Es difícil entender cómo fue que después de la crisis argentina de 2001 la uruguaya pudo ser sorprendente para alguien al año siguiente. Muchas veces sólo vemos lo que estamos dispuestos a ver, y es probable que en este caso hayan prevalecido nociones muy arraigadas sobre la singularidad de nuestro país y su presunta capacidad milagrosa de quedar al margen (o por encima) de lo latinoamericano. Diez años después, muchos parecen convencidos de que la turbulencia económica internacional no puede afectarnos, y deberíamos preguntarnos cuánto de aquel candor persiste.
Cuando las papas quemaron, la sustitución de Alberto Bensión por Alejandro Atchugarry en el Ministerio de Economía hizo caer el velo que había disfrazado a la política económica de ciencia exacta durante décadas; una presunta ciencia exacta basada, además, en la premisa de que la economía marcha mejor cuanto mayor sea la distancia entre ella y el Estado. Todos los ministros de Economía son políticos, pero Atchugarry fue el primero en mucho tiempo que no lo escondió. Asumió que su tarea incluía la administración de relaciones de poder entre actores sociales, y en ese sentido la izquierda ganó en el terreno ideológico antes de hacerlo en las urnas. Sin embargo, dentro del Frente Amplio no había consenso sobre la conveniencia de ocupar todo el terreno conquistado; hubo un relativo repliegue, porque muchos y muy importantes líderes frenteamplistas piensan que aquella neta politización de la economía fue un recurso necesario ante la emergencia, pero que no sería provechoso mantenerla en un período de “normalidad”. En este terreno se ubica, hasta hoy, gran parte de las diferencias de enfoque dentro del oficialismo.
Está claro que la crisis dio el último empujón a muchos ciudadanos que aún confiaban en los partidos llamados tradicionales, o que por lo menos seguían convencidos de que un gobierno frenteamplista podía ser mucho peor que cualquier combinación de colorados y blancos. Esa gente sintió que habíamos tocado fondo y que valía la pena correr el riesgo de un cambio histórico, pero muchos otros nunca llegaron a la misma conclusión. La falsa alarma sobre hordas saqueadoras que bajaban del Cerro fue para ellos verosímil porque funcionó como metáfora de la subversión que podía traer un triunfo electoral del Frente Amplio. El triunfo se produjo y no hubo nada por el estilo, pero la imagen temida sigue presente y, sin tener en cuenta los datos duros del proceso social reciente, una parte de la sociedad sigue convencida de que los planchas y los menores infractores pastabaseros aparecieron y nos toman la casa porque gobierna la izquierda. Es obvio que la crisis dejó una “herencia maldita” y que “las hordas” no van a desaparecer por arte de magia ni a palos, pero mientras medio país se niegue a reconocerlo, va a ser difícil reconstruir el tejido social.
El país estuvo en 2002 ante una encrucijada semejante, en cierto sentido, a la que había enfrentado de 1984 a 1989, cuando se gestaron el acuerdo del Club Naval, la Ley de Caducidad y el intento fallido de anularla mediante un referéndum. En aquel período, como hace diez años, hubo sectores (tanto en la izquierda como en la derecha y entre ambas) que consideraron necesario y viable lograr una salida que implicara mayores avances de sus posiciones, incluso mediante rupturas de la continuidad institucional, pero quedaron en minoría. En una y otra ocasión, ¿fue la voluntad amortiguadora de los partidos la que influyó para que no hubiera un conflicto social más acentuado, o fueron características de la sociedad uruguaya las que –para bien y para mal– dieron la mayoría a determinadas orientaciones partidarias? ¿Y de qué modo influyó la salida de la dictadura, al reforzar un “sentido común” muy moderado y prudente, para que en 2002 predominara la idea de que la mejor salida de la crisis –o la única viable– también pasaba por un camino “a la uruguaya”, resignado y gradualista? En ambas salidas hubo culpables emblemáticos a la vista y otros menos expuestos, que siguen impunes. En ambas querríamos que el “nunca más” fuera definitivo, con cimiento en un profundo aprendizaje social, pero nos acecha la duda de que quizá no hayamos hecho lo suficiente. En ambas “lo político prevaleció sobre lo jurídico”, y eso a la larga determina que el Estado uruguayo, llamado al orden por organismos internacionales, deba llevar a cabo medidas de reparación a los directamente perjudicados. Pero hay grandes daños irreversibles que afectan nuestra identidad y nuestro estado de ánimo. Entre las causas de la tan mentada sensación de inseguridad hay algunas que nunca tuvieron minutos en la sección policial de los informativos.
Diez años después
3 minutos de lectura