A las 7.00 suena la alarma del celular en miles de hogares uruguayos, y antes también. La gente echa el lomo, hace lo suyo, empuja, labura. No me gusta ni reconozco esa idea del vago, de siempre lo justo, de la irresponsabilidad. Con cara de culo, es posible, pero cumpliendo con la responsabilidad, el tipo o la tipa le sale al cruce al laburo. Normal, digamos.

Ahora, que a las 7.00 suene ese ringtone que ya te tiene patilludo, para ver un partido de fútbol por televisión en el que no juega ningún representativo de tu país, es por lo menos raro, aunque bastante usual para unos pocos locos en los últimos años. Saltar de la catrera para ver un partido televisado desde Osaka, Japón, donde juega el archiconocido, pero no nuestro, River Plate de Argentina, con el hiperdesconocido oriental, pero no de los nuestros, Sanfrecce Hiroshima de Japón, no es usual ni normal. Claro, nosotros miramos fútbol hasta en la sopa, pero seguro que el único antecedente fuerte e intenso de telefútbol como en la cancha pero entre las sábanas es el de Luis Suárez en Liverpool: todos sabemos que él y el gran Steve Gerrard eran aquel Liverpool que, sin nada, casi llega a la gloria.

Lo cierto es que a las 7.30 yo ya estaba parapetado frente a la tele con mi matungo humeante de montañita recién estrenada. Lo hice porque si no fuera uruguayo sería argentino, porque soy latinoamericano del fútbol y de la vida y porque, además, tenemos cuatro muñecos con la banda, y Uruguay, nomá. Sabía que el partido no iba a ser changa, y que no era cierto que River ya estaba en la final, cosa que en principio parece que no sabían Mariano Closs y Diego Latorre, encargados, relativamente, de relato y comentario del partido en Fox Sports. Como muchos en la historia reciente del fútbol infotainment del Río de la Plata, ambos parecieron partir de la falacia, desde antes del pitazo inicial, de que River era River y por una suerte de designio divino imperecedero o herencia divina de los barones de la globa, les tenían que ganar a unos japoneses de Hiroshima que no sé cómo se llaman ni quiénes juegan, ni cómo les ha ido en el campeonato. Error. Los japonesitos, dijera Juan Ricardo Faccio, la mueven bien, juegan en su tierra y van por más.

La hora de la culpa

La verdad, con el síndrome de la pantalla verde instalado y tal vez hasta planteado como un tópico psicoanalítico para el próximo libro de Gabriel Rolón, sin necesidad de revisar a Sigmund Freud o a Jacques Lacan, me viene una culpita difícil de manejar cuando antes de que la casa esté en marcha, a las 8.00 de las vacaciones, levanto mi propia voz y bajo la del volumen de la tele para vociferar contra dos tipos que no me escuchan, aunque sí me están escuchando en casa. Va media hora del partido, están 0-0 y no les gusta. Les frustran River, sus jugadores, su técnico, a quien minutos antes de que termine la primera parte ya le están sugiriendo nombres y otras estrategias para, por fin, liquidar a los japoneses.

La lógica de los periodistas no se modifica siquiera en la contienda y con la exposición de atributos de los contendientes. Estoy hinchando por River y quiero que sea finalista, pero me doy cuenta de que no es un partido simple de definir y que lo que importa es ganarlo y estar en la final. Esta gente sigue aleccionándonos (a mí, a los jugadores, a Marcelo Gallardo) desde su verborragia iluminada, y entiende que con los cambios sugeridos se ha encaminado el partido, y que finalmente River ganará aunque sin dejar nada.

Cerca de las 9.30, después de haber hecho puñito virtual - porque uno no va a andar festejando, ni siquiera en su propia casa, una victoria de un club ajeno, lejos, muy lejos, y ante unos japoneses-, pensé que era un buen momento para intercalar algún pan con grasa o un cruasán relleno de dulce de membrillo, con el mateyko. Pero fracasé en el doble ritmo y quedé empantanado en una mesa televisiva a cargo de un conductor cuidadamente despeinado -si no supiera que era Sebastián Vignolo, habría creído que ese hombre recién se había levantado- que moderaba a un grupo de sabelotodos de elegante sport y con la barba semicrecida que denostaban sistemáticamente el triunfo de los riverplatenses. Estuve realmente a nada de un “no puedo creer cómo ponen y cómo estoy viendo a estos tipos”, pero el conocimiento me salvó. El conocimiento de Peter Capussoto y sus videos, haber llorado de risa una y mil veces con cualquiera de las entregas de “Cuatro gordos hablando de fútbol” -buscalo así en Youtube-, cambió el destino de mi humor e iluminó mi día. A las 10.00 ya sabía que la genialidad y el poder de observación con ironía de Capussoto me habían salvado. En vez de calentarme, me empecé a reír y me di cuenta de que iba a escribir de “Cuatro gordos...” y no de aquel fácil partido que River apenas ganó 1-0, y eso porque entró Lucho González, que era lo que los comentaristas estaban pidiendo, porque Marcelo Barovero atajó y porque Lucas Alario hizo el gol. Me propuse evangelizar con Capussoto, poder dar los links de cuanto video apareciera de la saga de “Cuatro gordos...” (están “Fútbol hasta los huevos”, “Yoga y fútbol hasta las bolas”, “Los mejores comentaristas de fútbol”). Metiendo la mano hasta el fondo de la bolsa de papel, concluí que no hay bizcocho como el de las panaderías con cuadra de horno a leña.

Hoy me despierto con la diaria para ver al Gordo Luis, que me parece que le gustan los mismos bizcochos que a mí, pero no miraré a cuatro gordos hablando de fútbol “como si estuvieran en la remisería, pero en realidad están en un estudio de televisión”.