“Vos tranquilo”, dice una voz detrás de la tela negra, y estallan las carcajadas. La comunidad campesina tiene casas de piso de tierra y paredes de bloque. Lechones que se creen cachorros juegan a corretearse con los perros que se creen lechones. Desplumadas de antemano, tres gallinas a las que no las dejarían pasar ni por la puerta de una exposición avícola picotean el suelo, como buscando una explicación. Un caballo bien ensillado mueve la cola atado a una columna, a falta de palenque. Los adultos están en un segundo plano y por momentos se quiebran en dos, atorados por la risa. Pocos dirían que por ahí pasó la guerra un año antes.

Es 1994 y tras el tinglado de varillas huecas de aluminio el grupo de títeres La Gotera, del Cerro de Montevideo, hace su espectáculo. Por semanas los niños de El Regadío, a tres horas de Managua, quedarán diciendo “vos tranquilo” en medio de los juegos de golpe y porrazo, como ese títere que trataba de colocar algo de calma en el caos que producía un dragón de polyfón pintado de verde. Después van a olvidarse o a cambiarlo por otra muletilla. Cuatro horas más al norte, otra huella. El grupo musical campesino Los Gaspares, bautizado de ese modo en recuerdo de Gaspar García Laviana, el cura asturiano que murió en la guerrilla, toca una chamarrita. Quedó en su repertorio después de la gira que hicieron, también en esa primera mitad de los 90, Mauricio Ubal y Edú Lombardo. Los músicos uruguayos recorrieron Nicaragua realizando espectáculos en pequeños escenarios, que siempre eran precedidos por un intercambio de ritmos con los músicos locales. Así, Lombardo se trajo un son de Monimbó para el repertorio de la murga La Gran Muñeca de ese febrero, y Los Gaspares se quedaron con “la bagayera”.

Aunque los sandinistas ya habían perdido las elecciones de 1990 a manos de una coalición de centroderecha liderada por Violeta Chamorro, Nicaragua, en especial sus zonas rurales del norte, seguía siendo un país modelado por el sandinismo. “Gobernaremos desde abajo”, había dicho Daniel Ortega en el primer acto de masas luego de esa derrota, y lo estaba cumpliendo. Así que esas giras culturales por caminos de tierra llenos de pozos y flanqueados por cebúes se parecían mucho a las que se hacían en la década anterior, en “los años de la revolución”.

El vínculo entre Uruguay y Nicaragua es incluso anterior al aluvión de cooperantes. La lucha contra la dictadura de los Somoza —que se instaló por cuatro décadas con la bendición de Estados Unidos tras el asesinato de Augusto César Sandino— tuvo como punta de lanza una guerrilla sui generis. Los sandinistas, que reivindicaban la herencia de ese líder menor de las tropas liberales que creció en estatura cuando fue el único que decidió pelear contra la invasión estadounidense, habían construido un amplio frente democrático que hacía equilibrio entre el nacionalismo y el marxismo. En los 70 eran una guerrilla casi testimonial reducida a deambular en la montaña. Estaban divididos en dos tendencias: los proletarios y la llamada “guerra popular prolongada”. Los hermanos Ortega, Daniel y Humberto, se fueron juntando con otros líderes de mayor calado dentro del sandinismo y comenzaron a dar forma a una tercera tendencia, tan peculiar que la denominaron, simplemente, tercerista. Su espectro ideológico no desentonaba con la socialdemocracia, por lo que pronto recibieron el apoyo de la Venezuela de Carlos Andrés Pérez y el Panamá de Omar Torrijos. Fue precisamente en tierra panameña donde se logró la unificación de esas tres corrientes del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y se empezó a ganar la guerra.

La insurrección

En 1978 comenzaron los levantamientos en las ciudades principales y se produjo el ensamblaje real, en las calles, cuando los combatientes de las tres líneas decidieron pelear juntos sin esperar a recibir órdenes de sus mandos. Así fue que en las barricadas de Matagalpa, León y Estelí se construyeron los nuevos liderazgos. Todos seguían respetando nombres legendarios como el de Henry Ruiz, “Modesto”, jefe militar en la montaña, y tolerando los de jefes polémicos, como Tomás Borge. Pero entre los adoquines surgió el currículum de Víctor Tinoco, Mónica Baltodano, Dora María Tellez y Francisco el Zorro Rivera, por citar sólo cuatro. La guerra, además, consolidó la posición de los hermanos Ortega.

