No puse la bandera francesa en mi foto de perfil, no opiné al respecto en las redes sociales y no estuve a favor ni en contra de quienes lloraron a Francia, a Líbano, a los sirios o a quien sea, ni tildé a nadie de racista o hipócrita, pero sufrí y me sigue doliendo lo que pasó en París. No, no es porque leí a Voltaire y miré las películas de Jean-Luc Godard. No es porque mi cultura y costumbres se asemejan a las de los franceses. Tampoco es porque “me podría haber pasado a mí” ya que estuve alguna vez en París, ni porque tengo amigos viviendo allá y no estuve tranquila hasta que Facebook me dijo que habían dicho que están bien. Es porque soy un ser humano, y a mí me importan los humanos.

En los días posteriores al 13 de noviembre los medios se encargaron de dar forma y profundidad a los personajes de la tragedia. Leí sobre una chica que buscaba desesperada a su hermana, vi un video de Sébastien, un pibe que se convirtió en héroe al rescatar a una embarazada que colgaba de una ventana en Le Bataclan, seguí todo el homenaje a Nohemi Gonzales, la estudiante de California que, nos contó su triste novio, tenía un tatuaje de Pocahontas en el brazo izquierdo. Pero lo que más me pegó fue el testimonio de Antoine Leiris, un tipo con un bebé de 17 meses que perdió a su esposa. Dice que no odia a los terroristas, que no les va a dar el gusto, que su hijito va a crecer feliz, que tiene que terminar de escribir la carta porque Melvil se está despertando de la siesta y van a jugar. ¿Cómo no ponerme mal por un nene que capaz que aprendió a decir ‘mamá’ pero ya no importa? ¿Cómo no odiar a quienes le hicieron eso? ¿Cómo no llorar cuando mataron a más de 100 personas con nombre, con sueños, con familia, con hermosas personalidades? Entonces pude permitirme hacer un minuto de silencio por las víctimas parisinas en el mismo instante en el que Francia empezó a tirar bombas en Siria. Pude porque sé diferenciar, porque me dieron las herramientas para hacerlo: una cosa son las decisiones gubernamentales, el FMI, el colonialismo, las injusticias, el robo de recursos, el imperialismo. Otra, muy diferente, son las vidas de personas inocentes cuyo único error fue haber estado en el lugar donde a unos enfermos se les ocurrió disparar con kaláshnikovs. Y entendiendo esta diferencia es que me permití llorar sin culpa.

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Las víctimas árabes no tienen nombre. Uno solo tuvo ese beneficio, Aylan Kurdi, el nenito muerto a la orilla del mar, pero ninguno de los gobernadores de los 31 estados de Estados Unidos que declararon no querer refugiados en su territorio pareció acordarse de él.

Los árabes sufren, seguramente, pero no lo veo. He visto fotos de montañas de niños musulmanes despedazados, pero eso me toca menos que un primer plano de una francesa llorando a su tío muerto, y nada tiene eso que ver con que yo coma más baguettes que falafel. Es simplemente una cuestión de punto de vista, de cercanía. En una película bélica yanqui ni me inmuto si el protagonista acribilla a 280 vietnamitas, pero sufro cuando le disparan en una pierna porque su hijo Timmy, que lo espera en Chicago, no tendrá con quién jugar al fútbol. Estados Unidos supo hacer esto muy bien durante décadas, llenar nuestros ojos de mundos ficticios en guerras reales para que festejemos los logros de sus “héroes” a pesar de nuestro rechazo a sus políticas de gobierno. Hace unos años estaba viendo El nacimiento de una nación, una película de DW Griffith de 1915, y me encontré odiando a los negros borrachos que mataban niños y violaban mujeres, hasta que mi cerebro le tuvo que decir a mi corazón: “Cuidado, Mica, este hombre está intentando que te simpatice el Ku Klux Klan”. Por suerte el siglo de historia que me separaba de los acontecimientos logró que yo no cayera en la trampa, pero ¿qué hago con lo que siento ahora?

