Sí, quería escribir sobre Aguada. Como si fuera un actor con su técnica para emocionarse, si pienso en lo de aquella noche lloro, me estremezco y quiero más.

Quería escribir sobre Aguada pero también sobre el básquetbol, sobre el deporte, sobre nosotros los orientales y sobre la vida. Quería hacerlo antes de la hazaña, porque importa, sí, y mucho, lo que pase hoy, pero aquello ya quedó como guion imperecedero en los mentideros del futuro cuando se trate de contar historias.

Una foto de Milena en el medio de la multitud del Palacio Peñarol me había hecho pensar en nuestros niños y en nuestras iniciaciones deportivas. Cuando los relatores empezaron a llorar como magdalenas y la pelota volaba alto sólo para que sonara la chicharra pensé en Milena, en lo que sentiría. Entré al boliche virtual del WhatsApp en el mostrador en el que paramos varios amigos, y esbocé cual filosofo de pacotilla que a Milena esa marquita emocional, ese regalo de gloria, esfuerzo y alegría, le iba a quedar para toda la vida. Pensé en la iniciación de nosotros, los niños de esta parte del mundo, en manifestaciones culturales. Pensé en mi manifiesta intencionalidad, como padre, de llevar a mis hijos a una cancha, a un gimnasio, al cordón de la vereda a ver pasar a los ciclistas.

Pero para hablar de iniciación uno siempre piensa en sus padres, y se me presentó la imagen de mi viejo leyéndome a Rubén Darío antes de dormirme, pero de inmediato advertí que fue en 1968 que mi viejo, mucho más académico que deportista, pero con el roce de cualquier uruguayo que siente ruido de pelota, me inició en la inigualable magia del deporte de competición, llevándome de la mano a esos escenarios impactantes para la óptica de un niño de pantalones cortos y pelota de plástico. Así llegué, una noche estrellada, a aquella inmensa cancha de Tabaré, perfumada por crujientes chorizos al pan, combinados con la fragancia única e irrepetible de ese rincón del Parque Batlle. Pasaron a mi lado, exultantes, impresionantes y cargados de gloria, Poyet, Gómez, Márquez y algunos otros de los campeones.

Eso mismo hizo aquel padre el lunes con Milena, que a sus nueve años ya sabe de teatros de verano con gringos de Disney, MTV, Violetta y Selena Gomez, pero no de corazones latiendo fuerte con el sahumerio de unos chorizos a la plancha, ni de la emoción de una pelota que se despega de las manos del ídolo, con la certeza del triunfo. Creo que es de eso de lo que hablaba Tabárez en Johanesburgo el día antes del partido con Ghana, cuando en referencia a la cultura deportiva de los orientales dijo: “La cultura se transmite de generación en generación. El juguete más importante en las fiestas es una pelota, y en las épocas en las que eran caras había siempre una de trapo”.

Decodificar lo que significa, para una abierta e inclusiva comunidad que trasciende lo deportivo, estar ahí, sentir, creer y empujar implica tener esa iniciación en la cultura de una de las manifestaciones más destacadas de nuestra sociedad.

Ahí estaban la ilusión, los sueños, la camiseta y los jugadores. Ahí estaba Milena, sin saber que esos jugadores y esa camiseta que hasta hace poco desconocía tatuarían de forma indeleble la forma en que se siente el deporte en el país en el que se está criando, que, como se sabe, es la patria de la infancia, la que vale para siempre.

Ahí están Leandro y algunos más. Ahí laten otros 4.000 corazones que saben quiénes son los otros que acompañan a Leandro, a pesar de que algunos de ellos son vecinos, primos de otros cuadros que se pusieron la rojiverde. Ellos no son de Aguada, pero con su juego y presencia parecen enseñar y sostener a los futuros dueños de esas camisetas la retaguardia urgente de los que tienen tatuados el torso con esos colores. Ellos despertaron a ese gigante dormido, ellos nos metieron ese jeringazo de adrenalina en el corazón a los habitantes de la tribuna, acostumbrados a los tenues vaivenes de la ilusión de volver a pelear por los sueños perdidos.

El sueño está, ya fue. El sueño es hoy.

El sueño es poder sentir, vibrar, creer, estirar el umbral de la fe y de la esperanza.

Muchos no lo saben, pero Aguada ya ganó, el básquetbol ya ganó, y por los siglos de los siglos el deporte será en Uruguay la bandera de la convicción, el esfuerzo y la esperanza. Aunque la luchemos podemos perder, pero si no la luchamos estamos perdidos. Creo mucho más en la fe y en la acción de los deportistas uruguayos que en cualquier deidad establecida.

Milena ya lo sabe. Un día lo contará igual que yo.