Apenas nacida, tu sonrisa lo iluminaba todo. Tenías los cachetes inflados, un poco de pelo, y dos bolones color miel como ojos. Apenas abiertos, apreciabas todo. Eras la más esperada de la familia. Todos querían una niña y llegaste vos, dulce. Al tiempo dabas los primeros pasos, siempre por el orillo de las cosas, agarrándote de todo mientras tambaleabas. Luego se escucharon tus primeras palabras a medio hablar, con señas y morisquetas de resignación cuando nadie entendía nada. Muñecas, cisnes, calesitas, y hadas con arcoíris. Tu viejo no olvidará jamás aquel primer día cuando tu mamá, cansada, te cedió en brazos para que te alzara. Nunca se olvida la primera vez.

Cómo se divertían todos cuando jugabas a ser modelo imaginando pasarelas entre sillones, o dando la vuelta a la mesa del comedor. La ingenuidad de niña dirigía tu mundo mientras el resto te cuidaba. Al tiempo la túnica blanca, la moña bien planchada, y los deberes antes de jugar. Esperando los fines de semana, ansiosa, para que tu papá te invitara a ir al fútbol. De ahí que te gusta mucho, que se te pegaron esos colores tan hondos. Aún hoy lo acompañás cuando la vida lo permite, claro. De grande no es tan fácil conjugar los verbos y los tiempos. Igual la cancha siempre la tenés presente, al tiempo que te sigue incomodando el alambrado del tejido y las tribunas de cemento duro y frío.

“Todo cambia y todo cambia” cantaste un día, aquélla de Man Ray, siendo adolescente. Caían los primeros piropos, la pasarela ya no era la misma ingenua de la niñez. Te iban incomodando ciertas cosas al tiempo que un apasionamiento en las ideas invadían tus días. Eran intensos aquellos años juveniles, entre latidos del corazón, cintura y noche. Te invitaron a salir, te regalaron flores, bombones. También te llevaron a la cancha de cuadro en cuadro. Qué loco, lo que hacen el amor y el fútbol. Tu recuerdo atesora en lo más íntimo aquella noche rodando por los pastos, soñando y jurando amor eterno, volando y despertando con una tibia confesión de primavera. “Abrazame fuerte”, le dijiste un día, sin saber que era el último de los últimos. Son fuertes las penas, no existe el olvido. Nunca enterrarás aquella noche, ni siquiera luego de haber destrozado en 1.000 pedazos la carta imberbe con que lo explicaba todo. “Quédate un poco…”

Hoy contemplás el trinar de los pájaros en tu cotidiana vida del interior. Te encanta el pueblo, su gente, sus gestos, sus plazas, las viejas calles empedradas, las noches con guitarra. La música te explica la vida. Dejás que así sea porque así te gusta. El contacto con la madera y las cuerdas alivian tus pesares. Te conectan a la luz de la noche y el sonido de las estrellas. Qué letras raras cantás, siempre dejando para el final aquella que tanto te gusta. Esa especie de poema a dos voces en el que recitás pidiendo amor, esperando que la otra voz te conteste “sí, yo tengo para vos”.

Acabás de entrar a la cancha por la tribuna principal, con tu sombrero de copa. Viniste a ver fútbol pero no será un partido más; es la final. Hay algo, ahí, en el destino caprichoso que te está esperando. Una especie de trampa. Ni siquiera lo sospechás, o tal vez sí, pero se acabará la ausencia, la espera, el frío, la soledad. Uno de los dos va a llegar a vos. El que habla de tú, o el engominado. Ambos se dieron cuenta de que estás ahí y harán todo lo posible para conquistarte. El sentimiento de querer tenerte no los dejó dormir. Sin embargo, se levantaron con las esperanzas de que sí; de salir campeón. La magia será develarlo.