“Estamos convencidos de que si al agro le va bien, al país le va bien. No resiste el más mínimo análisis”, declaró el presidente de la República, Luis Lacalle Pou, durante la inauguración de la cosecha de trigo en Soriano el año pasado. Al terminar de leer la afirmación, se podrían generar varias preguntas: ¿qué modelo de producción se desarrolla en Uruguay?, ¿quiénes se ven enriquecidos y quiénes tienen acceso a la tierra?, ¿se está pensando únicamente en el provecho económico de las actividades o también se tiene en cuenta las consecuencias en el ambiente y la salud?
Actualmente, 1.293.940 hectáreas son utilizadas en el país para la “agricultura de secano, verano, grano seco y otros propósitos”. 151.117 hectáreas más se destinan al cultivo de arroz, y otras 1.087.109 hectáreas son de uso forestal. Puede servir, para entender el contexto, que la superficie de “bosque nativo” es de 813.368 hectáreas. Las cifras son sólo algunos ejemplos tomados del mapa de cobertura de uso del suelo que realiza el Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (MGAP). Por otra parte, según el último informe que realizó Uruguay XXI sobre el comercio exterior, la última zafra de arroz supuso “la mayor producción de la última década”. A su vez, se detalló que para fines de este año esperan que sólo la exportación de soja alcance 1.800 millones de dólares, lo que significa “duplicar el valor en comparación a 2021”.
La agencia, en su informe anual de 2021, también señaló que el segundo rubro de importación del país corresponde a “insumos químicos para el agro”. El documento afirma que, “con un total importado de 600 millones de dólares, presentó una fuerte suba de 68% en la variación interanual. El principal rubro importado fueron fertilizantes y abonos químicos (67% de las importaciones), mientras que los pesticidas y herbicidas presentaron el restante 33% de las importaciones del año en el rubro”. En el documento no se brindó más detalles sobre los agroquímicos y el volumen que equivale a la suma de dinero.
Aquí radica uno de los principales problemas del vínculo entre producción, ambiente y salud: la falta de información sobre las aplicaciones de agroquímicos y sus efectos en las personas y en los ecosistemas. A lo largo de los años, se han creado normativas para intentar regular la situación. Por ejemplo, en 2010, la Dirección General de Servicios Agrícolas (DGSA) emitió una resolución por la que estableció que todas las empresas aplicadoras que prestaran servicios a terceros debían registrar las fumigaciones diariamente.
En junio de este año se dejó sin vigor la resolución de 2010 y se optó por aprobar otra que amplió su alcance. En la letra, tanto las “personas físicas o jurídicas” que brinden servicios a terceros, como las “personas físicas o jurídicas” que apliquen agroquímicos en cultivos propios –ya sean “extensivos (cereales, oleaginosas y forrajeras)” o “cultivos forestales”– con “equipos de tanque mayor o igual a 1.000 litros”, tendrán que registrar las fumigaciones “antes o hasta siete días corridos luego de haber sido realizada”. En el caso de las aplicaciones aéreas, el registro deberá ser “antes o hasta tres días corridos después de realizadas”. Se suma que, si la parte incumple la resolución, será sancionada.
Sin embargo, a partir del diálogo entre autoridades del MGAP y las gremiales agropecuarias, se optó por disponer que los registros funcionen de forma “voluntaria” por el plazo de un año. En la decisión se incluyó a las empresas que realizan fumigaciones a terceros, que estaban contempladas en la normativa de 2010. “Si dicen [las gremiales] que pueden cargar los datos de las aplicaciones sin ser obligatorio”, entonces se podría “hacer la prueba”, dijo Leonardo Olivera, director de la DGSA, y opinó que se trata de “libertad responsable”.
Laissez faire, laissez passer
La Asociación de Funcionarios del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca (AFGAP) emitió un comunicado al que accedió la diaria, en el que declaran que existe una “contradicción” entre la resolución aprobada en junio y la decisión de las autoridades “tomada pocos días después” de las conversaciones con las gremiales, algo que señalan que “es difícil de entender”.
“Conocer los datos de las aplicaciones, dónde se hacen, con qué productos, en qué condiciones climáticas, en qué cultivos, resulta una información imprescindible para ejercer el contralor, la prevención y una actuación temprana en caso de contingencias. Contingencias que pueden ser técnicas o sobre las personas que aplican o que se pueden ver afectadas por estar en la zona (trabajadores, vecinos, escolares), sobre cultivos y/o ecosistemas vecinos (monte, campo natural, cursos de agua)”, denuncian desde el sindicato.
Al mismo tiempo, apuntan que “renunciar a la aplicación de la norma en aras de la libertad responsable porque se va a cumplir voluntariamente” es “grave de por sí” y “aún más viniendo del organismo de control por diálogos únicamente con los beneficiarios de las aplicaciones, sin haber considerado ni escuchado a los demás actores involucrados y potenciales damnificados”. Enfatizan que tampoco se tuvo en cuenta a “organismos del Estado que deben velar por la salud de la población”, como el Ministerio de Salud Pública, el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social y el Ministerio de Ambiente.
