No podían ser más de las cuatro y pico de la tarde. El sol aún calentaba la tarde, apenas un poco distinta del mismo día de 1811, cuando Artigas generó el primer movimiento táctico colectivo que se conociera por estos lares, pero el Campeones Olímpicos estaba frío. Yo tenía frío, y se me estrujaba el corazón ante la posibilidad manifiesta de que mi ilusión, la de miles de tipos que habían esperado por ese momento, quedara una vez más por el camino. Estaba trabajando en la inmediatez del relato radial, queriendo ser épico y no trágico, en la racionalización técnica de lo observado, para aplicarlo en esta misma crónica. Aun así, sentía que mi pecho se apretaba y que no soportaría un empate o una derrota, aunque el deber ser se debería encargar de limpiar la escena del crimen y salir como un duque con una crónica impoluta y ecuánime.

Eduardo Sacheri, en el guion de la película El secreto de sus ojos, le hace decir a Sandoval, el personaje interpretado por Guillermo Francella: “El tipo puede cambiar de todo. De cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de dios. Pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín. No puede cambiar de pasión”. Están hablando de fútbol, y de la pasión por un club que en aquel caso era Racing de Avellaneda, y en éste, en aquéllos y no en mí, es de Wanderers.

Porque yo, y capaz que a varios de ustedes les pasa, voy y disfruto de un partido de fútbol y, de acuerdo a la circunstancias, coyuntura o emociones, voy queriendo que pase esto o lo otro, que gane éste, que gane el otro, pero ahora me gustaría que fuese al revés, o ... y ahí, en esa vuelta, me creí que era por eso que yo quería que Wanderers fuera otra vez campeón, como en aquellos tiempos pretéritos del que ya no quedan hinchas, pero sí sus hijos, nietos, sobrinos, bisnietos y como quieran que sea la parentela.

En esta historia mínima de Wanderers, poco van a importar un par de historias mínimas mías anotadas con un lápiz Faber número 2 en papel de estraza, pero yo creí que estaba hinchando por Wanderers, por su juego, su técnico -largamente vilipendiado, aunque ahora se olviden de eso y le pongan alfombra roja- o hasta por su juego. Yo creí que hinchaba por Wanderers por el arriba nervioso y el abajo que se mueve. Creía que quería que fuese campeón en mi tierra el equipo de Alfredo Arias por la justicia poética de que el campeón sea el que juega mejor, y por el aforismo de que jugando mejor se puede ganar más. Pero la mente es retorcida, lleva y trae y hace aparecer juguetes perdidos en las mañanas del tiempo, y cuando estaba por anotar que yo conocí en vivo y en directo al Guánders una tarde de sábado de 1972, en la que mi padre me llevó al Viera cuando Wanderers se había mudado a Las Piedras y lideraba la B, con el Loco Ortíz en el arco (pelo largo rubio oxigenado y bermudas de vaquero recortado), se me vino a la cabeza que yo ya había tenido un vínculo afectivo previo con ese club, porque ahí había jugado el mejor futbolista que ha pisado los campos de Florida, el Pato Jorge Omar Ferreri, que cuando yo todavía no sabía leer ni escribir llegó con Wanderers a la selección uruguaya. ¿Sería que había conocido a Wanderers con una figurita de esas pintadas y que se pegaban con engrudo?

En la salvada en la línea de Martín Rivas, en la enésima palomita de Cristóforo, fue cuando definitivamente quedé congelado y sin diván, y en el viejo cemento donde ocurrió mi rito iniciático a la pasión por el deporte, me di cuenta de que mi abuelo, el juez de Paz de Isla Mala, Juan Francisco Martínez, era de Wanderers. Tal vez de ahí, sin saberlo, habría surgido esa catarata emocional que sentí en el partido en que Wanderers fue campeón. Sólo tal vez. Porque también es verosímil que miles de individuos pasemos nervios, nos emocionemos y queramos que se corone como el mejor el equipo que mejor trabajó, el que mejor jugó, el que mejor hizo las cosas desde abajo, el que encontró a un entrenador con un temple y una altura tal que, a pesar de los cuestionamientos necios, carentes de sentido y de neófitos que tuvo que soportar, se mantuvo incólume en su forja, sin salidas de tono, exabruptos ni persecutas; porque nos gusta descubrir que se puede; porque nos conmueve que un tipo se baje del quirófano para jugar; porque emociona que un jugador, Maxi Olivera, que hizo de Tito Borjas, el crack que murió viendo a su Wanderers en el último título que había obtenido, en 1931, sea justamente -jugarreta del guionista de Dios- el que hizo el gol del campeonato. Tuya, Héctor.