Es fácil demostrar que la ausencia de langostas es la causa de la inseguridad, ese flagelo que nos azota. En efecto, ya el mismísimo Segismundo Freud afirmaba que era común que las personas más tranquilas, e incluso las que mejor trataban a los animales, hubieran sido, en su infancia, unos sádicos torturadores de bichos. Se ve que a la agresividad, si se la agarra de chiquita, se la puede canalizar por ahí. No digo que esté bien, ojo. Después de todo, ¿qué culpa puede tener una cucaracha de nuestros trastornos evolutivos estructurales? Pero parece una afirmación razonable. Yo me acuerdo de que, de chico, en el barrio (y supongo que más allá de sus límites) había, todos los años, una invasión de langostas. Eran marrones y no muy grandes. Y la horda de babuinos que poblaba la Unión por aquel entonces salía (salíamos) a cazarlas para hacer experimentos. Tales experimentos consistían, por lo general, en arrancarles las patas y ver qué hacían. No podían hacer mucho, pero la maniobra se repetía, tal vez para descubrir si podía haber una langosta diferente, vaya uno a saber con qué capacidades mentales extraordinarias, o superpoderes. Después me mudé y cuando volví al barrio noté, entre muchos cambios, que ya no había langostas. A su vez, las personas mayores que seguían viviendo por aquí me comentaban que el ambiente estaba bastante espeso. Claro -pensé-: ante la ausencia de langostas, no hay modo de que la gente descargue a una edad apropiada su ferocidad innata, y es natural que al llegar al estadio de adulto compre armas para protegerse (deseando tal vez que la vida le proporcione una ocasión para hacerlo), vaya diciendo por ahí que habría que matarlos a todos, o -según de quién se trate- se integre a ese “todos” a los que habría que matar. Es decir, los que salen de rastrillo, chorean ropa que la gente dejó colgada, y cosas peores.

La culpa, por supuesto, es de los plaguicidas y demás agroquímicos, poseedores de un nefasto efecto sobre el mundo salvaje. Las langostas son parte de ese mundo, si se quiere. Claro, si tuviéramos tigres o hienas sonaría un poco exagerado, pero no los tenemos. A lo sumo, carpinchos, tortugas, yo qué sé; nada extremadamente feroz. Ergo, las langostas son salvajes, en el sentido de que viven de una forma descuidada, sin una moral ni una educación. Ta, el hecho es que el gobierno hace sus negociados con Monsanto y todos esos vendehumo, y las que pagan el pato son las langostas, en primer lugar, y en segundo, las personas mayores de mi barrio, que ya no pueden colgar la ropa e irse a dormir una siesta, como antes. Se podrá decir: “Pero todavía hay hormigas, se las puede quemar con la lupa”. Es verdad, pero eso larga un olor feo, te deja los ojos llorando de tanto concentrarlos en ese punto de luz superluminoso y, además, al rato, aburre. A las pruebas me remito: deja de haber langostas y aumenta la violencia. Ya está; no ganamos nada criticando. Es un dato de la realidad. El gobierno, si realmente se tomara en serio el problema, debería gestionar algún tipo de importación masiva de langostas, para empezar a generar personas de bien desde ya. Tal vez un canje, como se hacía cuando el Zoológico era el Zoológico, o sea, una especie de reformatorio donde en lugar de menores infractores había animales, y si el oso polar se enojaba porque no le daban de comer, difícilmente aparecieran 30 gordos a ponerlo contra el piso y esposarlo. O sea, era un poco mejor. Pero, ¿de qué estaba hablando? Ah, sí, de los canjes. Mandábamos media docena de carpinchos a algún país de por ahí y, a cambio, nos daban dos pumas o un camello. Por una docena de cisnes de cuello negro obteníamos tres canguros y un par de víboras de exótico diseño. Hay que volver a eso. Los lobos marinos, por ejemplo, desde que Brigitte Bardot prohibió su caza, han proliferado tanto que están amenazando matar de hambre a todos los que vivían de la pesca. Mandamos lobos y que nos manden langostas. ¿Cuántas? No sé; dejemos que la mano invisible defina cómo cotiza una Otaria flavescens en langostas silvestres de clima templado.

Es cierto que tal vez arrasen con algunas cosechas; tal vez se coman toda la soja, pero bueno, no se puede pedir todo. ¿Querían solucionar el tema de la inseguridad? ¿Los abigeatos? Bueno, acá tienen, para que no digan que algunos sólo nos quejamos y no presentamos alternativas. Traemos langostas, los niños las torturan y al crecer fundarán oenegés para proteger a los animales y plantarán hortalizas orgánicas, en vez de esas inorgánicas que comemos ahora. Y si tenemos suerte con las langostas, podremos exportarlas, y contribuir así a la paz en el mundo; a una humanidad en lucha constante contra esas nubes de insectos asesinos que anhelan devorar sus esquivos productos naturales; una población severamente mermada por las hambrunas y la peste, sí, pero viva, consciente, y lo más importante: feliz.