Siempre está bueno poder ver a Uruguay, sea la selección que sea, del deporte que sea y en cualquier torneo. La celeste tira, y eso no es novedad. La última vez que me había tocado ver a Uruguay en un torneo de esta categoría fue allá por 2003, cuando la cosa no andaba tan bien, pero uno por inercia va y pela las chauchas igual. Y en estos días en que el Sudamericano sub 20 volvió a nuestro país, el bichito de poder mandarse, en este caso hasta Maldonado, volvió a picar. Y así fue. Y Uruguay ganó las dos veces; una de manera agónica y la otra siendo totalmente superior, pero lo más lindo e importante es el idilio de los hinchas con las selecciones nacionales. No es de ahora, siempre fue similar, pero se reforzó desde la llegada de Óscar Washington Tabárez en 2006. Y el Maestro, con la sabiduría de un docente, eligió a Fabián Coito para que ocupara el banco de suplentes de los menores de 20 años, y como si esa continuidad de trabajo fuera mágica y casi mimética, el entrenador de estos chiquilines pareciera ponerse el traje de maestro para hablar, hacer docencia y ejecutar sobre la marcha, sin prisa pero sin pausa. Con el respaldo de una maquinaria de fondo que con el tiempo es cada vez más valiosa y no es ni más ni menos que la palabra “trabajo”.

El marco en el campus de Maldonado estaba tremendo, la gente goza con estos torneos y está bien que así sea. Los buenos desempeños motivan, la cercanía y el verse reflejado en esos chiquilines emociona. Y ellos lo sienten con la llegada de sus amigos y familiares desde todos los pueblos del país. El viaje, precioso. La experiencia de tener cerca a los ídolos de muchos, buenísima. Y las sensaciones son miles. Ponerse esa camiseta es ser campeón sin vuelta olímpica. Y ellos lo saben.