Entrando a la cancha ninguno de los dos se percató. La apertura del partido requería formar ambos planteles a cada lado de los árbitros, esa ceremonia que tanto gusta a la FIFA. Concentrados, se movían buscando ejercitar las piernas frías en la soleada tarde de invierno. Sonaba la música del fair play, aunque era imposible garantizarlo. Íntimamente nadie podía asegurar ni comprometerse a nada que no fuera jugar de dientes apretados; así se juega una final de finales en el fútbol del interior. A ver si te vas a dar el lujo de jugar livianito una instancia así, en la que se te va la vida por demostrarle al mundo que sos el mejor.

Pelota al medio, ahí están los dos. Una vez más son ellos, concentrados en blanco pensamiento antes del pitido inicial. Ya no recuerdan el insomnio de ayer. No es fácil dormir la noche anterior a una final aunque del cuello cuelguen varias medallas. Hay sangre que corre, hay adrenalina que conmueve. En una batalla sin fin sobre la oscuridad se debaten la expectativa y el sueño. Tan necesario tiempo de descanso previo, tan ineludible es imaginarse el partido de mañana. Quieto, mirando la oscuridad del techo en negro, apenas viendo un resplandor que se cuela por la hendija de la ventana, totalmente en inmóvil silencio. Con las agujas del reloj quietas, apenas traqueteando, el partido se dibuja. Se imagina con la pelota y su tratamiento, escuchando las órdenes del capitán, buscando el eterno pase al vacío que deje de cara al gol al puntero izquierdo; fijando los ojos en la cara del 10 rival, midiéndole los pasos, estudiando las descoordinaciones de los defensores. De repente el sueño, la almohada que acompaña, son las 8.00, hay que ir al club.

Pitará el juez y no hay mañana. Es hoy, y todos lo saben. Así como aquel perro que marca absolutamente todos los árboles por donde pasa, señal de categórico macho alfa, la intención primera será copar la mitad de la cancha. Ganar el sitio por donde el balón debe transcurrir casi que obligatoriamente, a menos que se intente bombearlo de lado a lado, es siempre relevante. Es una final, nunca sabremos cómo será. Por eso la osadía es ocupar el tráfico de la dueña del fútbol: la pelota. Ésa que no se mancha aunque la cancha sea un lodazal intransitable. El hombre de negro -ahora turquesa- hace seña a sus asistentes levantando el pulgar en gesto de aprobación. Mira al cuarto árbitro, luego al suelo, se persigna y le encarga al cielo un partido donde pase desapercibido. Es la hora.

El momento es sublime. Las hinchadas, que hasta el momento estallaban de algarabía entre cánticos, fuegos artificiales prohibidos y alguna petaca pasada de queruza, se adhieren al silencio solemne que traduce el instante previo al inicio de la función. Enmudecen porque el nudo en la garganta lo puede todo. No respiran, mientras los latidos del corazón parecen horas. Miran de reojo buscando cómplices, cruzan los dedos para que no se escape. Cuestiones del fútbol, mi amigo. Que sólo serán exhaladas cuando suene el bendito silbato y la guinda ruede.

De repente la ven ahí. Dos hombres recios dispuestos a ganarlo todo la ven ahí. Ella está al pie de la tribuna, resplandeciente. Luce hermosa con su mejor vestido brillante. Hace un tiempo nadie la imaginaba ahí. Qué ilusos fueron todos. Ninguno lo desconfió pero hoy es su tarde. La de ella y la de ellos. La del galanteo disimulado entre miles de personas y un manto verde como escenario. La táctica y la estrategia será todo. El arte de la seducción para ganarla. Así como aquel pájaro jardinero que seduce a la hembra con ritos luego del vuelo, preparando la choza y adornándola cuidadosamente para el pasaje de ella. O de la forma más humana, abandonando esa hombría machista de futbolista orgulloso de sí con tal de demostrarle que su deseo de tenerla está encima de todo. La hombría será en el tranque de la pelota dividida, en el cuerpo a cuerpo previo al córner, o para proteger al habilidoso mediapunta golpeado. En la cancha eso, para ella esta flor.

Apenas restan milésimas para que el partido termine. Habrá un ganador, quedará un perdedor. Duro pero real, es fútbol. Para alguien será el abrazo interminable, el beso del romance; para otro será arena entre los dedos, esa sensación mágica de tenerla ahí, suave, para que se escape tímidamente. No te vayas cabizbajo, tu hidalguía valió la pena. Para toda muerte en domingo siempre queda la esperanza del próximo lunes. Te quería. Erguido y con hondas lágrimas de felicidad va el capitán a buscarla, radiante victoria en forma de copa. Dirán que será cuestión de un año, qué saben ellos. El afortunado la levanta, le brinda el sol como comunión, para decirle, a modo de idilio para toda la vida: te quiero.