Desde los anuncios de Francis Fukuyama, y tal vez antes, muchos creen, proclaman y decretan la caducidad conceptual de la ideología y, en consecuencia, la inutilidad o pérdida de vigencia de la díada izquierda-derecha, imputable a los sistemas políticos aquí o allá. En este sentido, el discurso alternativo propone, en cambio, virar el eje hacia otros clivajes que colocan el acento en el interés superior de la nación o la necesidad de sumar el esfuerzo de todos los patriotas para sacar el país adelante, o en el paradigma pragmático fundado en la eficacia de una buena gestión técnica; dejando atrás las viejas antinomias por ser obsoletas, pasadas de moda o inapropiadas en los tiempos de la globalización y de la posmodernidad. Aquellos que sostenemos aún que la diferencia –no sólo simbólica, sino sustantiva– entre izquierda y derecha es significativa para discernir e interpretar los alcances de los supuestos y proyectos que ambas categorías implican en cualquier momento o circunstancia histórica en que se juegue el interés de sectores, grupos, segmentos o clases sociales, no somos seres perdidos en el túnel del tiempo. Al contrario, seguimos afirmando que, para el conjunto de ciudadanos resulta fundamental apreciar y valorar lo que izquierda y derecha suponen tanto para seleccionar opciones de política, como para enjuiciar los comportamientos y conductas concernientes a la propia práctica política de los actores que las representan.

En las sociedades contemporáneas, el conflicto forma parte de la vida real, a veces más descarnado o en ocasiones más solapado o sutil. Toda vez que los trabajadores se esfuercen por lograr mejoras salariales se enfrentan al interés –por definición opuesto– de los patrones o empresarios que deciden la retribución de sus empleados según el cálculo de rentabilidad o de la tasa de ganancia de sus unidades productoras de bienes o servicios. El avance de la tecnología en el sector rural expulsa peones asalariados; las grandes superficies comerciales determinan la viabilidad del pequeño comerciante; y así podríamos enumerar la multiplicidad de conflictos que son finalmente dirimidos en función de las capacidades de cada quien y también de la intensidad, profundidad y alcance de las intervenciones estatales en clave de regulaciones. Obviamente, esta no es una constatación novedosa. El problema se sitúa, en realidad, cuando se exhiben intentos de licuar el conflicto o los conflictos, apelando o invocando intereses superiores (¿?) en función del interés general, como si este pudiera adscribirse de manera neutra u objetivada a un estado futuro en el que supuesta y previsiblemente todos los actores fueran satisfechos en sus expectativas. Esto es un engaño. No hay posibilidades de que queden todos conformes si se trata de resolver conflictos económicos o sociales, sobre todo aquellos que obedecen a la función distributiva.

En consecuencia, la cuestión fundamental será, pues, saber y poder distinguir qué piensa y propone la izquierda y qué piensa y propone la derecha. Desde luego que podríamos anotar los innumerables matices observables en los conglomerados de la izquierda y de la derecha. Sin embargo, en un punto parteaguas, de un lado y de otro se identifican mapas cognitivos o ideologías que, más acá o más allá, demarcan los propósitos o finalidades que se pretende alcanzar desde la izquierda o desde la derecha. Desde el ángulo del conflicto, las alternativas de izquierda y derecha se distinguen con inequívoca transparencia. Al menos en el plano ideal, deberíamos poder percibir quiénes defienden los intereses de los más débiles en la ecuación productiva; dicho de otro modo, quiénes son los que defienden el trabajo en su conflicto central con el capital, o a la inversa. Entre izquierda y derecha se dirime la representación de los intereses de clase.

Los caminos se bifurcan en el terreno de las opciones prácticas, vale decir, en el cómo lograr la igualdad o la justicia social. Mientras que para unos el papel del Estado resultará crucial, para otros el mercado será el mejor asignador de recursos. Mientras que para unos el impulso o estímulo de la inversión casi sin limitaciones sería un mecanismo beneficioso; para otros el capital debería ser controlado y ajustado a las pautas normativas, éticas y estratégicas que el Estado defina ex ante.

La izquierda nacional se caracterizó en sus tiempos fundacionales –y aún hoy hay quienes insisten en ello– como una colcha de retazos, a modo despectivo o supuestamente descalificador de aquella verdadera hazaña obtenida en base a sustentar con coherencia los principios fundamentales que hicieron posible conquistar el gobierno por la vía democrática.

