Olvidemónos de todos los perseguidores de rotundos éxitos frívolos, pongamos un límite; esos que quieren bailar en un caño, salir en las revistas de cotilleo, colmar sus 15 minutos coronados por una tanga minúscula o una frase quizá perdurable pero que el mantra de la repetición no le otorga ninguna densidad.

Ataquémonos a nosotros y a nuestros círculos concéntricos y expandidos que, en clave de búsqueda o sacralidad, van detrás de la ilusión de algún podio en este juego infinito y de doble cara entre lo íntimo y lo público. Vayamos desgajando modos de ser y nombrando sin apuro estas abstracciones en las que cada uno, confío, puede ponerse su propio sayo, o saco.

Hay un afuera y hay un adentro, y ambos se influyen y contaminan, y crean estados individuales que la mayoría de las veces están en disputa y sólo en momentos prístinos del alma se complementan o, mejor aun, marcan sus diferencias y territorios, dejan de psicopatearse, de andar molestándose, quitándose el sueño, pudriendo las relaciones. No es tan abstracto y se puede resumir en cientos de comportamientos.

Hablemos de uno y que la corriente de las asociaciones nos indique algo concreto. Esos estados, por ejemplo, en los que estamos bien por fuera -trabajamos, cumplimos, funcionamos, mantenemos una actitud estoica (moderada, de dar la mano, sonriente o exultante)- y por dentro nos desarmamos sin que se note un ápice, sin que la máscara jamás enseñe un labio tintineante. Estados de entereza aunque recién se nos haya muerto la mascota, la planta querida, el sueño por cumplir; aunque convalezca intubado el más querido de los seres. Dignidad, le llaman algunos; aunque también podríamos decir fortaleza ante los embates de la vida, garra de espíritu o útil laconismo espiritual ante la nimiedad de todo.

Entonces, aunque nos desgarremos por dentro, somos capaces de sobreponernos y seguir cumpliendo, por lo general para los demás. No está permitido caerse del todo, entregarse, dejarse ir, llorar. Quizá esa actitud vital sea imprescindible para seguirla, pero también es una exigencia que proviene de un afuera demandante y que olvida que necesitamos lo contrario. Recuerdo ahora un poema triste y hermoso, y que también cura o más bien alivia, de Olivero Girondo, “Llorar a chorros”:

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Llorar la digestión. / Llorar el sueño. / Llorar ante las puertas y los puertos. / Llorar de amabilidad y de amarillo. / Abrir las canillas, / las compuertas del llanto. / Empaparnos el alma, / la camiseta. / Inundar las veredas y los paseos, / y salvarnos, a nado, de nuestro llanto. / Asistir a los cursos de antropología, llorando. / Festejar los cumpleaños familiares, llorando. / Atravesar el África, llorando. / Llorar como un cacuy, como un cocodrilo... / si es verdad / que los cacuyes y los cocodrilos / no dejan nunca de llorar. / Llorarlo todo, / pero llorarlo bien. / Llorarlo con la nariz, / con las rodillas. / Llorarlo por el ombligo, / por la boca. / Llorar de amor, de hastío, / de alegría. / Llorar de frac, / de flato, de flacura. / Llorar improvisando, / de memoria. / ¡Llorar todo el insomnio y todo el día!

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Eso es lo que siento (ya que hablamos de llorar) que no estamos haciendo: atragantados de llanto, y sin llorarlo bien, actuamos todas las performances del éxito atmosférico, esa persecución inalcanzable, siempre insatisfecha, otro estado y otra vida; más cosas, otras cosas; este humano sí, aquél no; el campo o la ciudad; tres trabajos y menos tiempo o más tiempo y menos plata; el deseo sexual permanentemente practicado o la monogamia y cierto sosiego (y nuevamente, cada uno con su saquito en esta primavera invernal).

No hablo de los que no tienen los pañuelos necesarios para limpiarse los mocos o enjugarse las lágrimas (y la mala repartija ocasionada por la indignidad o el empacho de los hombres). Digo de esa insatisfacción perpetua que nos quema el alma y que hace sinónimos caprichosos; éxito y felicidad, por ejemplo. Al éxito se lo debería llevar el viento de la plaza Independencia. Y la felicidad, ya sabemos: esa fantasía oriental, occidental, transaccional; ese invento que mal comemos cada día.

