232 grados Celsius equivalen a 451 grados Fahrenheit. A esa temperatura el papel se prende fuego. En San José, con altísima temperatura, Danubio derrotó a la IASA 1-0 cuando faltaba poco para el final del partido y, aprovechándose de los resultados de Nacional y River Plate, se quedó con el campeonato. Otro 15 de diciembre para la historia.
Él lo decía. Leo Ramos, el hijo del taxista que cuando era un gurí fue campeón con Progreso en 1989, había dicho dos, tres, cinco veces que su equipo, Danubio, iba a ser el campeón. Lo dijo cuando quedaron en el liderazgo. Lo dijo cuando lo perdieron, aclarando que ya no dependía de ellos. Lo dijo antes de la última fecha, cuando el establishment ya había descartado al equipo de la Curva de Maroñas. Lo dijo y ayer lo gritó: “Danubio campeón”.
El partido estaba pesado, nervioso, majadero. Pesado, 1.000 grados. Se aproximaba a los 451 grados Fahrenheit que, como enseñó Ray Bradbury, es la temperatura a la que se queman los papeles.
Era la cuarta o quinta vez que Pablo Lima se paraba con su zurda frente a la pelota. El Perro Irazún armaba la barrera. El Bola amartillaba la zurda. La imagen ya se había repetido y siempre el golero floridense había vencido en el duelo ante el lateral zurdo de La Teja, que se crió futbolísticamente en Jardines del Hipódromo.
Triste destino, el de los deportistas que deben desarrollar su tarea en medio de un universo regenteado de hecho por cuatro o cinco emisores principales que hacen de sus discutibles opiniones la verdad revelada e indiscutida. Con pobres y opacos guiones seducen y envilecen el ambiente, a sus protagonistas y a nosotros, la comparsa que acompaña escuchando, leyendo y yendo a la cancha, haciéndonos sentir seguidores diarios de aquello que ya está marcado.
En esta historia de deterministas futboleros las cosas son así y no hay chances, pero los tercos negadores de esa filosofía barata llenan los ómnibus y hasta los camiones, para seguir al cuadro, para seguir el sueño y la esperanza. Algunos muchachos, otros hombres grandes y hasta añosos para el fútbol de elite han sido condenados a entrenar y trabajar en doble o triple horario, a quedarse sin vacaciones, a hacer viajes largos y cansadores para saber que no podrán, que el campeonato será para otros, para los que venden, para los que tienen el gran público. A los que el vampiro del utilitarismo les chupó hasta la última gota de ilusión por la gloria, de sueños de superación, de sudor segregado por el esfuerzo, les parecía desde hace días, según sus oráculos de bocabiertas, que esto estaba liquidado para Danubio.
Faltaban 6 minutos en el Casto Martínez Laguarda de San José. Leo Ramos ya había agotado los cambios de su equipo, dando ingreso a más chiquilines: estaban en la cancha el goleador salteño Horacio Sequeira, el zurdito de Huracán Villegas Marcelo Tabárez y Matías de los Santos. Una y 1.000 veces habían repetido que Danubio estaba a sólo un gol del título, y ahora empezaba a tener importancia lo que pasaba en el escenario josefino.
Lima le dio la espalda al centro de la ciudad de San José y acomodó la bola. Amartilló la zurda y se impulsó con cuatro o cinco pasos de derecha a izquierda, para aprovechar al máximo las leyes no escritas de la física aplicadas al golpe de pelota para que salga un gol de campeonato. Los relatores lo presagiaron. La capellada de su botín izquierdo impactó con justeza y con justicia en la globa. ¡Pac! La vieja onomatopeya disparó los sueños de los forasteros pobladores del cemento, que ahorcaban los alambrados con sus manos encallecidas de tardes sin triunfos, y la pelota tomó la velocidad de la utopía para terminar besando las redes, a espaldas del golero de Sud América, que esta vez, a diferencia de su antagonista, no pudo estar en el lugar adecuado en el momento adecuado para torcer el destino de gol.
Sólo faltaban 6 minutos y a todos, menos a los danubianos, se les empezaban a quemar los papeles. Victoria, en busca de otra victoria, un día después de hacer Montevideo-Valizas, remontó su camino por unas horas hasta San José escribiendo: “Sé que es difícil entenderlo, pero esta pasión es más fuerte. Volví de Valizas a este calor insoportable sólo por vos, Danubio”. Estaba ahí, alzó sus brazos, bajó los cinco o seis escalones de la tribuna y gritó, lloró y sonrió. Faltaban 10 minutos para que en los papeles Danubio fuera campeón, pero en su vida ya lo era. Lo demás, en este caso, es relleno de tácticas, razones técnicas, aciertos, fallos, goles hechos y penales errados, que no contarán a la hora de recordar aquella tarde en que Danubio fue campeón en San José.