectiva.
Esta nota fue publicada en el Suplemento Habitar.