Sin embargo, la izquierda nacional es hoy un partido político consolidado y se lo conoce como Frente Amplio (FA), aun cuando existan otras formaciones menores de izquierda, algunas incluso al margen de la competencia electoral. Basta detenerse en el análisis de los casi 48 años que exhibe como fuerza política, para confirmar que el FA mantuvo su organicidad basándose en un criterio original: esto es, el consenso al que casi obstinadamente apelaba el líder histórico Liber Seregni. Las contradicciones y diferencias en su seno, aumentadas a grados superlativos en los últimos tiempos, podrían ser –si asumidas– licuadas, absorbidas o superadas, en tanto se comprenda que sus límites se encuentran justo allí donde prima el interés de los más débiles, de los desposeídos, de los trabajadores, de los sectores sociales a los que se debe por razón de su historia.

¿Izquierdistas, progresistas, neopopulistas o posneoliberales?

¿Fueron o son agrupaciones de izquierda las que gobernaron y –aun en algunos casos– lo siguen haciendo en América Latina? Pueden formularse argumentos en varias direcciones. Aquí se adoptan algunos criterios básicos para fundamentar la identificación de las fuerzas políticas, en tanto sectores, partidos o agrupaciones políticas de izquierda o centroizquierda. Para ello serán suficientes tres razones básicas: a) todas las fuerzas políticas que formaron parte de la ola progresista se autodenominan de izquierda o de centroizquierda; b) todas las fuerzas políticas anteponen proyectos antagónicos y tienen discursos alternativos a la hegemonía neoliberal que predominó durante la década de 1990 en la región; y c) todos los gobiernos considerados de izquierda han desplegado estrategias igualitaristas.

Las izquierdas comparten un objetivo programático central que apunta a reducir las inequidades sociales y económicas, mas no interpela el statu quo del modo de producción capitalista.

Se discute si efectivamente los gobiernos que reorientaron los principales lineamientos en materia social y económica en la región pueden ser considerados de izquierda, al haber “abandonado” las banderas del socialismo. El asunto es contra qué modelo o marco referencial se comparan estos gobiernos, si mantienen o no los postulados históricos (fundacionales), o acaso se adaptaron con ductilidad a las exigencias de la gestión y del buen gobierno, en aras de no fracasar como tales.

Contra algunas expectativas provenientes tanto de la izquierda como de la derecha, los nuevos gobiernos de izquierda no enterraron el modelo de mercado. De hecho, y conforme a estándares históricos, las reformas socioeconómicas introducidas por los gobiernos de izquierda contemporáneos han sido bastante modestas. En la mayoría de los países de la región, los rasgos centrales del modelo de mercado, incluyendo la propiedad privada, el libre mercado y la apertura a las inversiones extranjeras, permanecen intactos.

Aun situados en un contexto económico favorable, las opciones manejadas por los gobiernos latinoamericanos de izquierda, durante el período 2000-2015, no contemplaban el abandono del patrón de acumulación históricamente implantado en la región, ni tampoco un combate frontal al capital. No obstante, en la cartera de medidas disponibles, efectivamente se identificaron la regulación de los mercados (en particular el relativo al empleo), la mayor intervención en los conflictos distributivos y una decidida reorientación de las políticas sociales con énfasis en la reducción de la pobreza y la desigualdad generada y acumulada durante décadas.

Mediante sus demandas por democracia política, dichas fuerzas de avanzada mostraron su oposición al proyecto político conservador –un proyecto verticalista, de autoridad concentrada– que tanto peso adquiriera en los años que siguieron a la independencia. Mientras tanto, mediante sus reclamos por la democracia económica, estas se presentaron, fundamentalmente, en oposición al proyecto económico liberal, caracterizado por su antiestatismo, su defensa de la libertad y la desregulación económicas, su complacencia frente a la concentración económica y su descuido de la cuestión social.

Admitiendo entonces que el rasgo más típico de la mayoría de los gobiernos de izquierda entre 2000 y 2015 fue el reformismo más que el cambio estructural o revolucionario en todos los planos de las relaciones sociales, aun así, no se puede invalidar el carácter de izquierda o centroizquierda de aquellos. De lo contrario, se abren caminos para justificar el vaciamiento parcial de los contenidos ideológicos y programáticos de un proyecto de izquierda, constreñido por los límites estructurales del modo de producción, comercialización, distribución y consumo del capitalismo latinoamericano, el que a su vez está fuertemente condicionado como consecuencia de la globalización contemporánea. Obviamente, no se trata de escudar a los gobernantes de izquierda tras el argumento de las limitaciones estructurales (“inmodificables a corto o mediano plazo”), sino de explicar en cierto sentido, la autoinhibición, en algunos casos por convicción y en otros por temor a reacciones desfavorables (de los mercados, de los agentes inversores, de las instituciones internacionales de crédito), la lógica del reformismo (cambios moderados y posibles) o la gestión amigable del conflicto social antes que la implantación audaz de transformaciones radicales o profundas en todos los planos.