En medio del humo y la metralla combatieron varios uruguayos. Estaban los dos Fernandos, Butazzoni y Beramendi, que al terminar harían carrera en la literatura y el periodismo. También una serie de cuadros provenientes del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros y otros de la Juventud y el Partido Comunista. Poco antes del 19 de julio de 1979, fecha oficial del triunfo, murió el joven comunista Héctor Meme Altesor, “Pedro, el uruguayo”. Como había que seguir combatiendo no tuvieron tiempo de darle un entierro con honores, así que provisoriamente —en un símbolo que habría que poner en todos los manuales de semiótica— su ataúd fue una caja de municiones. Luego sí le harían lugar en el panteón de los héroes en Managua, y esa foto también tendría que estar en los manuales: sus compatriotas de verde olivo llevaban su cajón al hombro, sobre el cual habían puesto una pequeña bandera uruguaya.

Aquellas tres tendencias se concretaron en una dirección colectiva de nueve miembros. Tres por cada una de las líneas. Así, aunque Daniel Ortega fue el primer presidente de la Nicaragua sandinista, era solamente la cabeza visible de un colegiado. Todavía. Con el paso del tiempo el suyo se iría afianzando como un liderazgo personalista, y ya en 1995, luego de perdida una elección y casi perdida la segunda —la perdería meses después—, se produjo la fractura del sandinismo al retirarse el sector de Sergio Ramírez. Nació ahí, en ese Congreso del resquebrajamiento, el germen de este Ortega de la actualidad, quien “abrazado a sapos y culebras” (en especial al sector más reaccionario de la Iglesia católica y al más oportunista de la empresa privada) no ha dudado en olvidar la mayoría de los principios del FSLN para mantenerse en el poder.

Los 80

Estamos en los albores de la revolución. Aunque Somoza fue derrocado, el somocismo se reagrupa en Honduras. La dinastía cayó por la insurrección popular, pero también por el abandono del apoyo de Estados Unidos: la llegada a la Casa Blanca del demócrata Jimmy Carter le cortó la ayuda militar. Ahora un cambio de aires en Washington, la presidencia del republicano Ronald Reagan, le da oxígeno a la derecha más extrema. Surge entonces la Contra, que desde bases en el país vecino realiza sabotajes menores primero y ataques en toda regla después. Para defenderse, el sandinismo instala el Servicio Militar Patriótico, reclutamiento obligatorio que hará que la cifra de 50.000 muertos en esa guerra de agresión se meta como un líquido siniestro por debajo de la puerta de las casas de todo el entramado social nicaragüense.

En ese momento también hay uruguayos. Están los fotógrafos Jorge Vidart y Daniel Caselli registrando lo que pasa en el país, algunas veces jugándose la vida en convoyes de periodistas que recorren los caminos del norte bajo permanente amenaza. En los combates sigue habiendo compatriotas, como el joven tupamaro Marcos Conteris, caído en agosto de 1985. A su vez, las fuerzas cubanas que llegan a entrenar al naciente Ejército Popular Sandinista tienen en sus filas a Iván Castillo, que arribó a Cuba siendo militante de la Juventud Comunista uruguaya y en Cuba obtuvo su grado de oficial. Es de un libro testimonial de Castillo, aún inédito, que proceden los tres textos que acompañan esta nota.

