Por más desprendidos, indiferentes o superados que nos hagamos, por más que sepamos que un día es 2015 y al otro, y ni siquiera, al minuto siguiente, es 2016 -nada, un suspiro-, diciembre tiene vida propia y se impone más allá de sus 31 días. Trae consigo un decir, nos inyecta de su voluntad y deseo, nos sujeta del cuello, nos obliga a pensarnos, instala eso que (con satisfacción o en plena discordancia) llamamos balances, aunque duren lo que una cena de Navidad (generalmente duran demasiado) y aunque los hagamos a regañadientes o a contracorriente de una filosofía que detesta el consumo, la algarabía impostaba, los atracones, las despedidas (de qué, de quién), todo el chirimbolaje del afuera que pocas veces tiene que ver con la delicada ornamentación de nuestro adentro.

No hay quien (y acá me hago el sabihondo o el omnisciente) no se detenga unos minutos a repasar algo del año o a proyectar mínimamente el próximo (o la vida toda, hacia el pasado y hacia el futuro, los más extremistas); a identificar ese algo que nos dio o nos dará sentido; a desear, otra vez, ser un poco distintos (un poco mejores) de lo que hemos sido hasta ahora. Quizá tirar por la alcantarilla los desechos que uno mismo generó, quizá reafirmarse en alguna virtud, quizá cambiarlo todo. Este año sí, dice el deseo más puro, aunque sepamos que seguramente este año no y que la ficción de otro atuendo deberá ser retomada el próximo. Es un mes en el que la indulgencia hacia los demás, pero sobre todo hacia uno, adquiere ribetes no sólo cristianos (es ese mes, en definitiva) sino más cercanos a un perdón de espíritu, a una apuesta por lo que podemos llegar a ser, ese pasar raya y decirnos que quizá todo estuvo mal o relativamente bien, pero que merecemos otro estadio de comprensión de nosotros mismos y otro estadio de acción, una promesa a veces compartida y la mayoría de las veces íntima y no dicha por vergüenza a ser bobalicones y reproducir en nuestros espíritus golpeados o cosechados a fuerza de vida las formas comerciales.

No voy a hablar de playas y vacaciones (para unos, el suspenso de la vida merecido; para otros, un suspenso ficticio y demasiado caro); no voy a hablar de cenas familiares exquisitas, de festejo del encuentro, de familias que rememoran o simplemente están ahí con placer, o de esas en las que todo el mundo se mira y calla con la excusa de la boca llena, engullendo el odio o el fastidio de también estar ahí, sentaditos y prolijos, deseando únicamente que todo eso acabe antes de que, como en las mejores películas, la tensión estalle y vuelen entre las cabezas los pollos asados, el alcohol y las lágrimas, todos los reproches; no voy a hablar de los judas quemados en grandes fogatas, de la elección con amor de los regalos o las mil cuotas por la obligación de regalar transitando calles y comercios atiborrados de gente que parece enajenada por su propia voluntad. No subestimemos tanto: la publicidad hace lo suyo, pero los humanos también.

No. Quiero decir de esa otra situación que nos sitúa en un lugar propio (inducido inconscientemente por la atmósfera, quizá; ahora no importa), ese en el que revisamos agendas reales o mentales, tachamos los fracasos y tildamos ciertos logros; ese que tiene que ver con la construcción de uno mismo.

◆ ◆ ◆

Ese lugar que reconoce el hastío circundante y, aunque no quiera una fiesta de pan dulce y arbolito, necesita por un momento dejar de nombrar el avasallamiento del que hemos sido víctimas (o quizá nos la buscamos) todo el año; ese de palabras del éter nuestro de cada día, que puestas sueltas igual conforman un discurso y nos obligan a una mirada, a tomar postura, a ser parte de algo que tantas veces queremos mandar al mismísimo infierno. Quizá por eso, también, tanto atraco de víveres, tanto empacho, tanta lágrima, el deseo de olvido de esas circunstancias. Presidentes, izquierda, pobreza, patria, traición, riqueza, mentira, verdad, manipulación, poder; ese sinfín de palabras que vuelven demente hasta al espíritu más sosegado, al más empastillado, al que quiere colgarse para siempre de la ficción o de la luna.

Entonces, volvamos. Volver a sí o dejarse ir, pero de verdad, con el coraje de decir yo por un momento, yo y lo que he hecho de mí, yo y lo que han hecho de mí, yo y lo que deseo de mí.

Esa necesidad acuciante de dar vuelta la piel y que sea la carne la que se expresa. Eso de ser todo tripas, corazón, hígado expuesto, deseo irrefrenable; ese momento en el que uno se desea el mismo pero con cambios o grandes retoques, o se pretende otro y en ese desear se multiplican las posibilidades, las formas de pensarse distinto, de apostar por el bien a secas, un bien que nos haga bien y punto, un estar en el mundo sin tanta retórica o ilusión castrada. Ese momento-niño, prepolítico, esa audacia de sólo tomar las riendas de nuestros asuntos. Un desligarse del mundo, cortar amarras o sujetarse de ese clamor que pide clemencia y tal vez silencio -cállense todos, que estoy pensando en mí-, pero que pide, ante todo, ese encuentro con uno, sin Narciso ni el rey, aunque sea pura ilusión de unos días. Pero quizá para estar con uno (y revertir la cofradía del pan dulce) se necesite tanta fuerza o seriedad y, ya que estamos, un momento religioso o sacro tanto o más difícil que estar o construir con otros. Porque adentro no hay una voz clara y epifánica, un lugar donde se encuentra escondida la revelación o ese deseo, el futuro (por esos días: pactemos) a construirnos. Adentro hay tanta mierda como afuera, otras palabras sueltas que, juntas, también conforman un discurso, nuestro alfabeto. A hachazo limpio tendrá que ser, entonces; a fuerza de elección y, por lo tanto, de pérdida, pero intentando precisamente que el inconsciente no se manifieste a “cielo abierto”, en expresión de Jacques Lacan, porque ese cielo nos situaría al borde del autismo o la psicosis. Lo que se dice, un trabajo y un estar con uno sin remedio, un pararse en el abismo para dar otra vez vuelta la piel. Ni paz afuera ni paz adentro.

La idea justa del balance tendría que ser la del jardinero cuidadoso que despeja la maleza, la del hombre que encuentra pocas oraciones para decirse (y desearse; y rezar, si quisiera), la de la mujer sola que esta noche se pondrá un vestido florido y se acicalará con ternura, por si acaso.

Escribo sobre unos refugios, en fin. Buscados, inventados, preparados para detenerse un segundo, aunque andemos corriendo y nos neguemos a semejante pavada, en donde uno pueda verse sin espejo, escuchar su voz clara, diáfana o delirante, esa voz que le pregunta, desde siempre, con o sin Navidad y diciembre, pero mucho más en diciembre, si va hacia sí. Eduardo Darnauchans, otra vez: “Qué vas a andar preguntando / si te vas por lo derecho, / si es tu voz la que te dice / si la promesa es lo cierto”.

No precisamos ser católicos o comunistas, nietszcheanos o anarcos, repudiadores de las preguntas de ocasión o superados de todos los diciembres, para saber a ciencia que esa indagatoria ocurre y que se manifiesta por fuerza propia o atmosférica, y que en vez de acogotarnos, puede venir a ofrecernos una tregua. La pregunta (o ese visitarse de nuevo) es tan maldita como honesta, y no importa si uno, de contra, por ideología o lo fuere, quiere hacérsela en julio. Pero, qué duda cabe, toma todo su esplendor en los diciembres, cuando el sujeto le dice al yo: “Vine un rato por vos”.