La izquierda en el contexto nacional

Transcurridos 13 años y tres períodos de gobierno nacional del FA, el balance sigue siendo positivo, aun cuando la sensación de insatisfacción sea la que hoy parece predominar en miles de ciudadanos. Porque, tal vez, los objetivos no se han alcanzado a plenitud, o porque las expectativas depositadas en aquel 1° de marzo de 2005 resultaban “desmedidas” por comparación. Las primeras medidas vinculadas a la atención de la emergencia social fueron bien recibidas; la oposición acompañaba a regañadientes pero apoyaba aquellas iniciativas que atendían la gravedad de la coyuntura. Más tarde, los planes sociales (como suelen denominarse genéricamente) fueron cuestionados por ser portadores del clientelismo más burdo o por paternalismo malentendido. Más tarde, sobrevinieron acontecimientos que jaquearon al gobierno: el déficit de ANCAP, que pretende ser utilizado como el ejemplo de corrupción que también llega a estas verdes praderas; Pluna y luego el abortado plan de una nueva aerolínea; la regasificadora y el Fondo para el Desarrollo.

Otro asunto recurrente gira alrededor de la seguridad ciudadana y las sucesivas interpelaciones al ministro del Interior, del mismo modo que se alerta acerca de la gravedad del estado de salud de la educación. Conviene subrayar que, aun cuando ninguna de las acusaciones haya sido comprobada, los errores de gestión o la impericia no han sido reconocidos por la izquierda, lo que coloca el problema del lado de los que deben explicar y no de los acusadores. El caso Raúl Sendic ha conmovido no sólo a la izquierda, un tanto desprevenida de los alcances que las acusaciones al vicepresidente han tenido y tendrán a futuro. Los acontecimientos registrados en los últimos dos años, que culminaron finalmente en la renuncia del vicepresidente en setiembre de 2017, generaron un seísmo en el sistema político nacional y, en particular, en la fuerza de gobierno. No es el caso establecer ahora la responsabilidad de Sendic (habida cuenta del manejo torpe que él mismo y su sector tuvieron durante todo ese tiempo); aunque no parece ser un corrupto que se haya enriquecido ilegítimamente, no cabe duda de que su accionar ha venido a agregar más sombras a la gestión del gobierno de izquierda.

Por otra parte, el mapa fragmentado de la derecha es un dato. La creación del Partido de la Gente, inspirado y liderado por un empresario que se incorpora al ruedo de la política profesional apelando a su capacidad de gerenciamiento exitoso, tampoco parece erigirse en una fórmula viable y captora de importantes adhesiones populares. El Partido Nacional se debate entre los intentos de reagrupar las fuerzas que –apelando a las fuentes wilsonistas– procuran recrear una suerte de ala progresista, y los sectores que, alienados con el herrerismo, sostienen y representan la restauración conservadora.

Independientemente de las encuestas, la percepción del desgaste y las tribulaciones de la izquierda –que por momentos aparenta estar desconcertada y carente de reacciones– genera desconfianza y escepticismo en un importante sector de la población. Si este diagnóstico no fuera tan errado, lo que se impone es abrir el debate ahora, a menos de un año de los próximos comicios electorales. Dirimir los conflictos internos, asumir los errores y programar con premura, pero con tiempo suficiente, la rectificación de algunos de los rumbos, antes de que la fatalidad se apodere de nuestras conciencias. En este sentido no escasean los recursos, tanto porque hay jóvenes que intentan renovar la práctica política como por las capacidades de análisis desarrolladas en diversos ámbitos en los que los problemas de la izquierda se debaten a diario.

En síntesis, si bien las sucesivas crisis colocan a la izquierda en una actitud defensiva permanente, no es menos cierto que, según parece, en su interior se juega el doble y simultáneo papel de ser oficialista y opositor, lo que recorta de hecho las capacidades a la derecha, en tanto intenta posicionarse como la única oposición susceptible de arrebatarle el poder. Para que la izquierda ofrezca mayor coherencia en su proyecto de futuro habrá de incrementar notablemente la credibilidad, no sólo de los discursos, sino, y sobre todo, de sus propias prácticas en el ejercicio del gobierno (en todos sus niveles institucionales).

Christian Mirza es docente en la Facultad de Ciencias Sociales (Udelar) y fue director nacional de Políticas Sociales del Ministerio de Desarrollo Social entre 2005 y 2010.

(*) Este artículo forma parte de un ciclo de tres columnas que se publicarán en la diaria, basadas en el libro (inédito) del autor Siete patologías de la izquierda.