¿Cómo puede ser que sea tan distinto? Sí, ya sé, vivimos bajo el mismo cielo, estás a menos de una hora de la ciudad donde todo se decide, donde todo se hace, pero, sin embargo, es distinto. Y, en este caso, es mágico. Es volver a la edad de la inocencia, volver a sentir el olor del cielo, el olor del pasto, porque vos sabés que ahí hay un perfume iniciático que no se olvida. Las Honditas apiladas contra el muro del estadio, las chivas sin cadena haciendo eterno equilibrio con el pedal contra el cordón, el mediotanque con generosos chorizos de rueda, la risotada del gordo ya viejo y canoso que supo ser el crack del pueblo que dejó la raviolada nerviosa para llegar manso y carretilludo al estadio, las mujeres absolutamente endomingadas como si ya estuvieran quemando la pilcha de la Noche de la Nostalgia. Ahí están todos. Padres, novias, el electricista, el Flaco Carlos con el que hizo todo el liceo, la de González, que nunca la había visto en el fútbol, el cura, la del Banco de Crédito, la abuela y el que anda con la que estaba casada con el que tenía la estación de servicio. Madres, tíos, primos lejanos, el pizzero, el cobrador del cable, la de la panadería y la cajera del súper. Están todos porque ahí está la fiesta. Es en la vieja San José de Mayo, en el viejo Casto Martínez Laguarda, y la cosa es con los viejos Central de San José y Ferro Carril de Salto, con más de 100 años sobre sus espaldas. Hay mucha emoción, mucha magia, porque los cracks de las tres y media de la tarde están ahí, al alcance de la mano. En el calentamiento, atrás de las tribunas, en los amplios espacios internos que suelen tener los estadios del interior, la emoción campea. Se siente una vibra especial. Ahí, entre esos muchachos, esos hombres, esos vecinos que se están aprontando como para jugar la final del mundo, aunque mañana no sean la tapa del diario ni aparezcan en Pasión, sienten que están ante el momento deportivo de su vida. Y van por él, van por ella y la adrenalina fluye y los muchachos, los hinchas-vecinos, los hinchas-primos, las hinchas-novias vocean de al lado a menos de un metro de que se forme esa ronda de juramentación entre gritos. Sí, aunque ustedes no lo crean, se siente, hay algo en el aire que lo indica: es hoy. Ahí está el viejo decano, con más de 100 años tomando corazones de varias generaciones de maragatos, jugando por la gloria, por la que faltaba, la más linda, la orejona. Ahí está y saben que es hoy. Ahí están en la cancha, deshecha y fea pero transmisora y partícipe del último paso a la gloria, y enfrente están los heroicos y cansados gladiadores de Ferro, que van por más y más y más. A pesar de que el primer tiempo es para Ferro, a pesar de que la copa parece que se va yendo, nadie decae en el Martínez Laguarda, y otros secretos juramentos con olor a yuyo resuenan íntimamente en el vestuario y en las tribunas, y el decano sale con todo y la visita aguanta con todo, hasta que, como en un cuento de hadas, el príncipe goleador, el máximo anotador del campeonato, Pablo Cabrera, la cruza de cabeza contra el palo y sale disparado a la gloria porque ese gol es más que una copa, es el encuentro con el mandato del alma de Central. Era eso: ser campeón. El todo por un momento, la felicidad infinita finita en una cancha de fútbol, en una pelota, en una caravana por la ciudad. Te lo merecías, viejo Central.