Me refiero a ese éxito que también está emparentado con la fama o la famosísima realización profesional, que siempre pide más y puede mantenerse intacta por años (el afuera) pero que no se lleva muy bien con el adentro (su inevitable anverso, su decir espejado), cuando por las noches nos desmoronamos sin aplauso ni reconocimiento, mascando los trozos del escenario y del telón, y esa cara agujereada que no sabe ponerse otra máscara, la de estar solos, y llorar bien, de hastío, de amor, de memoria, de amabilidad, de amarillo.

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Quizá todo tenga que ver con lo soñado, de uno mismo, de los demás, de esa grandilocuencia llamada mundo. Nos enseñaron a soñar demasiado, a rendirle pleitesía al éxito. Príncipes que, en todo caso, luego debemos aprender a ser hermosos perdedores.

Vidas propias soñadas, familias soñadas, relaciones soñadas, países soñados. Y, para colmo, sueños tontos de películas bobas pero que aún funcionan y surten efecto en nuestras mentes maleables y nuestra fragilidad de espíritu. Y más colmo: este mundo que nos avasalla con cosas sin palabras. El que las tiene quiere más, el que no las tiene las quiere, y todos las pagamos: en cuotas, con trabajo inaudito y hasta con cárcel. No es aquello de que cada cual tiene lo que se merece, y canjear al insatisfecho perpetuo y al que nada lo tiene, por el verbo aceptar (no es necesario explicar ideas que subestimen a los lectores).

Lo soñado, decía: para qué, por quién. Lo soñado que no sólo tiene que ver con el éxito personal y social, sino con las ficciones que nos hacemos de esos estadios oníricos confundidos con la vida.

¿Cuál es el país soñado, el exitoso? La lista es larga e interminable (otro saquito). Tuvimos a José Mujica haciéndole creer al mundo que Uruguay y su forma de vida, la de él y, por extensión, la de los uruguayos, eran el paraíso perdido, y todas las tapas de los periódicos del mundo compraron el cuento oriental. Quizá en esto de las máscaras fue una ficción útil (Nietzsche dixit), pero, desenmascarados y en asuntos de representación política y escénica, uno ya sabe que nada es lo que parece.

Es así con todo: ¿qué Finlandia íbamos o vamos a comprar? ¿Cuál convence más? ¿La de la mejor educación del mundo, o la de las películas de Aki Kaurismäki? Este cineasta, el más sensible de uno-de-los-países-más-desarrollados-del-mundo (no me acuerdo según qué índice), retrata, representa o ficcionaliza a la clase obrera de Helsinki, una clase siempre en lucha consigo misma, desempleada, de comida y habitaciones baratas; todos sus personajes, o la mayoría, son reconocibles en esa ciudad que uno no conoce pero que en verdad ya ha visto (basta un recorrido mínimo por los sitios obreros montevideanos para sentirse emparentado). Como si fuera poco, el cineasta declaró una vez en Uruguay (en una entrevista que le hizo María José Santacreu para Brecha) que el tango es finlandés, que había viajado en tiempos pretéritos desde Finlandia hacia el sur del mundo. ¿A quién le importa la patria autóctona del arte si ya es universal?

Kaurismäki generalmente se detiene en lo apacible y en la bondad de sus criaturas; las llena de vitalidad, las mira y escucha con ternura. No todos los sujetos de una clase son buenos, rebuscados, malos o perversos por completo, pero él elige ese punto de vista. Está de ese lado y lo muestra con transparencia, casi sin ambages.

Entonces, ¿qué éxito social? ¿No es el éxito, por dentro y por fuera, una gran mentira? ¿Quién construye la mejor ficción? ¿Qué máscara nos ponemos? Yo, por ahora, me abrigo con mi saquito y abro las compuertas para salvarme, “a nado, / de nuestro llanto”.