122 años de pasión

El Gran Premio José Pedro Ramírez es el máximo evento del calendario clásico en Maroñas y uno de los más antiguos en el turf sudamericano, tal como consigna la página de internet de los gerenciadores del hipódromo. Se disputa desde 1889, y quedó catalogado como Gran Premio Internacional hasta 1914; en 1915 adquirió su actual denominación en homenaje a una de las principales figuras en el proceso de fundación del Jockey Club de Montevideo y posterior desarrollo de la industria hípica en Uruguay. El GP José Pedro Ramírez, que desde 2004 recobra la categoría de G1 en la escala internacional, se inició como un cotejo a “peso por edad”, entre 1905 y 1920 se corrió como “handicap”, y desde 1921 nuevamente como “peso por edad”. Su recorrido varió entre los 3.500 metros iniciales, 2.800 (de 1915 a 1937 y entre 1969 y 1979), 3.000 (de 1938 a 1968), 2.500 (en 1980) y, desde 1981, los actuales 2.400 metros.

Por más ajeno que uno se sienta al ingresar en el principal hipódromo del país, pocas horas después no es difícil entender la pasión que mueve a los aficionados al turf. Algunos elementos que componen el evento hípico hacen que se genere un clima muy especial para el espectador. La adrenalina que naturalmente generan las carreras seduce y envuelve rápidamente al público, sin dudas más permeable por las grandiosas cantidades de alcohol -básicamente whisky, aunque la cerveza no quedó en zaga- que circularon ayer.

Si bien el Ramírez fue el centro de atención, esta nueva reunión en Maroñas abarcó 20 carreras y un total de cuatro grandes premios. La primera competencia se largó sobre las 13.30, cuando el sol caía implacable sobre la pista, y la última, pasadas las 23.00, cuando la jornada se había convertido en una agradable noche. En el medio hubo largas horas de emociones, durante las que una multitud alegre se hizo presente en Maroñas. Tanto el Palco Oficial como la tribuna Folle Ylla lucieron abarrotadas, dando un marco extraordinario a la cita.

Como suele suceder año a año cada 6 de enero, la mayoría de los que acuden a Maroñas no lo hace habitualmente, ignora las competencias que se dan todos los fines de semana en el principal escenario hípico del país. En el palco, si bien era notoria la presencia de gente con billeteras abultadas, de algunos políticos y de prohombres de tierra adentro, la mayoría de los espectadores eran ciudadanos comunes. Había damas con capelinas, sombreros tipo Sanguinetti y personas que parecían ser los enemigos de Batman, pero la cosa estaba variada, al punto de que no era extraño cruzarse con incipientes apostadores adolescentes (quiero creer que todos mayores de 18 años) luciendo collares de cuentas con los colores de Nacional y Peñarol.

Mientras que la grada principal destilaba gotas -no cataratas- del habitual glamour de las grandes citas turfísticas, el ambiente en la Folle Ylla era netamente popular, e incluso en el ingreso de esta localidad se vendían a discreción panchos, tortas fritas y chorizos, cuando el acceso al Palco parecía más bien la antesala de un casamiento bien organizado. También fueron diferentes los espectáculos que se ofrecían en medio de las carreras a una tribuna y otra: unos presenciaron un grupo que tocaba sin muchas ganas canciones trilladísimas de bandas argentinas y otros disfrutaron de una murga polentosa, que animadamente metía color rememorando viejos temas clásicos del género.

Pero más allá de la gente, que armó el gran clima de la jornada, los verdaderos protagonistas del evento fueron los caballos, todos ellos hermosísimos, y los jockeys, esos hombres diminutos vestidos con coloridas chaquetillas a los que, según afirmaba Bukowski, les fascinan las mujeres altas.

Entre ellos el más famoso es Pablo Gustavo Falero, coloniense de Conchillas, nacido hace 44 años, de extensa y exitosa trayectoria en Argentina, donde fue múltiple ganador de las carreras clásicas más importantes del nutrido calendario hípico del país vecino. Ayer Falero se hizo presente una vez más en Maroñas para participar en el Ramírez (donde montó al caballo argentino Gol de Placa, que salió tercero, detrás del ganador y Relento) y en los otros tres grandes premios que se celebraron en la jornada: el Maroñas, el Ciudad de Montevideo y el Pedro Piñeyrúa. Pero el jockey que se quedó con toda la gloria fue el brasileño José Aparecido, quien llevó a la victoria a Mr. Nedawy, el caballo al que la cátedra había sindicado como favorito a llevarse el Ramírez, vaticinio ratificado en los hechos.

Luciendo una casaca verdeamarela, Aparecido lloró emocionado después del triunfo, en el momento en que recibió la enorme corona de rosas que ostentan los ganadores del Ramírez. Aunque no tan expresivo, el dueño del equino triunfador también tenía motivos para la emoción: por ganar el gran premio acrecentará su cuenta con una cifra cercana a los 80.000 dólares. Porque, claro, la esencia de toda esta historia, el primer motor de esta pasión sincera es la adoración por los bichos, pero también por la plata. Ahí está el quiebre entre lo que es un deporte y lo que no. Viendo a mi amigo Nico emocionado después de haber metido un par de caballos ganadores, advertí que esa alegría quizá ya la había visto en algún casino o en alguna otra instancia netamente timbera, pero no en una cancha de fútbol o de básquetbol, en donde la alegría por el triunfo pasa por otro lado.

Pero nada de eso deslegitima al turf, disciplina que en definitiva es entretenimiento puro. Los miles de aficionados que ayer estuvieron en Maroñas pueden dar fe de ello, y seguramente digan “presente” el año próximo.

A mí, por las dudas, también resérvenme un lugar.