Divagues de un hincha de Aguada que intuye lo que no sabe. Vuela hacia arriba la moneda.

Es tarde en la noche del domingo 5 de mayo. Cumplo con la voluntad de Rómulo Martínez Chenlo, que decidió cambiar mi condición de aguatero por la de ratón de laboratorio. Antojo que me impone el difícil ejercicio de escribir por si Aguada gana la Liga, pero antes de la finalísima del lunes. Ésa que, cuando usted esté leyendo esta nota, ya habrá pasado. Algo así como escribir por las dudas o como tirar al aro con los ojos vendados. Pero sin el pulso de Leandro.

No es momento para ser optimista. Acabo de enterarme de la sanción a Jeremis Smith. Recuerde que estas líneas son hijas del alargue del domingo, momento en el que se conoció el fallo. Recién lo leí en Urubasket y, por más que la ausencia del cabeceador pivot pagaba dos pesos, confieso que un chucho me robó una fracción de segundo. Tengo que hacer como Aguada: sacar fuerzas de flaquezas. Porque esta nota sólo será leída si el equipo da la vuelta. Es decir que, si en este momento usted me está leyendo, es porque el cuadro ganó la final con un solo yanqui. Me imagino las originales tapas de la competencia: “A lo Aguada”. Es que la historia del club tiene mucho de eso pero, también, mucho de lo otro.

Soy de la generación que hasta este lunes nunca lo había visto salir campeón de Primera División. Ni de un Federal, ni de una Liga. En la época de la vuelta olímpica del 76, ésa que ahora pasó a ser la penúltima, quien suscribe no era ni un plan a largo plazo. Soy un hincha made in los 90. Me flechó un triple de Gabi Barrios en una de las finales contra Cordón del 93, que miré con mis abuelos sin tener equipo. El final hollywoodense del tipo embocando sobre la chicharra y forzando un alargue que después perderíamos fue magia para un niño de diez años. Eran tiempos en los que Aguada enterraba los descensos ochentosos y se ganaba la pantalla reservada para otros a fuerza de campañas que superaban expectativas. De ésas que el cronista deportivo de mostrador valora al revés: fea y uruguaya costumbre la de hacer tabla rasa con los derrotados, de juzgarlos sin detenerse en su potencial, sin medir racionalmente si estaban o no para ser campeones, de recordarlos por lo que les faltó, más que por lo que recorrieron. ¿Me van a decir que el equipo de Ramiro De León del 93 era más que el Cordón del Fonsi Núñez? ¿Que el que fue por la revancha en el 94 podía con el Hebraica de un Capalbo que jugaba al básquetbol una década adelantado? ¿Que el que forzó la finalísima contra Welcome en el 99 tenía más kilos que Owens y que Magurno? Puedo entender que el del 96, el último equipo en la historia que integró Tato López, merecía hacerle más fuerza a Cordón. O que el de 2005, el último finalista hasta el de este año, podía aspirar a algo más que un 0-3 con Trouville. Pero tampoco da para el escándalo.

Especialistas en quedarnos en la orilla, los hinchas más jóvenes de Aguada aprendimos que era una vuelta por vérsela dar a otros. Quizá por eso, lo del lunes en el Palacio fue una especie de remolino humano que tomó la cancha por asalto. Inevitable tras 37 años de masiva abstinencia. Es que lo de Aguada es para tesis de estudiante de sociología: es el equipo de un barrio vaciado por el crecimiento desordenado de la ciudad y cada vez parece convocar a más gente. Jóvenes y viejos que llegan de los más diversos lugares, compañeros de ómnibus tardíos en noches frías, acostumbrados a la amargura de volver a casa un miércoles de setiembre después de perder por un doble en la cancha de Sayago, masticando el nombre del juez que no cobró el caminar del Bolita Silvarrey. Esos tipos, por fin, anoche pagaron el boleto de vuelta con una sonrisa.

Algunos viven el momento desde la irracionalidad más pura. Otros, no tanto. Es que, si la vitalidad de una hinchada capaz de romper con el gris de Amézaga, Rondeau o Lima da para un estudio sociológico, casi cuatro décadas de privaciones no pueden menos que disparar una pregunta: ¿Cómo semejante base social pudo desaprovecharse durante tanto tiempo? Esta coyuntura parece ideal para plantearse el salto, para ir por el crecimiento que garantice muchas más noches de ronqueras entre La Pitada y el himno. Mientras lo pienso, aterrizo en el domingo y me auto cuestiono: no sé si el equipo salió campeón y ya estoy exigiendo más. Vicio de nuevo rico. También, de confianza en la cabeza de Espíndola, la experiencia del grupo y la muñeca de Leandro. Ése que nos tiene con el pecho hinchado desde que arregló contrato, pero al que casi nunca le dedicamos un cántico. Somos una raza rara. Le macheteamos los elogios pero, en el fondo, rezamos porque haya sido el encargado de tirar esa moneda que está al caer. Que ya cayó. Lo del título.