Para un reducido grupo en la multitud de los futbolistas, la frase “Andá de golero” no condujo a la frustración sino a la gloria. A veces, contra su voluntad. Había una vez un uruguayito nacido en Piriápolis, descendiente de polacos, que trabajaba en un taller mecánico de Montevideo. Se fue a probar a la quinta división de Racing, por casualidad lo pusieron en el arco y enseguida lo fueron a buscar para ficharlo. Él no quería jugar en ese puesto, pero los dirigentes tenían buenas razones: de diez penales, había atajado seis.

Su gran desempeño en Racing y en el campeonato juvenil sudamericano de 1964 con la celeste le valieron, al año siguiente, el pase a Peñarol. Le tocó debutar en un desempate de semifinales de la Libertadores, nada menos que contra el Santos de Pelé, un mes y medio después de cumplir 20 años, y anduvo tan bien que no lo sacaron más. Ese año Peñarol perdió las finales con Independiente, pero en 1966 fue campeón de América, en una recordada finalísima que dio vuelta contra River Plate, y campeón intercontinental ganándole con claridad, de local y de visitante, al Real Madrid. Entre una copa y la otra, el Chiquito Mazurkiewicz jugó la del mundo con la selección uruguaya en Inglaterra, y fue considerado la revelación de ese mundial. En el siguiente (México 70) lo destacaron como el mejor arquero, y un año después el soviético Lev Yashin, luego premiado como el mejor del siglo XX, lo invitó personalmente a su partido de despedida y le regaló sus guantes, reconociéndolo como sucesor.

No era para menos: Mazurca hacía todo bien. En un puesto como el suyo, más independiente que los demás de la evolución histórica del juego colectivo, es razonable decir que estuvo entre los mejores de todos los tiempos. Tenía excelentes reflejos y era un atleta capaz de atajadas espectaculares, pero eso le resultaba necesario sólo de vez en cuando, ya que su sentido de ubicación lo llevaba casi siempre al mejor lugar posible para detener la pelota con seguridad o robarla, corajudo, en un mano a mano. Hasta el final de su vida se dedicó a entrenar arqueros en Peñarol, e insistía en la importancia de haber jugado al básquetbol para ganar por alto e iniciar los contragolpes sacando con la mano; lo hacía en forma potente y precisa, con pases al pie que llegaban a la mitad de la cancha.

En el mundial de Alemania de 1974 estuvo entre los tres mejores arqueros, y esto tuvo un valor muy especial porque el desempeño de la celeste fue desastroso, especialmente en el debut contra la “naranja mecánica” holandesa de Johan Cruyff. Al Chiquito le hicieron dos goles, y a cualquier otro le habrían hecho siete u ocho.

Jugaba de negro o de gris, para no llamar la atención de los rivales, y le molestaban los goleros histriónicos. Fuera de la cancha también prefería pasar inadvertido, sin hacer bulla con sus títulos y sus récords (por ejemplo, el de 987 minutos invicto, logrado en 1968 y que hasta hoy nadie ha superado en Uruguay). Pero ayer la noticia de su muerte a los 67 años recorrió el mundo: no era ni será fácil olvidarlo.