En paralelo, la cultura uruguaya en el exilio se vuelca a apoyar a Nicaragua desde el mismo nacimiento de la revolución. La Camerata Punta del Este —formada mayoritariamente por músicos sinfónicos pertenecientes al Partido Comunista— graba en México la música del “Himno a la unidad sandinista”. Lo hace de apuro, ya que la cinta tiene que llegar a tiempo para el 20 de julio de 1979, momento de la entrada de “los muchachos” a la capital. Daniel Viglietti es otro de quienes apoyan desde la primera hora, participa en el concierto masivo Abril en Managua y compone su “Declaración de amor a Nicaragua”, quizás la más lograda de las composiciones de ese tipo, en la que mezcla topónimos del país en un juego de palabras que en muchos aspectos recuerda al lunfardo rioplatense. Alfredo Zitarrosa escribe en febrero de 1980: “Hace poco que ‘Pedro’ se murió en Nicaragua. / Ayer mismo llegaron los diarios clandestinos / del Uruguay. Hoy lunes, la ciudad de Managua / me recibe y me extiende la mano de Sandino”. Dos años después Héctor Numa Moraes edita en Holanda su disco No volverá el pasado/Numa canta a Nicaragua, para recaudar fondos para el FSLN. Los Olimareños también tocan en el país centroamericano, en una gira que los lleva de Chinandega a Matagalpa. No están solos. Músicos de todas partes y de todos los estilos (desde Silvio Rodríguez hasta The Clash) se ven seducidos por esa rara revolución que mezcla armas con poetas (además de la voz mayor de Ernesto Cardenal, muchos de los comandantes escriben —malos— versos) y donde se permite la prensa opositora (aunque con episodios de censura, casi todos vinculados con situaciones de guerra) y el sacerdocio opositor. Los escritores del mundo entero no son ajenos. El espigado Julio Cortázar es uno de los más entusiastas, y entre los uruguayos Mario Benedetti, y en especial Eduardo Galeano, hacen de Nicaragua una causa propia.

En el Uruguay de la resistencia, que intentaba mantener algunas estructuras de izquierda en plena dictadura, el triunfo sandinista fue una bocanada de oxígeno. Así que no es de extrañar que, recuperada la democracia uruguaya, Nicaragua estuviera presente como uno de los ejes de la agitación. Las visitas de Tomás Borge y del grupo musical de Carlos Mejía Godoy motivaron movilizaciones masivas, así como el rechazo a la presencia del canciller estadounidense George Shultz. Pero sobre todo, los jóvenes uruguayos de la recuperación democrática tienen en su memoria las brigadas que iban a Nicaragua a las campañas de recolección de café. Financiadas en parte mediante colectas estudiantiles, intentaron ser, al mismo tiempo, una instancia de unidad para las juventudes del Frente Amplio.

El desengaño

La derrota electoral de los sandinistas en 1990 cayó como un balde de hielo sobre todo ese fervor. Eduardo Galeano estaba en el sambódromo de Río de Janeiro cuando se enteró. No había teléfonos celulares, así que él, o alguno de los amigos que estaban con él en ese momento, iba a una cabina telefónica situada al final de las graderías y, tratando de aislarse del ruido de las escolas del desfile, pedía datos del conteo de votos. Al volver a su habitación, esa misma noche empezó a teclear un artículo en el que decía que ante esa derrota volvía a sentirse como “un niño a la intemperie”.

No fue el único texto que tendría que escribir empujado por la decepción. Poco tiempo después comenzó en Nicaragua lo que se conocería como “la piñata”. Para explicarla hay que volver por un instante a 1979. En el furor de la revolución los nuevos gobernantes no se habían preocupado mucho por las formalidades. Así que cuando huyeron los somocistas, que eran dueños de un país que Somoza administraba como si fuera su patrimonio personal, las que eran sus casas y sus fábricas fueron ocupadas de hecho. Hubo algunas expropiaciones legales, pero muchas de las viviendas simplemente fueron asignadas a los combatientes que llegaban a gobernar el país tras años en la montaña. En 1990, apenas perdidas las elecciones, se encontraron en la necesidad de formalizar esa realidad antes del cambio de mando. Dictaron dos leyes para hacerlo. La mayor parte de las casas que esas normas asignaban a sus ocupantes eran actos de justicia que beneficiaban a familias pobres. Pero algunos dirigentes aprovecharon para acaparar más de una propiedad, o empresas, usando testaferros. Esos actos de enriquecimiento ilícito fueron denominados “la piñata”. Galeano la criticó con dureza. Fustigó en uno de sus escritos a aquellos antiguos héroes que “habían estado dispuestos a perder la vida en la guerra, pero no estaban dispuestos a perder las cosas en la paz”. Pensaba, principalmente, en Tomás Borge, que había sido su gran amigo. Es verdad que varios se mantuvieron al margen de esa derrapada ética, como Henry Ruiz, el incorruptible “Modesto” de la montaña, o el Zorro Rivera, de quien Sergio Ramírez dijo alguna vez que encarnaba el espíritu más puro de la revolución. Pero la daga de la decepción caló tan hondo que Galeano nunca regresó a Nicaragua. Probablemente en esa piñata esté otro de los embriones que desembocarían en la actual versión del orteguismo.

