A esos amigos que ya no quieren

uñas metálicas

En el principio fue bilis. Eso decían: la bilis negra alojada en el bazo y que se expandía por todo el cuerpo e iba tomando el humor del desgraciado hasta convertirlo en un trapito enfermo que no paraba de chorrear sangre y lágrimas, lamento, ira, llaga, herida primigenia de niño herido, dolor ante sí y frente al mundo; ese bichito rabioso de uñas metálicas que lacera el estómago y se mueve con la gracia de un bailarín ruso por todo el adentro, bailando con maldad todas las sonatas de Bach en un loop permanente, y rompiendo, rompiendo y rompiendo tejidos y ganas, atisbos de vida; siniestro bichito que se come los dientes del melancólico o los derriba a uñazo limpio para que le dé vergüenza reír, y de tanto nadar en la sangre va pudriendo de a poco todo el sistema sensorial, modificando el rictus, te va echando en la cama o dejando rengo, discapacitado emocional, odiante del mundo, solo de vos.

Melancolía, tristeza en estado pétreo, la angustia de Roland Barthes referida al sujeto amoroso pero extrapolable al apoderado por el bicho cuando habla de la angustia: “El psicótico vive en el temor del desmoronamiento [...] Pero el temor clínico al desmoronamiento es el temor a un desmoronamiento que ya ha sido experimentado [...] y hay momentos en que un paciente tiene necesidad de que se le diga que el desmoronamiento cuyo temor mina su vida ha ocurrido ya”.

Es extraño que un propio psicótico (en ese sentido), o un desmoronado, o un tipo atrapado por la bilis negra de la melancolía diga basta, al menos en una prosa, pero es que por hoy basta.

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Miro alrededor y los veo, y recuerdo y paso raya y los veo, y con ellos, yo. Ellos, algunos de mis amigos, desconocidos varios, el espíritu de una época o el supuesto ADN de este país que crea bichitos de uñas metálicas por ósmosis, repetición del discurso o transferencia del viento.

Ni se le ocurra pensar que estoy hablando de olvidarlo todo o que propongo la ilusión de una permanente algarabía. Es caro en este país contrarrestar el bazo podrido (y las penas ahogadas en vasos), cuando la nostalgia, esa prima chica de la melancolía, es patrimonio individual y colectivo, motivo de orgullo, asunción cultural.

Yo creo que esa enfermedad social está sustentada en una contradicción. Aquello que sugería Ernesto Sábato en un capítulo de Sobre héroes y tumbas: el derrotado, o el gran desilusionado, es porque antes fue víctima de un Gran Sueño. Como aquel niño herido que jamás pudo recuperarse del abrupto movimiento corporal y psíquico hacia el mundo de los grandes: la imperfección absoluta. Ésa es mi analogía social: este país no ha salido de su infancia rota, y su bilis se expande porque aún pretende la concreción ideal de sus grandes sueños. Así, sigue enfermando.

Pero volvamos a los nostálgicos o los cultivadores, a su pesar, del spleen, que no es propiedad de Uruguay ni de esta época. Uno investiga un poquito nomás y se da de bruces con Charles Baudelaire, Arthur Schopenhauer, Edgar Allan Poe, Walter Benjamin. Hago una listita para refrendarnos chicos y no arrogarnos un arte, un pensamiento o un modo de vida que viene de lejos. Porque es cierto: la melancolía también está muy cerca de la belleza y la inteligencia. Todo un sentimiento romántico y genuino: el que sufre por sí y por el mundo ha capturado o visto algo, no es un idiota, leyó con agudeza todos los síntomas que alimentan al bicho. Pero basta, porque se trataba de combatir la tristeza mientras busco como un loco (cambio de patología) una fisura, una grieta por donde colar algo de mi alegría perdida en este nimio pasaje por la Tierra y más allá de hambres, guerras.

Quisiera, como lo hizo Pier Paolo Pasolini, y con las distancias obvias de talento, abjurar de todo lo que he dicho, sostenido, de esos textos que promulgaron una tristeza inconmensurable y sin salida para mí y para el mundo. Él lo hizo porque creía que su obra iba a modificar las estructuras burguesas y comprobó que esencialmente los burgueses se habían apoderado de su obra.