Luis Pedrini, presidente de AFGAP, planteó a la diaria que, incluso con el registro obligatorio, los productores o empresas cuentan con un “margen amplio” para ingresar los datos, por lo que se pierde “mucho control”. “Si hay deriva por el viento, y lo registran una semanas después, no sabés cuáles eran las condiciones de viento al momento de la aplicación. Ahora, dejarlo voluntario también te hace perder un montón de medidas que son importantes para saber qué es lo que se aplicó”, desarrolló.
El dirigente expresó, además, que la DGSA cuenta con “cuatro técnicos” para realizar las inspecciones en todo el país e indicó que se trabaja con base en “denuncias que vienen después de las aplicaciones” y que, para el control preventivo, “no hay recursos”. “La gente no da abasto”, manifestó Pedrino, quien entiende que la medida forma parte de “un soltar la piola en inspección y control que está teniendo el MGAP en general”.
Entre las fumigaciones
La Unión Nacional de Asalariados, Trabajadores Rurales y Afines (Unatra) se sumó al rechazo de las propuestas mediante un comunicado que el domingo publicó la diaria. Se expresó que la decisión del MGAP “promueve un franco retroceso en la regulación del uso y manejo de agrotóxicos, con una clara flexibilización de disposiciones protectoras de la integridad física y la salud de los trabajadores”.
Marcelo Amaya planteó que a la problemática de los agroquímicos la rodea un “tabú” y que se necesita “más investigación” para saber las consecuencias en el territorio del país. “Incluso para tener una legislación más acorde, que nos dé garantías, y empezar a revertir las prácticas de un modelo productivo que no sólo está generando consecuencias en la salud de los trabajadores, de los pobladores, de sus familias, sino también para el medioambiente”, aseguró. Amaya recordó que desde marzo de 2017 hasta setiembre de 2021 la Inspección de Trabajo registró 35 denuncias por falta de acceso de los trabajadores a “instrumentos de protección” para aplicar los productos. En aquel momento, el dirigente sindical señaló que el problema era “mucho más grande” de lo que estaban pudiendo demostrar.
Para Amaya, hay un problema cultural que “genera una baja percepción de riesgo”, pero que, sin embargo, los que se encuentran en primera línea trabajando entre las fumigaciones conocen sus consecuencias. Dolores de cabeza, visión nublada, debilidad muscular, irritación ocular o en la piel y problemas respiratorios son los síntomas inmediatos tras una exposición. Cuando se trata de exposiciones prolongadas, los síntomas se incrementan: disminución de defensas contra bacterias, virus y parásitos, sensibilidad respiratoria, alergias, cáncer, malformación de fetos, abortos espontáneos, parkinson y pérdida de memoria. Esta última información fue extraída de la ficha técnica de prevención elaborada por el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social.
“El modelo productivo intrínsecamente está ligado a estas prácticas y al uso cada vez más constante de agrotóxicos. Se da una especie de guerra evolutiva entre las resistencias que generan los productos, por lo que cada vez las concentraciones empleadas son más fuertes, y sus volúmenes también”, señaló Amaya. ¿Qué hacer? “Esto requiere generar conciencia, porque no es común ver inspecciones. Nosotros haremos denuncias, buscaremos los mecanismos que se requiera para revertir la situación, pero sabemos que por la falta de información estamos expuestos”, agregó. Como si todo eso no fuera suficeinte, agregó que en ocasiones las fumigaciones son utilizadas como “práctica de represión” hacia los trabajadores rurales asalariados.
¿Y las abejas?
Alfredo Aguilera, integrante de la directiva de la Sociedad Apícola del Uruguay, habló con la diaria, aunque aclaró que sus declaraciones son a título personal. Desde su visión, los dichos del director de la DGSA son “gravísimos”, porque “abunda la información científica sobre los grandes problemas que generan los agrotóxicos sobre los polinizadores y la salud humana”. En la tarde de ayer propuso a los demás integrantes de la organización “pedir la renuncia” del director de la DGSA, Leonardo Olivera, así como también emitir un comunicado en el que “se rechazan las declaraciones, y hacer aclaraciones sobre cómo afectan los agrotóxicos a la salud de las abejas y la producción apícola”. Todavía lo están discutiendo.