Vuelve la guerra

Los años pasaron y los sandinistas perdieron una elección más, la de 1996, en este caso a manos de un derechista extremo, como era el ex alcalde de Managua Arnoldo Alemán. Los años del llano fueron también años de guerra. Durante los gobiernos de Chamorro y de Alemán, en toda la década de los 90, hubo alzamientos armados. Por una parte se alzaban ex contras, formando “los recontras”. Reclamaban las tierras y ayudas que Chamorro les había prometido. Al no obtener respuesta, empezaron a actuar como bandas a sueldo de terratenientes que presionaban a cooperativas para que devolvieran las tierras entregadas por la reforma agraria. Y de paso ajustaban cuentas asesinando a campesinos de izquierda. Las estadísticas indicaban que había un muerto por día por razones políticas.

Como reacción ante los recontras, muchos ex integrantes del Ejército Popular Sandinista, licenciados por Chamorro en su plan de reducción de tropas, formaron “los recompas”. El medio rural se convirtió entonces en un renovado campo de batalla. En los cuarteles, mientras tanto, Humberto Ortega seguía siendo jefe del Ejército, a pesar de haber sido formalmente apartado por Chamorro. Se mantuvo en su despacho hasta que el Parlamento aprobó una ley que indicaba que el comandante en jefe del Ejército sólo podría ser elegido por el presidente a partir de una terna preparada por los uniformados. Garantizaba así que la plana mayor sería siempre del núcleo duro del sandinismo. Pese a esto, a Humberto Ortega no le tembló el pulso para reprimir a “los recompas”. Cuando una columna de varias decenas de hombres liderados por un ex jefe de las fuerzas especiales sandinistas tomó la segunda ciudad del país, usó todo su poder de fuego para desalojarla.

Sin embargo, toleró otros alzamientos. El más sintomático de la violencia política que se vivía en los 90 fue el secuestro de la bancada oficialista en pleno. Un grupo de parlamentarios de todos los partidos había ido al norte a negociar con el grupo principal de “recontras”, cuyo jefe era un comandante que se hacía llamar “el Cobra”. La negociación no sólo no dio resultados, sino que empeoró las cosas: los alzados mantuvieron como rehén a la diputada sandinista Doris Tijerino, una de las más respetadas ex guerrilleras. Como represalia, un grupo de recompas irrumpió en una reunión de bancada de legisladores del gobierno de Chamorro. Los encañonó, los hizo quitarse la ropa, y con el vicepresidente en calzoncillos de cara a la prensa envió un mensaje al Cobra. Le dieron 48 horas para liberar a Tijerino y esconderse, porque si no lo hacía comenzaban a matar legisladores de derecha. Le advirtieron al Cobra que después de poner a salvo a Tijerino se escondiera, porque iban a ir tras él de cualquier manera. Cumplido el ultimátum, Tijerino fue liberada. Los recompas dejaron en libertad a los legisladores que tenían en su poder y pidieron un helicóptero. Al obtenerlo, partieron hacia el norte a perseguir al Cobra.

