Me he dado cuenta de que por ese evento ineludible que son los clásicos, nuestros padres, padrinos y abuelos de nuestra gloriosa afición por el fútbol ya no son habitantes del cemento, ya no nos ofrecen sus cálidas manos para acercarnos a las tribunas.
Les han hecho creer que ya no es como antes, cuando sus padres, padrinos y abuelos de su gloriosa afición por el fútbol, y entonces también por los clásicos, los llevaban al templo mayor de la globa, mientras ellos soñaban con ser Piendibene, el Mago Héctor Scarone, José Nasazzi, Peregrín Anselmo, Atilio García o Juan Alberto Schiaffino. Cada uno de nosotros, anticipando el viejo que llevamos adentro -como dice Joan Manuel Serrat, “simplemente si todos entendiésemos que todos llevamos un viejo encima”-, deberíamos decirles que aun siendo absolutamente distinto a aquel tiempo de Olímpicas irremediablemente entreverada de gorritos de unos y de otros, de infantiles vivas a sus equipos, de oprobiosos insultos a sus rivales, el clásico, que no necesita el barato aumentativo de “súper”, sigue siendo el mismo, el de siempre, el de nunca.
Los números no son los del Sordo González, pero seguro que 95% de los varones nacidos al oriente del río de los pájaros pintados hemos sido prematuramente instruidos por un padre, un abuelo, un tío, un amigo, o un vecino en la certera práctica de golpear una pelota o cualquier elemento parecido a ella con el empeine de nuestro pie.
Amamantados virtualmente por la guinda de aquí a la eternidad, no pasarán más de unos días hasta que aparecerán los evangelizadores de la camiseta y entonces, ese mismo tío que -cual psicomotricista del mediocampo- sabe de la estimulación temprana, ese padrino gestáltico de las puntas que sabe de la importancia del vínculo inicial entre el lactante y el cuero, pretenderá, cual designio divino, bautizar al gurí en la religión.
Apenas el hombre haya liberado sus dos brazos, con una mano amartillando tibia y peroné, y con la otra haciendo que el impacto sea con el empeine, y la pelota ruede por la vida, ya habrá ahí una camiseta, y así, sea de aquél, de éste o de aquel otro, siempre, pero siempre habrá, cual mormones del fútbol, quienes golpearán la puerta con los colores de Nacional o de Peñarol.
Hay tradiciones que están más muertas que un faraón, hay otras vivas en las esquinas de la ciudad
Es hoy, es ahora, fue cuando ellos no esperaban otra cosa que llegara el domingo, fue cuando en la vereda se creían Schiaffino o el Mandrake Castro, fue cuando el Tito chico terminó de golero, o en la tarde de gloria del verdulero Carlos Camejo, es ahora, este domingo y a pesar de los pesares, de las tribunas separadas, de los megatubos para humanos, para que unos entren por aquí y otros salgan por allá, de las vallas, las corridas y los más perversos cantos vocalizados con la inocencia de quien dice disparates ensimismado en otra cosa, el clásico sigue siendo el ritual de la esperanza, el ejercicio de la felicidad anticipada, el sol y la globa.
Esperando a Tito y otros cuentos
Hace bastante más de un siglo que esa situación única fluye entre nosotros. Al azar tomo unos párrafos del viejo libro de los hermanos Magariños Pittaluga Del fútbol heroico, en el que dan cuenta de un clásico de 1904. Era apenas el decimoquinto encuentro entre los del bolsillo y los carboneros, y fue en un año donde la leva por la guerra civil había impedido la disputa.
Dice el texto: “Cuando se creía que los partidos de fútbol habían terminado, la Liga tomó una resolución que revolucionó el ambiente deportivo. Resolvió sin consultar con nadie que se disputase el encuentro por la final del Campeonato del año 1903”.
Nacional protestó: no podía jugar sin contar con sus jugadores más importantes. Los hermanos Céspedes y Pigni se hallaban en Buenos Aires. Su team, sin estos elementos esenciales, no tendría chance frente a un Peñarol aguerrido y completo. Los jugadores de Peñarol se habían salvado de ir a los cuarteles por pertenecer al plantel de funcionarios del ferrocarril. Las protestas de Nacional nada valieron, se estrellaron contra una barrera impasable. Los extranjeros de la Liga quisieron tomarse revancha cuando protestó el Club Uruguay: ¡el partido tenía que jugarse! Caso contrario, se proclamaría a Peñarol campeón de 1903.
El partido debía jugarse el 28 de agosto y lo dirigiría el argentino Guillermo Jordán. Llegó el día. Un público inmenso rodeó el field y colmó las instalaciones del Parque Central. Los diarios habían dado la composición de los cuadros. Peñarol saldría con todos sus jugadores titulares; Nacional, integrado con suplentes. Nadie pensaba en el triunfo de Nacional. A la hora señalada apareció Peñarol: Villalba, Camacho y Davies; Mazzuco, Arteaga y Marthenson; Pena, Mañana, Camacho, Acevedo y Baruffa. Una ovación los recibió. Los jugadores de Nacional no se hicieron presentes. Se sucedieron momentos de duda. Se pensó que no se presentarían. En eso y en medio de un clamor irrumpió Carve Urioste al frente de Bouton, Reyes, Arimalo, Mongay, Cuadra, Cordero, y Castro. El público los contó:
-¡Siete jugadores!
