Esa famosa frase de José Martí que se propagó como virus desde que la pronunció, a finales del siglo XIX -“Hay tres cosas que cada persona debería hacer durante su vida: plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro”-, seguramente sea uno de los eslóganes disfrazados de verdad o literatura más ridículos que repetimos en nuestra existencia. En verdad, las tres son fáciles. No lo es que se mantengan vivos o que sean buenos: se nos puede morir la planta, pero casi todos hicimos al menos un germinador; tener un hijo -concebirlo entre dos o de forma artificial- no es un asunto tan complejo, y está demostrado por 7.000 millones de almas que habitan el planeta; escribir un libro lo puede hacer quien quiera, más allá de su calidad, que sea publicado o que permanezca para siempre en una carpetita, en forma de documento de Word.

Voy a descartar dos de los recados que “cada persona debería hacer”, porque con mayor o menor éxito y satisfacción ya los cumplí: tuve mi germinador y lo trasplanté hasta olvidar la planta en una tierra de yuyos, y escribí dos libros que ahí esperan algún que otro lector. Mi falta, entonces, es el hijo. Hijo de la chingada, hijo de puto, hijo que no tendré. Tengo la historia resuelta desde hace decenas de años, pero la interpelación externa sigue en pie. No los tendré porque soy un egoísta, un hedonista, porque ya vienen por año bastantes críos al mundo.

No los tendré porque la concepción y la gestación me siguen pareciendo (aunque haya 7.000 millones de almas en el mundo) uno de los fenómenos más misteriosos de la especie humana (que todo yo, de 1,83 metros de altura, haya salido de una madre que mide 1,60). Decido no reproducir ese fenómeno: no quiero cambiar caca; enseñarle a nadie a hablar; dejar de dormir, siempre que puedo, a la hora que me parezca; trabajar el doble para esa boca que pía; ver interrumpidos mis silencios; hacerme cargo de una vida buena parte de mi vida. Ganar amor, quizá, pero a costa de sacrificar libertad.

“Pero serías tan buen padre”, “eso lo decís ahora, pero quizá más adelante...”, “nunca se sabe”, son las interpelaciones que pendulan entre la esperanza de que un humano no reniegue de una especie de destino y cierta lástima que oculta una mirada sobre la futura vejez en soledad que esconde otro veredicto -ese sí, más egoísta que el mío-: ¿quién te va a cuidar?

No sé ni me importa, y jamás traería un hijo al mundo para que me cuide cuando yo sea viejo. Ese juego macabro de espejos: yo te cambié los pañales, luego vos me cambiarás los míos.

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Pero no hablemos de mí, digamos de ustedes, de un nosotros. Hace décadas, en 1939, Juan Carlos Onetti escribió El pozo, con ese capítulo que en estos tiempos ya casi no se puede leer ni citar; si lo hacemos, somos hijos (productos) de una misoginia demodée y casi de un pacto con el Diablo. Linacero, su personaje, es ahora (y quizá ya lo era) el verdadero hijo de puta cuando decía: “El amor es maravilloso y absurdo e, incomprensiblemente, visita a cualquier clase de almas. Pero la gente absurda y maravillosa no abunda; y las que lo son, es por poco tiempo, en la primera juventud. Después comienzan a aceptar y se pierden”.

Hasta ahí, podríamos estar más o menos de acuerdo; aceptar, justamente, ese veredicto literario. Pero el asunto se torna complejo, hoy, cuando se refiere a las mujeres y su afán reproductor: “He leído que la inteligencia de las mujeres termina de crecer a los veinte o veinticinco años [...] el espíritu de las muchachas muere a esa edad, más o menos. Pero muere siempre; terminan siendo todas iguales, con un sentido práctico hediondo, con sus necesidades materiales y un deseo ciego y oscuro de parir un hijo. Piénsese en esto y se sabrá por qué no hay grandes artistas mujeres. Y si uno se casa con una muchacha y un día despierta al lado de una mujer, es posible que comprenda, sin asco, el alma de los violadores de niñas y el cariño baboso de los viejos que esperan con chocolatines en las esquinas de los liceos”.