En paralelo a esos combates entre irregulares de derecha e izquierda, cuadros rurales del sandinismo iban haciendo trabajo político para ganarse a los ex contras. El incumplimiento de las promesas de Chamorro era su principal herramienta dialéctica. Las visitas de Daniel Ortega a los municipios donde estaba la base social de la ex Contra hicieron el resto. Pronto, el Partido de la Resistencia —expresión política de la Contra que en su momento había apoyado a Chamorro— llamó a votar a Ortega y en el campo insurgente surgieron “los revueltos”, grupos armados de ex recontras y ex recompas que concentraban sus reivindicaciones en la propiedad de la tierra. Fue un entendimiento fugaz y minoritario (numerosos antiguos contras se negaron a colaborar con sus enemigos de ayer), pero sirvió para detener, en parte, el desmantelamiento de la reforma agraria, y para que el liderazgo de Ortega trascendiera los límites del sandinismo y comenzara a tomar los tintes populistas que se harían más nítidos pocos años más tarde.

Nace el orteguismo

Decidido a no perder más elecciones, Ortega pareció empezar a mirarse en el espejo de Somoza. La familia pasó a ser un sustituto del círculo de los compañeros de ideas. En los años 2000 dejó muchas de sus antiguas lealtades y tejió alianzas con el catolicismo más conservador. En ese camino, penalizó el aborto y se casó por iglesia. Intuyó que la religión era un motor para sus votantes y supo cómo combinarla con la reivindicación de las conquistas económicas de la revolución. Se movió entre retórica y realidad, haciendo tándem con su esposa Rosario Murillo, que pronto se convirtió en el personaje más rechazado por quienes creían que sandinismo no podía ser antónimo de libertad. Ortega fue haciendo sus requiebres de minué en una democracia inmadura como la de su país, y logró los arreglos institucionales y políticos para ganar una y otra vez la presidencia desde 2007.

Por detrás, la tensión social crecía. Sectores intelectuales y de ex mandos medios sandinistas estaban decididamente opuestos al presidente. Pronto se sumaron disconformidades en otras capas de la sociedad. Los estudiantes. Pero además pobladores de barrios antiguamente sandinistas, como la zona indígena de Monimbó. Arreciaron las protestas contra Ortega y llegó la represión. Aquí debe hacerse una pausa. La prensa internacional mostró como un axioma la existencia de fuerzas paramilitares orteguistas reprimiendo a estudiantes desarmados. Ocurrió, pero quienes rechazan esta visión dicen que no fue lo único que ocurrió. Si se mira la situación en el contexto de décadas de violencia política, no es imposible percibir que los llamados paramilitares coincidían, en muchos casos, con antiguos recompas. A la vez, los antiguos recontras que individualmente o en pequeños grupos apoyaban las manifestaciones contra Ortega parecían dar continuidad a una “tradición” de derecha política armada.

Desde el Estado, según se denunció por parte de organizaciones defensoras de los derechos humanos, se dio vía libre para que sandinistas armados golpearan las barricadas opositoras. El resultado fueron centenares de muertos, no todos del mismo lado. Las movilizaciones de abril de 2018, y sobre todo la muerte de estudiantes que protestaban contra Ortega, algunos de los cuales fallecieron desangrados por una supuesta orden superior que habría impedido que se los atendiera en hospitales públicos, erosionó aun más la escasa legitimidad del orteguismo.

El país siempre fue un imán para el mundo, a pesar de su escaso tamaño. Seis millones de habitantes en un territorio menor que el de Uruguay. Ahí, sin embargo, hace 40 años surgió una revolución única en su especie, marxista y democrática. Ahora, la perversión del sandinismo, que mutó por la ambición de su antiguo comandante Daniel Ortega, vuelve a atraer las miradas. Ya no de la esperanza, sino de la desazón y el rechazo. Conviene tener presente, al enfocarla, que nada de lo anterior ha desaparecido del todo. Que la trama del orteguismo está compuesta de todos esos hilos. Los puros y los impuros. Y que tampoco los ecos de la derecha armada son ajenos al tapiz opositor, ensuciando a su vez la límpida protesta de quienes se niegan a aceptar una tiranía. De esas perversiones enfrentadas tal vez no surja síntesis alguna. O quizás sí. Los dragones no son de polyfón —ni esta vez ni entonces—, pero “vos tranquilo”.