Fantastica extrañeza, comentarios múltiples e intensa emoción. ¿Actuaría con siete jugadores solamente? ¡Imposible!
-¡Bolívar! ¡Carlitos! ¡Amílcar! ¡Pigni!
Millares de labios pronuncian esos nombres queridos y consagrados, millares de corazones de los dos lados explotan de alegría. Están ahí, en el campo, recibiendo emocionados la más grande ovación que se había escuchado en un campo de fútbol.
¿Cómo llegaron? ¿Milagro? Nada de milagro. Picardía criolla.
El doctor Pedro Manini Ríos, accionando en secreto, había solicitado de José Batlle y Ordóñez la autorización correspondiente, y el presidente uruguayo, deseoso de ofrecer al pueblo un maravilloso espectáculo deportivo, había perdonado a los escapados y había garantizado su libertad. ¡Ahora sí sería un partido estupendo!
Los jugadores de Peñarol, pasado su asombro, se dirigieron, leales y caballerescos, al lugar donde estaban los hermanos Céspedes y Pigni, y, ante el júbilo de los espectadores, les dieron sendos y cordiales abrazos; fuertes como eran, les alegraba y complacía disputarles el título consagratorio de campeones de “poder a poder”.
No, de nuevo, no
La patología se ha agudizado. Los tiempos han cambiado desde aquellos diarios formatos sábana en los que, en tipografías apretadas y en lectura incómodamente encolumnada, aparecían las formaciones y los detalles de la hora del encuentro, pasando por las primeras audiciones radiales que tímidamente anticipaban, también enfocándose en los detalles y con alguna opinión, hasta llegar a las insoportables previas de una semana, en radio, diario, televisión y todos las plataformas con las cuales, mediante internet, los sabiondos juegan a sabios.
Hoy el ejercicio que aprendimos artesanalmente en la escuela, en el barrio, en el liceo, de vivir el clásico con los nuestros y con los rivales, se ha transformado en un inabarcable e imprescindible producto de los medios de comunicación, que, al estilo de “Llame ya”, nos atomizan casi desde que se “sortea” la fecha del clásico, con bobadas propias de Intrusos o Esta boca es mía, y prejuicios, opiniones anticipadas y falacias que atraviesan las propias certezas de los protagonistas.
Entonces, estos individuos nos han querido hacer entender -en un discurso que, como el huevo y la gallina, no se sabe si se inició en la propuesta de Gustavo Munúa o en el edulcorado y cuasi demagógico relato del establishment del periodismo deportivo, que creyó o alentó la idea de que “la propuesta futbolística del Nacional de Munúa” era la quintaescencia del fútbol- que los principios de posesión, buena técnica y disposición ofensiva son solamente expectativas naturales de unos pocos técnicos, que sólo con verbalizar que se proponen jugar un fútbol de precisión técnica, ataque y manejo del balón ya desde la línea de su propio arco, de eso sale un fútbol ideal primo hermano del Barcelona de Pep Guardiola. Para algunos, como para el que suscribe, está claro que eso no es así, que seguramente la gran mayoría de nosotros quisiera proponer y ver equipos que sean un ejercicio de la perfección, pero que no siempre, o acercándonos a la realidad, casi nunca, se pueden acercar al umbral de esa fantasía.
Entonces, el “estilo” Munúa, que capaz que no quiso cargar con ese peso pero se mareó con la alharaca, sirvió para que Nacional fuera líder un buen rato, jugando como se puede. Pero sus últimos resultados, aparentemente “apartados del estilo”, no sólo han provocado que fuera alcanzado por el equipo que no funcionaba y cuyo presidente tuvo la piola idea de sostener con los que saben que el equipo no jugaba bien, sino que ese Peñarol de mal juego y buenos jugadores ya lo alcanzó y lo pasó.
Es el Peñarol de Bengoechea, el que ganó el único torneo que disputó con él dirigiendo, pero que perdió el campeonato en un solo partido. Es el que trajo a Diego Forlán, el que pone a Zalayeta, el equipo cuyos cambios no entienden los periodistas e incendian la pradera en su masa de seguidores, el que han querido voltear, el que contesta con firmeza pero sin perder la compostura, el que hace tres partidos parecía que lo querían echar y el que llega al clásico solo en la punta del torneo.
Es bravo siempre, y no porque sean Peñarol y Nacional, analizar en un marco teórico y absolutamente hipotético que puede pasar en 90 minutos de una competencia llena de contingencias aleatorias que van modificando de continuo el desarrollo del partido.
Ni Nacional jugaba tan bien y por eso era puntero y ahora cambió de estilo y ya no lo es, ni Peñarol era tan horrible por cómo lo dirigía su técnico con sus jugadores “mayores” y desalineados y ahora es una máquina que no para más. Potencialmente, por sus planteles, por sus figuras, y por sus expectativas -que no por su linaje o su historia- se presenta como una competencia pareja, ligeramente modificada por las posiciones en la tabla, que permiten a Peñarol dar como válido un empate y casi obligan a Nacional a buscar la victoria. A esta altura del campeonato, además, da la sensación de que el resultado puede ser determinante para despejar la incógnita de cuál de los dos se perfila para la primera vuelta olímpica.
Me gusta el fútbol, me encantan los clásicos.