Suprimamos la referencia a las mujeres artistas o digamos de una sola: Clarice Lispector escribía su hermosa obra con la máquina encima de su regazo mientras sus hijos corrían a su alrededor. Y suprimamos también la otra parte del párrafo que coquetea con la pedofilia. Nunca sabremos las intenciones personales de los autores que se detienen en el pretil de la moral, pero sí de la provocación literaria (no jurídica) de nuestro único premio Cervantes. También sabemos que los tiempos y las costumbres cambian y que por los años 40 nuestras abuelas, y más acá todavía, nuestras madres, nos parían con 15 o 17 años y tenían parejas mucho mayores. ¿Muchos de nuestros padres, o nosotros mismos, somos hijos de una violación, de un abuso? Quizá Onetti provocaba a la moral imperante (la mujer condenada) desde una inmoralidad literaria y, también, corría muchos velos, esos que hasta hoy existen: el deseo prohibido pero oculto tras los límites de las normas. La literatura desnuda el ropaje de la ley.

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Pero lo que me importa ahora es ese “deseo ciego y oscuro de parir un hijo”. Claro que no es el de todas las mujeres, ni es una necesidad de todos los hombres de ser padres. Pero en pos de una construcción cultural nueva (la deconstrucción, le llamamos) negamos una irrefutabilidad instintiva por miedo a perder ciertas batallas sociales. Gracias a esa deconstrucción, las mujeres ya no están condenadas por ley a parir, y miles saben que ése no es su destino, o que pueden reproducirse cuando les dé la puta gana. Pero eso no puede negar la empiria, ese otro deseo.

O yo soy un extraterrestre, o toda la vida he estado rodeado de mujeres cultas, abiertas de mente, dueñas de sus cuerpos, a las que, vaya talón de Aquiles, en un momento u otro de sus vidas la pregunta y el deseo se les instala con una fuerza que las arrasa. Entre los 33 y 39 años, casi todas mis amigas han atravesado el deseo, también el mandato social.

Yo no tendré hijos porque no lo deseo y porque un hijo es un asunto serio. No por gay. Ya se sabe que las cosas cambiaron: in vitro, adoptados, vientres de alquiler. No tendré hijos porque no los quiero.

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Más radicales quizá sean esas mujeres (amigas o de películas) que luego de tenerlos, confiesan -siempre se transforma en una confesión o en un delirio condenatorio- que de vivirlo otra vez no lo vivirían. Son pocas las que lo dicen (o las que se atreven a decirlo), pero existen: porque no pueden, las supera, no estaban preparadas para semejante destino, no pueden con sus vidas ni con ninguna otra.

Me lo han dicho veteranas con todo el coraje y el dolor del mundo, porque aman a sus hijos. Me lo dijo Julianne Moore en la película Las horas, cuando protagonizaba a una mujer de los años 50 que leía Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf. La protagonista era una cuarentona que se daba cuenta de que no quería a su esposo, a sus hijos, una familia. Y los abandonó. Tan radical como Jorge Luis Borges, que aborrecía la cópula porque reproducía a la especie, y como otro odiado en estas lides, el escritor colombiano Fernando Vallejo, que insta a no reproducirse, a acabar con la humanidad. Putrefacta y sin destino, dice el muy maldito.

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Yo no tendré hijos, pero me salvo de esa misantropía con los hijos de mis amigos, con mis sobrinas: un rato de pureza, un permiso, nada más que juego. Pero sí, existe el corte cierto de la descendencia, las reuniones con los amigos de los veinte y pocos con un hijo y otro en camino; y vos ahí, sintiéndote el extraño, el hedonista, el tío viejo, el fracaso de la historia, el hombre entregado a sí, el que no dará nietos, la presunción del anciano amargo, casi la seguridad de no dar la vida por nadie. Y a veces también el orgullo: ese niño no nacido no vino a llenar ningún vacío, a salvar ninguna pareja, a remediar la soledad, a ser el proyecto no realizado. Y no, un libro no es un hijo. A un libro uno puede abandonarlo, quemarlo si quiere. A un hijo se le beben las lágrimas, se lo abraza en el infierno. Y eso, sobre todo: ¿uno más a este infierno?