Pero no me apure, no nos apuremos, que ahora viene el trabajo más duro: encontrar la fisura sin rompernos más, recurrir a lo que tengamos a mano. Ese afectarse distinto.

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Muchos son los filósofos contemporáneos que están escribiendo sobre la amistad y su poder, su potencial. Gilles Deleuze, tomando a Baruch Spinoza, lo dijo hace años en la letra J de su abecedario audiovisual, que justamente no refiere a “jodido” sino a “alegría” (joie, en francés). Allí es tan claro y simple que sólo deja una sensación de alivio, como si al bichito se le hubiesen caído un par de uñas. Citando a Spinoza, propone la alegría como un modelo de resistencia y de vida.

¿Qué es la alegría? Todo aquello que consiste en colmar una potencia, dice Deleuze. Y pone un ejemplo mínimo, casi desechable para los grandes emprendedores: “Conquisto un poco de color, entro un poco en el color”. Y festeja esa conquista. Por el contrario, “la tristeza se da cuando estoy separado de una potencia de la que, con razón o sin ella, me creía capaz”.

Pero esas anotaciones que los buscadores de universales estructuras podrían tildar de tontuelas, ineficaces para el mundo o hasta hedonistas cobran sustancia y ontología espiritual, poética y política con la siguiente anotación: “No hay potencia mala; lo que es malo, habría que decir, es el grado más bajo de la potencia, y el grado más bajo de la potencia es el Poder”.

¿Y qué es la maldad?, se pregunta: “Impedir que alguien haga lo que puede [...] El poder siempre separa a la gente que está sometida, de aquello que pueden hacer”.

Toda una invitación a indagar en nuestras potencias, y a efectuarlas. Sobre todo las nimias, las del color preferido (yo en algún momento conquisté el ocre).

No es abjurar de un decir crítico frente al mundo ni volvernos reproductores de felicidades aromatizadoras que nos tiran a baldazos. Es encontrar la fisura, otra forma de estar.

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Ayer tuve un sueño que contenía dos escenas. En una, era el protagonista de una película sabiendo que la película era la propia vida. Me perseguían unos sicarios que yo sabía que también eran ficticios, y que me darían vida o muerte. La película fue resuelta con más ficción: en un gran estadio que se convertía en conductos de agua, como río escenográfico, deambulaba en una barca a toda velocidad gritando “¡cine, cine, cine!”. El estadio entero, lleno de gente, gritaba: “¡Cine, cine, cine!”.

Estoy a salvo, concluía. Rato después o antes, un clásico: se me caían todos los dientes y al principio moría de vergüenza, angustia y rabia, pero luego reía como los que de verdad no los tienen. No eran ellos, mi mirada sobre ellos, era yo y la posibilidad de reír con la boca vacía.

Antes de esos sueños había hablado con algunos amigos, todos conocedores del spleen propio y montevideano. Todos, oh casualidad cósmica o vincular, queriendo huir de ese estado de bilis desbocada, de agobio del alma. Un amigo pasó a visitarme y entre ambos licuamos un poco al bicho cuando cada uno escupió sobre la mesa tres uñas metálicas de diferente tamaño y color.

Con otra amiga nos juntamos una hora, nos dimos el permiso, y me regaló un libro con una dedicatoria que cita a Jack Kerouac: “Porque la única gente que me interesa [...] es la que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse [...] la gente que nunca bosteza [...] sino que arde como hermosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas y entonces se ve estallar una luz azul y todo el mundo suelta un ¡Ahhh!”.

Entonces miré una película o la soñé, y yo era el protagonista, un amigo me habló de curarse con otro amigo, una amiga me trajo una luz azul y otra dio mil pistas con una cita: “Una filosofía para la vida, como la de Epicuro, necesariamente surge en un momento de crisis y desesperanza, y necesariamente se convierte en arma de combate y en cincel para tallar nuestra propia existencia, para convertir nuestra vida en una obra de arte”.

Entre ayer y hoy tuve esos encuentros afectivos, escribí este texto, el melanco me permitió reír sin dientes. Siento que el bicho se aquietó, y eso me dio alegría. Si no la vomita, quizá se esté recortando otra uña.