La golosa industria del entretenimiento ha hecho del fútbol un deporte de vidriera. Perniciosa, va convirtiendo inescrupulosamente las diversas áreas del deporte y la cultura en actividades al servicio del dinero, haciendo confundir la práctica por placer con el juego por billetes. Desvirtuando, aleja cada día un poco más a la parte humana del rumbo. Si es para bien o para mal, no sé. Pero que se aleja es evidente, aunque el inmenso televisor de 98 pulgadas sugiera otra cosa.
El profesionalismo también va en ese tren. Aquel que habla del margen de error, de reducir los efectos colaterales, de programas computarizados que lo dicen todo, que lo ven todo, que mecanizan todo. Pedalean, patean, tiran al aro, nadan, y sortean controles antidopaje. Dirán que se juega por millones de monedas como argumento infranqueable a la hora del debate.
Si es para bien o para mal, no sé. Que se aleja de la realidad, se aleja. La literatura, por suerte, el periodismo, también, siempre han revalorizado las causas perdidas. El lado más humano. En el caso puntual del fútbol, sin ir tan lejos, encontramos muchos escritores que le han dedicado tiempo y cabeza a pintar la esencia del deporte. Así, por ejemplo, recuerdo las grandes, enormes ganas que tenía de hacerme a toda costa con un ejemplar de El fútbol a sol y sombra. De haberme deleitado con Fontanarrosa y sus innumerables cuentos. Sacheri, en el mismo sentido, sabe y sabe, y nos dejó una sonrisa exactamente así El Gordo Soriano, capaz de los cuentos más maravillosos. Los relatos del mexicano Juan Villoro, en los que también le dedicó letras a Onetti, vendedor de entradas. Y muchas más, infinitas. Por suerte. De las historias personales, del estadio por primera vez, de aquel campeonato que ganamos, el que se nos escapó en la hora, el maldito descenso. De romper el auto en la ruta, entre Palmar y Trinidad, viajando a la revancha, gritando cada gol cantado por la radio. Ninguno de esos carolinos que estuvieron ayer en la cancha, por más o menos comprometidos que estuviesen con esos colores albirrojos que hoy están en lo más alto de las emociones, podrá nunca olvidar este domingo, aquel domingo en el que, pegaditos al alambrado, o en la zorra del camión del Pocho, o de la mano de Leti o de Juan, sintieron eso que te atraviesa el alma y deja una marca indeleble y para siempre. Puede que dentro de un mes no sepas quiénes jugaban en la zaga o quién era el rival, puede que dentro de unos años no te acuerdes de cómo era el short del San Carlos de aquel día, pero nunca olvidarás la sensación de estremecimiento del alambrado y de tu corazón cuando la globa atravesó la línea, cuando se la tocó por arriba, cuando el golero quedó gateando. La orejona reluciente, la vuelta, el abrazo con ese tipo que bajo ninguna otra circunstancia siquiera lo hubieses saludado, y el llanto sí , porque hoy, mañana o dentro de muchos años, todos habremos llorado en esa tarde en que San Carlos fue campeón.
Historias hay y muchas. En algún lado el proceso de comunicación falla, adrede, por desatención o por comodidad, para que muchas no vean la luz. Basta ponerse las manos sobre los ojos a modo de visera desde lo más alto del Cerro de Montevideo, para divisar los infinitos estadios del interior del país que palpitan por palpitar. Hay plata, sí, no soy un lírico. Digo que no importan las cámaras. El fútbol está cimentado en cosas comunes, simples, cotidianas. Atrás de cada crack siempre habrá una rabona a la escuela para jugar un partidito; y atrás de cada uno de los que nunca llegaremos hay mil ilusiones que nos dieron vida. El profesionalismo fuerte y compulsivo se disipa como el humo cada vez que un campeón levanta, mira, besa la copa. Es una comunión que se da cada domingo, el único día libre de trabajo que tienen esos 11 jugadores.