“Un trabajo de 2018 muestra claramente que el glifosato afecta el sistema inmunológico de la abeja. Se enferma más rápido y le acorta la vida, son mucho menos productivas. Además, está expuesta a otras problemáticas que existen en el medioambiente, como el combinado con los neonicotinoides [insecticidas], también las afectan, les hace perder el olfato, la orientación”, expresó. Esto por no hablar de los episodios de mortandad en los que no sólo pierden la producción, sino su “unidad productiva, que son las colmenas”. Explicó que este es uno de los motivos de la reducción de apicultores en el país y de que se haya convertido en una forma de producción “muy poco rentable”. Aguilera agregó que en 2008 había 4.100 apicultores y en la actualidad sólo 2.300, “todo como consecuencia de esta situación”.
Como ejemplo de mortandad, citó el episodio que tuvo lugar en diciembre del año pasado en el que 625 colmenas se vieron afectadas en Canelones y una de las muestras dio positivo en fipronil, producto químico prohibido en la agricultura desde 2009. “¿Qué tipo de controles se están haciendo? ¿Qué tipo de multas aplican? Porque si tiras fipronil y te multan con dos millones de pesos, la pensás varias veces. Ahora, si aplicas fipronil, matas 600 colmenas y el apicultor te tiene que hacer un juicio civil para cobrarte las colmenas... es difícil”, sumó.
Aguilera también describió otra problemática vinculada a los agroquímicos que viven los apicultores: “No hacen las denuncias porque tienen miedo que los corran de los campos”. “Como nosotros estamos prestados en los campos, pasa el dueño con el mosquito [máquina para fumigar], pasa un avión por arriba y mata las colmenas. Si reclamas te van a decir que si no te gusta, te vas. Es así, todos los que estamos dentro de la apicultura lo sabemos, dentro del MGAP también lo tienen clarísimo”, contó.
Datos, pero confiables
“Se invocaron razones como que el agro no está bien visto, cuando en realidad, la única forma de que algo sea bien visto es la transparencia. La suspensión del decreto lo que hace es volver mucho más opaca la situación”, explicó Horacio Heinzen, docente de la Facultad de Química de la Universidad de la República, que ha realizado un gran número de estudios vinculados al riesgo e impacto ambiental de los agroquímicos.
Heinzen señaló que “siempre existe una tensión dinámica entre la producción y el ambiente”, pero la cuestión está en poder equilibrarla. “El MGAP es el representante de la producción, no tiene una contrapartida tan fuerte en lo ambiental en nuestro país, como sí puede tenerlo, por ejemplo, en Estados Unidos”, narró. Entiende que se necesita una “coordinación mayor” entre ambas visiones para lograr conseguir “una política unificada a nivel país”. Piensa que sería una buena idea crear una agencia que tenga “capacidad de decisión, seguimiento y control” de los agroquímicos. No es nada descabellado lo que propone, ya que, si se sigue el ejemplo de Estados Unidos, el país del norte cuenta con la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por su sigla en inglés), pionera en la materia.
“La única forma de modalizar a largo plazo es con datos, hay que hacer controles más efectivos y eficaces. Debe ser más sistemático de la calidad de cada sistema productivo, que tiene sus propias características. Cada caso es particular, cada caso tiene su impacto en el medioambiente y ese impacto todavía estamos lejos de conocerlo”, admitió el investigador. Heinzen explicó que actualmente no se está pensando en el “abuso del uso de agroquímicos” que tiene como consecuencia “una degradación general del hábitat”. “A la larga, está demostrado, conlleva a una degradación del bien productor, que es la tierra. No es sólo una preocupación actual, sino que es una preocupación para las futuras generaciones, incluso para los propios productores que van a seguir produciendo en ella. Si no se cuida el recurso, termina muriendo”, enfatizó.
Por estas razones, Heinzen no está de acuerdo con que el mejor camino sea solicitar de forma voluntaria el registro de agroquímicos. “Con la diferencia cambiaria entre Brasil y Argentina, habría que analizar además si no puede haber productos que puedan estar siendo contrabandeados. Muchas veces es más barato traer algunos principios activos. El caso del fipronil fue paradigmático en el sentido de que se prohibió para aplicaciones agrícolas, sólo se permitía como hormiguicida, pero se encontraba que se usaba en aplicaciones agrícolas”. Entiende que el registro obligatorio puede contribuir a que principios activos no autorizados no ingresen al país.
También señaló que los trabajadores rurales están expuestos e hizo hincapié en quienes trabajan en cultivos de arroz y soja. “Son cultivos que están basados básicamente en tratamientos químicos y las posibilidades de protección que pueden tener son escasos. Si no hay un registro de aplicaciones, la trazabilidad de todo el sistema se pierde”, apuntó. Para el químico, la política vinculada a estos productos “no puede quedarse sólo en el registro de aplicaciones, tampoco puede ser nada más que control”. Aunque este último punto es cada vez más necesario, señaló que se debe apelar a “una política integral de su manejo y racionalizar su uso. Hay una coordinación con la parte ambiental que es inevitable y hay que llevarla a cabo. Aflojar por un lado, como en este caso, sólo puede llevar a un desorden mayor”.