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Las grandes potencias ya no necesitan megaproducciones audiovisuales con árabes que se acercan cabalgando detrás de una nube de polvo. La historia, la película, está siendo contada por los medios, por las redes sociales, por los videos caseros. Mientras nos vamos enterando de qué hizo cada una de las víctimas francesas a lo largo de sus vidas y esperamos expectantes la captura de Salah Abdeslam (la cabeza de los atentados en París), seguimos leyendo noticias sobre el contraataque occidental en un frío lenguaje militar: “Aviones cazas de la fuerza aérea francesa lanzaron un bombardeo masivo sobre Al Raqa”, “Estados Unidos ha empezado a compartir con Francia paquetes de objetivos que contienen información extremadamente clasificada”, “Los ataques aéreos del pasado lunes se dirigieron a posiciones de EI en las ciudades iraquíes de Ramadi y Mosul”. En paralelo, el presidente francés, François Hollande, sigue su campaña mundial de recolección de bombas: el lunes se reunió con David Cameron, el martes con el premio Nobel de la paz Barack Obama y volverá a visitar a Vladimir Putin en estos días. Rusia viene bombardeando Siria desde que en setiembre una bomba de Estado Islámico (EI) tiró abajo un avión en Egipto, y ahora decidió unirse a la causa francesa: en la televisión rusa se muestran videos de un hombre escribiendo con una lapicera negra “¡Por nuestra gente!” y “¡Por París!” en bombas que no terminarían siendo bien apuntadas: el Observatorio Sirio de Derechos Humanos declaró hace cuatro días que los últimos ataques rusos han matado a más civiles que a miembros de EI.

Pero esos civiles no existen. No puedo saber si están sufriendo, no me dicen si entre los afectados por las bombas había embarazadas, madres de nenes de 17 meses o estudiantes con tatuajes de Pocahontas, entonces: ¿qué me importa si se tiran una, dos o mil bombas? ¿Cómo hago para diferenciar entre los refugiados que sólo buscan un futuro mejor para sus familias de los extremistas que asesinan en nombre de un Dios que parece ser mucho más cruel que el nuestro? Los musulmanes son números, cadáveres retratados de tan lejos que parecen puntitos, personas sin profesión, pasado o anécdotas que merezcan ser contadas, un grupo uniforme de seres que están locos y nos quieren matar. Que no nos sorprenda, entonces, que en las últimas semanas hayan prendido fuego una mezquita en Ontario, les hagan bullying a niños musulmanes en las escuelas y caguen a palos en Glasgow a Omar Raza, un actor escocés-pakistaní. Que no nos sorprenda que un hombre en una estación de metro de Londres haya empujado a una mujer musulmana a las vías del tren. El agresor es japonés, se llama Yoshiyuki Shinohara, tiene 81 años. La víctima es tan sólo “una mujer con un velo”, no sea cosa que nos encariñemos con ella.

Nos parece absurdo que el estreno de El nacimiento de una nación se haya tenido que cancelar en algunas ciudades luego de que gente saliera del cine y matara negros porque sí. Nos llama la atención lo exagerado de la estigmatización de los judíos en la propaganda nazi y nos reímos de los estereotipos de los japoneses en películas que transcurren en la Segunda Guerra Mundial. Pero ahora no pasa eso, no es lo mismo, claro que no, no somos tan boludos. En la película que nos cuentan hoy no hay caricaturizaciones ni mentiras, se centran en mostrarnos en primer plano a los protagonistas, en dibujárnoslos bien para que nos importen mucho y no podamos evitar compartir el conmovedor testimonio de Antoine y su hijito sin madre. Mientras la cámara sigue el recorrido de una lágrima francesa los árabes se mueven atrás, como una mancha difusa. Los árabes son eso que en el cine sirve para darle credibilidad al entorno, para generar una atmósfera. Son esos actores imprescindibles en su conjunto pero reemplazables individualmente. Los que cobran menos, los que nadie recuerda. Los extras.